Nada es estable y todo se cuestiona en materia de liderazgo

Jeffrey E.Garten, de Yale, y Mauro Guillén, perteneciente al staff de Wharton, ofrecen visiones complementarias, aunque para nada coincidentes sobre los sistemas de gestión corporativa.

14 abril, 2008

Predecir las exigencias del management y el gobierno de empresas –más
su influencia sobre los presidentes ejecutivos o chief executive officers–
es una tarea compleja, si no imposible, aun en el corto plazo. Después
de todo, como apunta Jeffrey E. Garten en Politics of fortune: a new agenda for
business leaders, “los principales CEO deben timonear el tránsito
de una edad de oro a un marco económico y financiero mundial bastante más
duro”. Guillén es todavía menos contemplativo.

Por lo tanto, cualquier líder global tiene que hacer cuatro cosas: preservar
los rasgos positivos de la gestión, descartar los asociados a la euforia
de las décadas de los ’80 y los ’90, adquirir conocimientos
y modificar actitudes. Este cometido se ve complicado por varios factores. Para
empezar, escándalos como Enron y todos los que le siguieron han sacudido
las propias bases de la gestión corporativa en el sector privado, y no
sólo en Estados Unidos.

Nada es seguro

Todo se cuestiona, incluso auditorías, prácticas contables, regímenes
remuneratorios y las propias juntas directivas, para no mencionar al propio CEO
como figura. También se ha deteriorado mucho la fe pública en líderes
empresarios, máxime entre su audiencia (accionistas, empleados, proveedores,
socios, clientes), y ya no se cree que los mercados financieros y bursátiles
sean tan racionales o eficientes como solían afirmar, incluso, algunos
premios Nobel de Economía.

“Desregulación, privatizaciones –procesos muy generalizados
fuera de Estados Unidos–, introducción de tecnologías, remuneración
de estamentos superiores y muchas otras cosas dependían de que reguladores,
inversores y los propios managers, creyesen en la eficiencia y la racionalidad
de los mercados. Hoy, no sabemos si esa cultura está en decadencia y, en
todo caso, es prematuro especular sobre el contexto futuro. Pero los escándalos
van generando nuevas pautas: por primera vez en décadas, los CEO son los
primeros despedidos cuando hay problemas”, reflexiona Garten.

En paralelo, el sistema financiero también ha entrado en una fase inestable,
volátil y proclive a reformas, no sólo contables. Gigantes mundiales
tipo Citigroup, J. P. Morgan Chase o Merrill Lynch, son presionados para reorganizarse
y eludir conflictos de intereses. En esencia, se trata de separar las firmas de
valores propiamente dichas (agentes, consultores, analistas, calificadores de
empresas y papeles, etc.) y las bancas de inversión.

A su vez, las autoridades ponen bajo la lupa complejas tecnologías financieras,
que facilitan maniobras contables y lavado de fondos. La tendencia, entonces,
obra en desmedro de la “banca universal”; vale decir, entidades que
brindan todo tipo de servicios a todo tipo de clientes, sin cuidar los detalles.

Finalmente, apunta el experto de Yale, “el clima global de negocios irá
enfriándose a causa de factores geopolíticos. Los riesgos de guerra
con Irak y Corea del Norte, sus potenciales efectos desestabilizadores en el Islam
y en los precios petroleros –según sea la suerte del futuro conflicto,
éstos pueden saltar a US$ 45-50 el barril o desmoronarse a menos de 7,50–
pesan en las decisiones empresarias y financieras.

Cambios en la cúpula

Por supuesto, hay cosas que no cambiarán en materia de management. Por
ejemplo, reclutar, desarrollar y retener talentos, moverse en equipo, tener visión
estratégica, desarrollar contextos que no ahoguen la iniciativa pero sean
lo bastante centralizados como para gestionar riesgos, comunicar bien hacia dentro
y hacia fuera o volverse tan global como el mercado requiera.

Pero, según Garten, la pregunta clave es: ¿qué hay de nuevo
en liderazgo? En primer lugar, una tendencia a volver a las fuentes; algo así
como rescatar las enseñanzas que impartía Peter Drucker en los años
’50 y ’60. Durante los ’90, los ejecutivos estadounidenses –y
muchos europeos– se dedicaban a armar nuevos modelos. Ahora, debieran armar
o rearmar buenas organizaciones.

Por ende, Garten, y también Mauro Guillén en su obra Corporate governance,
globalization and convergence across countries, sugiere abandonar el concepto
de “pensado para vender” por el de “pensado para durar”.
Las innovaciones tecnológicas deben administrarse con sensatez, sin la
obsesión de ser el primero en lanzar el último chiche. El enfoque
en rapidez y escalas, típico de la “nueva economía”
debe ceder ante otras dos prioridades: calidad y duración.

En segundo término, los líderes de negocios deben tener noción
más clara de sus obligaciones. Por ejemplo, en materia de balances, pues
la “contabilidad globalizada” es tan compleja que resulta muy difícil
hacerse una idea completa del estado financiero general. Hasta 2000, los CEO podían
apoyarse en los directores financieros, contadores y auditores externos.

Eso ya no es posible, ni siquiera en Estados Unidos y hoy se exige que los CEO
sean personalmente responsables de los balances. Por ende, surge otra pregunta
global: ¿en qué punto una organización es demasiado grande
para que el CEO pueda abarcarla o hacerse responsable total? Aún no hay
respuestas claras, admiten Garten y Guillén.
En tercer lugar, los CEO deben entender qué papel cumplen sus empresas
respecto de accionistas, interesados y afectados. En los últimos 20 años,
los ejecutivos se han abocado a enriquecer accionistas –cuando no a sí
mismos– y no sólo en Estados Unidos. Casos como Vivendi Universal,
Vodafone, Deutsche Bank, France Télécom, Kirch y tantos otros, demuestran
que los europeos no se han quedado atrás.

¿Convergencia imposible?

Naturalmente, directivos y ejecutivos son reflejos de sus sociedades y culturas.
Pero, aun así, no debieran dejarse arrastrar por la corriente, como ocurrió
en los 15 últimos años del siglo XX y los dos primeros del XXI,
encandilados por altas tasas de crecimiento, la “nueva economía”
y esa exuberancia irracional que Alan Greenspan atribuía, con razón,
a los mercados especulativos.

Desde el desinfle de activos y los escándalos empresarios, no obstante,
una mezcla de cinismo público sobre conductas corporativas y un escenario
geopolítico sombrío van cambiando el foco del interés público.
Es una coyuntura que tiene paralelos con los últimos años ’40,
cuando la depresión, la segunda guerra mundial y la guerra fría
planteaban un mundo muy diferente al de los “años locos”.

En este contexto, “un sistema de gobierno empresario mal concebido –afirma
Guillén, retomando conceptos de Garten– significa deficiente asignación
de recursos o tolerancia hacia actitudes oportunistas”. Pero, en su perspectiva,
aparece una pregunta peculiar: ¿la gestión corporativa opera del
mismo modo en todas las economías avanzadas?

Garten y otros globalizadores creen que los modelos nacionales o regionales tienden
a converger en dos patrones. El anglosajón, centrado en el accionista y
sus dividendos, o un híbrido que combine ese factor con otros intereses
afectados por una compañía. Por ejemplo, las pautas japonesa o alemana.
De paso, esta escuela no le ve futuro a la empresa familiar.

A criterio de Guillén, el modelo estadounidense incluye propiedad dispersa,
fuerte amparo jurídico a los accionistas e indiferencia hacia los restantes
grupos de interés. En cuanto al modelo híbrido, muestra menor diferenciación
entre grados de dispersión o de control gerencial. Vale decir, los “otros”
grupos de interesados tienen mayor influencia en las operaciones societarias.

Sin embargo, la crisis del modelo de negocios en Estados Unidos (escándalos,
depreciación de activos, reguladores demasiado tolerantes, lobbies allegados
al gobierno federal) “pone en seria duda que otros países opten por
nuestras pautas”, reflexiona Guillén. Por cierto, procesos, sumarios
e investigaciones, evidencian que los intereses de los accionistas, los inversores
y otros grupos, no han sido respetados ni atendidos.

Un mundo de diferencias

El experto Guillén concluye –oponiéndose a Garten–
que “cada economía encarará el gobierno y la gestión
de empresas según pautas propias”. No obstante, formula un interrogante
difícil de contestar por ahora: ¿Qué ocurrirá, en
el plano global, si esas pautas realmente siguen diferenciándose en la
práctica?

En este punto, surge un nexo con el planteo de Yale: “Aun en fases globalizadoras,
con mercados en expansión y mayor coordinación entre gobiernos,
siempre han subsistido diversos sistemas de gobierno corporativo”. Ese
factor “parece promover diferenciación, tanto en el sector público
como en el privado, y una tendencia de los modelos a competir, no a converger”.

Lógicamente, existen buenas razones para explicar el fenómeno:
tipos de organización, sectores, productos, servicios, clientes, proveedores
y –esencialmente– regulaciones locales o regionales. No es casual
que la ampliación de la Unión Europea afronte tantos problemas
e incertidumbres, incluso ya aprobada la nómina de candidatos a incorporar.

Ya no hay cosas simples

Además del grado de diferenciación o convergencia, “subsisten
nexos relevantes entre el gobierno de las empresas y su propia estrategia de
competencia”, apunta Guillén. “La cosa no es tan simple como
para decir que se reformarán las pautas de gestión para que sean
más o menos similares alrededor del mundo”.

Esta clase de sistemas –o estructuras– interactúa con muchos
otros factores de la economía y la sociedad. Por ejemplo, legislación
laboral, tributaria y financiera; especialmente la que regula quiebras y concursos,
tema de palpitante actualidad si los hay. Si cambia un componente y los demás
no lo hacen, se generarán desajustes y desequilibrios. El trabajo de
Wharton, entonces, sugiere que “la globalización reside más
en manejar diferencias que en eliminarlas en pos de un mundo sin fronteras ni
matices”. Aquí las divergencias con Garten son por demás
marcadas.

El estudio de Guillén, iniciado hace más de dos años y
actualizado sobre la marcha, adopta planteos macroeconómicos al encarar
la gobernabilidad corporativa en los principales países o grupos del
planeta. Los análisis y las conclusiones apelaron a seis indicadores
empíricos y a casos país por país. Ese arsenal incluye
inversiones externas directas realizadas por firmas clasificadas según
los regímenes de gobierno o gestión de sus matrices, la influencia
de inversores institucionales en cada economía, la proporción
de títulos en manos de varios tipos de accionistas, la relación
entre deuda y financiamiento bursátil, los incentivos remuneratorios
de largo plazo ofrecidos al CEO –otro tema muy “caliente”
estos días– y la proclividad a compras hostiles de paquetes (como
síntoma de un clima o un mercado para estas operaciones).

“La tesis globalizante afirma –concluye Guillén– que
la proliferación de grupos multinacionales forzará una convergencia
entre modelos de gestión en el modelo estadounidense. Pero muchos hallazgos
parecen refutar la teoría”. Por ejemplo, su análisis encuentra
que la proporción de paquetes accionarios en poder de inversores extranjeros
–esto es, la inversión directa proveniente de otros países–
en regímenes del tipo anglosajón ha ido cediendo de 66% en 1980
a poco más de 50% en 1999. Por el contrario, esa misma proporción
ha subido –en el mismo lapso– de 34% a 49% en economías influidas
por los modelos alemán, francés o escandinavo.

“Parece, entonces, que si hay una convergencia en materia de gobierno
empresario no se da alrededor del modelo estadounidense o anglosajón
(pues abarca Gran Bretaña, Australia, Canadá y Nueva Zelanda),
centrado en el accionista. Antes bien, las tendencias apuntan a una especie
de híbrido”. Para mayor abundancia, las actitudes de los inversores
institucionales, las tomas hostiles y el papel de los bancos como proveedores
de fondos en diferentes economías, también contradicen la noción
de que los modelos de gestión se hallan en un proceso de convergencia
claro e inexorable.

Predecir las exigencias del management y el gobierno de empresas –más
su influencia sobre los presidentes ejecutivos o chief executive officers–
es una tarea compleja, si no imposible, aun en el corto plazo. Después
de todo, como apunta Jeffrey E. Garten en Politics of fortune: a new agenda for
business leaders, “los principales CEO deben timonear el tránsito
de una edad de oro a un marco económico y financiero mundial bastante más
duro”. Guillén es todavía menos contemplativo.

Por lo tanto, cualquier líder global tiene que hacer cuatro cosas: preservar
los rasgos positivos de la gestión, descartar los asociados a la euforia
de las décadas de los ’80 y los ’90, adquirir conocimientos
y modificar actitudes. Este cometido se ve complicado por varios factores. Para
empezar, escándalos como Enron y todos los que le siguieron han sacudido
las propias bases de la gestión corporativa en el sector privado, y no
sólo en Estados Unidos.

Nada es seguro

Todo se cuestiona, incluso auditorías, prácticas contables, regímenes
remuneratorios y las propias juntas directivas, para no mencionar al propio CEO
como figura. También se ha deteriorado mucho la fe pública en líderes
empresarios, máxime entre su audiencia (accionistas, empleados, proveedores,
socios, clientes), y ya no se cree que los mercados financieros y bursátiles
sean tan racionales o eficientes como solían afirmar, incluso, algunos
premios Nobel de Economía.

“Desregulación, privatizaciones –procesos muy generalizados
fuera de Estados Unidos–, introducción de tecnologías, remuneración
de estamentos superiores y muchas otras cosas dependían de que reguladores,
inversores y los propios managers, creyesen en la eficiencia y la racionalidad
de los mercados. Hoy, no sabemos si esa cultura está en decadencia y, en
todo caso, es prematuro especular sobre el contexto futuro. Pero los escándalos
van generando nuevas pautas: por primera vez en décadas, los CEO son los
primeros despedidos cuando hay problemas”, reflexiona Garten.

En paralelo, el sistema financiero también ha entrado en una fase inestable,
volátil y proclive a reformas, no sólo contables. Gigantes mundiales
tipo Citigroup, J. P. Morgan Chase o Merrill Lynch, son presionados para reorganizarse
y eludir conflictos de intereses. En esencia, se trata de separar las firmas de
valores propiamente dichas (agentes, consultores, analistas, calificadores de
empresas y papeles, etc.) y las bancas de inversión.

A su vez, las autoridades ponen bajo la lupa complejas tecnologías financieras,
que facilitan maniobras contables y lavado de fondos. La tendencia, entonces,
obra en desmedro de la “banca universal”; vale decir, entidades que
brindan todo tipo de servicios a todo tipo de clientes, sin cuidar los detalles.

Finalmente, apunta el experto de Yale, “el clima global de negocios irá
enfriándose a causa de factores geopolíticos. Los riesgos de guerra
con Irak y Corea del Norte, sus potenciales efectos desestabilizadores en el Islam
y en los precios petroleros –según sea la suerte del futuro conflicto,
éstos pueden saltar a US$ 45-50 el barril o desmoronarse a menos de 7,50–
pesan en las decisiones empresarias y financieras.

Cambios en la cúpula

Por supuesto, hay cosas que no cambiarán en materia de management. Por
ejemplo, reclutar, desarrollar y retener talentos, moverse en equipo, tener visión
estratégica, desarrollar contextos que no ahoguen la iniciativa pero sean
lo bastante centralizados como para gestionar riesgos, comunicar bien hacia dentro
y hacia fuera o volverse tan global como el mercado requiera.

Pero, según Garten, la pregunta clave es: ¿qué hay de nuevo
en liderazgo? En primer lugar, una tendencia a volver a las fuentes; algo así
como rescatar las enseñanzas que impartía Peter Drucker en los años
’50 y ’60. Durante los ’90, los ejecutivos estadounidenses –y
muchos europeos– se dedicaban a armar nuevos modelos. Ahora, debieran armar
o rearmar buenas organizaciones.

Por ende, Garten, y también Mauro Guillén en su obra Corporate governance,
globalization and convergence across countries, sugiere abandonar el concepto
de “pensado para vender” por el de “pensado para durar”.
Las innovaciones tecnológicas deben administrarse con sensatez, sin la
obsesión de ser el primero en lanzar el último chiche. El enfoque
en rapidez y escalas, típico de la “nueva economía”
debe ceder ante otras dos prioridades: calidad y duración.

En segundo término, los líderes de negocios deben tener noción
más clara de sus obligaciones. Por ejemplo, en materia de balances, pues
la “contabilidad globalizada” es tan compleja que resulta muy difícil
hacerse una idea completa del estado financiero general. Hasta 2000, los CEO podían
apoyarse en los directores financieros, contadores y auditores externos.

Eso ya no es posible, ni siquiera en Estados Unidos y hoy se exige que los CEO
sean personalmente responsables de los balances. Por ende, surge otra pregunta
global: ¿en qué punto una organización es demasiado grande
para que el CEO pueda abarcarla o hacerse responsable total? Aún no hay
respuestas claras, admiten Garten y Guillén.
En tercer lugar, los CEO deben entender qué papel cumplen sus empresas
respecto de accionistas, interesados y afectados. En los últimos 20 años,
los ejecutivos se han abocado a enriquecer accionistas –cuando no a sí
mismos– y no sólo en Estados Unidos. Casos como Vivendi Universal,
Vodafone, Deutsche Bank, France Télécom, Kirch y tantos otros, demuestran
que los europeos no se han quedado atrás.

¿Convergencia imposible?

Naturalmente, directivos y ejecutivos son reflejos de sus sociedades y culturas.
Pero, aun así, no debieran dejarse arrastrar por la corriente, como ocurrió
en los 15 últimos años del siglo XX y los dos primeros del XXI,
encandilados por altas tasas de crecimiento, la “nueva economía”
y esa exuberancia irracional que Alan Greenspan atribuía, con razón,
a los mercados especulativos.

Desde el desinfle de activos y los escándalos empresarios, no obstante,
una mezcla de cinismo público sobre conductas corporativas y un escenario
geopolítico sombrío van cambiando el foco del interés público.
Es una coyuntura que tiene paralelos con los últimos años ’40,
cuando la depresión, la segunda guerra mundial y la guerra fría
planteaban un mundo muy diferente al de los “años locos”.

En este contexto, “un sistema de gobierno empresario mal concebido –afirma
Guillén, retomando conceptos de Garten– significa deficiente asignación
de recursos o tolerancia hacia actitudes oportunistas”. Pero, en su perspectiva,
aparece una pregunta peculiar: ¿la gestión corporativa opera del
mismo modo en todas las economías avanzadas?

Garten y otros globalizadores creen que los modelos nacionales o regionales tienden
a converger en dos patrones. El anglosajón, centrado en el accionista y
sus dividendos, o un híbrido que combine ese factor con otros intereses
afectados por una compañía. Por ejemplo, las pautas japonesa o alemana.
De paso, esta escuela no le ve futuro a la empresa familiar.

A criterio de Guillén, el modelo estadounidense incluye propiedad dispersa,
fuerte amparo jurídico a los accionistas e indiferencia hacia los restantes
grupos de interés. En cuanto al modelo híbrido, muestra menor diferenciación
entre grados de dispersión o de control gerencial. Vale decir, los “otros”
grupos de interesados tienen mayor influencia en las operaciones societarias.

Sin embargo, la crisis del modelo de negocios en Estados Unidos (escándalos,
depreciación de activos, reguladores demasiado tolerantes, lobbies allegados
al gobierno federal) “pone en seria duda que otros países opten por
nuestras pautas”, reflexiona Guillén. Por cierto, procesos, sumarios
e investigaciones, evidencian que los intereses de los accionistas, los inversores
y otros grupos, no han sido respetados ni atendidos.

Un mundo de diferencias

El experto Guillén concluye –oponiéndose a Garten–
que “cada economía encarará el gobierno y la gestión
de empresas según pautas propias”. No obstante, formula un interrogante
difícil de contestar por ahora: ¿Qué ocurrirá, en
el plano global, si esas pautas realmente siguen diferenciándose en la
práctica?

En este punto, surge un nexo con el planteo de Yale: “Aun en fases globalizadoras,
con mercados en expansión y mayor coordinación entre gobiernos,
siempre han subsistido diversos sistemas de gobierno corporativo”. Ese
factor “parece promover diferenciación, tanto en el sector público
como en el privado, y una tendencia de los modelos a competir, no a converger”.

Lógicamente, existen buenas razones para explicar el fenómeno:
tipos de organización, sectores, productos, servicios, clientes, proveedores
y –esencialmente– regulaciones locales o regionales. No es casual
que la ampliación de la Unión Europea afronte tantos problemas
e incertidumbres, incluso ya aprobada la nómina de candidatos a incorporar.

Ya no hay cosas simples

Además del grado de diferenciación o convergencia, “subsisten
nexos relevantes entre el gobierno de las empresas y su propia estrategia de
competencia”, apunta Guillén. “La cosa no es tan simple como
para decir que se reformarán las pautas de gestión para que sean
más o menos similares alrededor del mundo”.

Esta clase de sistemas –o estructuras– interactúa con muchos
otros factores de la economía y la sociedad. Por ejemplo, legislación
laboral, tributaria y financiera; especialmente la que regula quiebras y concursos,
tema de palpitante actualidad si los hay. Si cambia un componente y los demás
no lo hacen, se generarán desajustes y desequilibrios. El trabajo de
Wharton, entonces, sugiere que “la globalización reside más
en manejar diferencias que en eliminarlas en pos de un mundo sin fronteras ni
matices”. Aquí las divergencias con Garten son por demás
marcadas.

El estudio de Guillén, iniciado hace más de dos años y
actualizado sobre la marcha, adopta planteos macroeconómicos al encarar
la gobernabilidad corporativa en los principales países o grupos del
planeta. Los análisis y las conclusiones apelaron a seis indicadores
empíricos y a casos país por país. Ese arsenal incluye
inversiones externas directas realizadas por firmas clasificadas según
los regímenes de gobierno o gestión de sus matrices, la influencia
de inversores institucionales en cada economía, la proporción
de títulos en manos de varios tipos de accionistas, la relación
entre deuda y financiamiento bursátil, los incentivos remuneratorios
de largo plazo ofrecidos al CEO –otro tema muy “caliente”
estos días– y la proclividad a compras hostiles de paquetes (como
síntoma de un clima o un mercado para estas operaciones).

“La tesis globalizante afirma –concluye Guillén– que
la proliferación de grupos multinacionales forzará una convergencia
entre modelos de gestión en el modelo estadounidense. Pero muchos hallazgos
parecen refutar la teoría”. Por ejemplo, su análisis encuentra
que la proporción de paquetes accionarios en poder de inversores extranjeros
–esto es, la inversión directa proveniente de otros países–
en regímenes del tipo anglosajón ha ido cediendo de 66% en 1980
a poco más de 50% en 1999. Por el contrario, esa misma proporción
ha subido –en el mismo lapso– de 34% a 49% en economías influidas
por los modelos alemán, francés o escandinavo.

“Parece, entonces, que si hay una convergencia en materia de gobierno
empresario no se da alrededor del modelo estadounidense o anglosajón
(pues abarca Gran Bretaña, Australia, Canadá y Nueva Zelanda),
centrado en el accionista. Antes bien, las tendencias apuntan a una especie
de híbrido”. Para mayor abundancia, las actitudes de los inversores
institucionales, las tomas hostiles y el papel de los bancos como proveedores
de fondos en diferentes economías, también contradicen la noción
de que los modelos de gestión se hallan en un proceso de convergencia
claro e inexorable.

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