La anorexia empresarial

El redimensionamiento –que no debe ser confundido con la reingeniería– se identifica con una reacción frente al estancamiento económico. Pero la reducción de los planteles de gerencia media y de todo tipo de personal no pueden ser la única variable.

18 diciembre, 2001

Se trata de dos productos de principios de la década de los años ‘90. Uno es la reingeniería (reengineering); el otro, el redimensionamiento (downsizing). Ambos merecieron enorme atención y toneladas de papel impreso. Fueron también algunas de las tantas modas en management que cruzaron el escenario como un vendaval dejando adeptos, frustrados, errores, y sobre todo, fracasos.

Sin embargo, el de reingeniería es un concepto mucho más elaborado, que habría merecido mejor suerte. Pero las dificultades en su aplicación práctica y la confusión que se produjo con el downsizing en la percepción popular, que convirtió esta idea en sinónimo de despidos masivos, lo relegaron a segundo plano.

Para los teóricos de la reingeniería, se trata de un fundamental y radical rediseño del proceso empresarial para lograr mejoras sustanciales en el desempeño, como costos, calidad, servicio y velocidad. La definición formal de la reingeniería es la reformulación fundamental del trabajo y los procesos, no de las tareas y las funciones.

En cambio, el redimensionamiento o downsizing tiene un propósito más elemental y quirúrgico: la pura reducción de costos y gastos. Como una de las formas más rápidas y sencillas de practicar reducciones es eliminar personal, y como de hecho así suele ser entendido en la práctica, todo el mundo sospecha que la palabreja quiere decir exclusivamente despidos y gente en la calle.

A partir de los años ‘80, fue claro que el capitalismo tenía un problema: no podía garantizar las altas tasas de crecimiento económico inmediatas a la Segunda Guerra Mundial (los llamados Golden Years o años dorados). El estancamiento económico significó una aceleración del cambio del marketing masivo al marketing directo. Si no se podían conseguir nuevos clientes, había que tratar de vender más a los que ya se tenían.

Aun con modestos logros en esa dirección, no se lograba revertir el proceso. La conclusión fue obvia: si no pueden aumentarse los ingresos, hay que tratar de reducir los egresos. Así, a principios de los ‘90 se avanzó a fondo en achicar costos de todo tipo. Había mucha grasa que remover. El problema es que cuando se terminó la grasa, se siguió cortando el músculo. Cuando el proceso llegó a su punto máximo, a mediados de la década pasada, las empresas descubrieron que estaban padeciendo de anorexia.

En las economías de punta hubo que reclutar nueva gente y entrenarla tanto para las viejas como para las nuevas tareas. Sin embargo, en la Argentina, la percepción de muchos empresarios es que todavía hay margen para el redimensionamiento. En verdad, en nuestro medio se ha instalado el llamado síndrome del 10%, que consiste en el corte de la décima parte de los gastos de la compañía como medida preventiva, y sin mucho análisis sobre la racionalidad de las decisiones.

Así como crecimiento es la voz de orden entre los economistas, estrategia es su correlato en el mundo empresarial. Lo que explica el énfasis puesto en estos últimos años en esta línea de pensamiento.

Mandar y controlar

Durante la mayor parte del siglo XX las grandes organizaciones se estructuraron alrededor del sagrado principio militar de mandar y controlar, que se reflejó hasta hace poco –e incluso todavía hoy– con claridad en el lenguaje empresarial. La alta gerencia definía la estrategia, que luego comunicaba a sus subordinados inmediatos para su implementación. La estrategia se traducía luego en operaciones delegadas a los directores de departamento, quienes, a su vez, las subdividían en funciones que repartían entre su personal.

El proceso continuaba hacia abajo, en cascada, hasta que el mensaje llegaba por fin a la línea del frente: los obreros de la fábrica, los empleados de la tienda, o el equipo de ventas. La información, en cambio, recorría el camino inverso, de abajo hacia arriba, nivel por nivel.

Sin embargo, a medida que las organizaciones aumentaban en tamaño y complejidad, dificultando la tarea de manejar todo desde la cúpula, ese modelo de mande y controle comenzó a sufrir modificaciones. Pero a mediados de los años ‘80 terminó la modificación gradual. Comenzó entonces un proceso de cambio acelerado y el sistema sucumbió bajo el impacto de varias presiones:

• La presión del costo. El aparato gerencial creció demasiado en todos los niveles. En algunas empresas tenía hasta diez niveles.
• La presión de la competencia y del acortamiento del ciclo de vida de los productos. La lucha actual por el mercado exige estar atento a sus necesidades o deseos, para tratar de satisfacerlos antes que el competidor. Pero una empresa con muchos niveles jerárquicos no puede tener velocidad de respuesta. Esto no importaba demasiado en los ‘60, cuando el crecimiento era seguro y la competencia se daba casi exclusivamente a nivel nacional. Pero desde finales de los ‘70 las empresas encontraron competidores dentro y fuera de su país.
• La presión de la informática, que dejó muchos empleos girando en el límite de la obsolescencia. Al abaratar el costo de la transferencia electrónica de la información, facilitó la comunicación de la alta gerencia con los estadios inferiores, y también la comunicación entre la gente de cualquier nivel dentro de la organización. Por lo tanto, ya no hacen falta tantos intermediarios.
• La presión de las estructuras horizontales. La necesidad de lograr resultados rápidos forzó a las compañías a reducir la comunicación vertical. En lugar de las tradicionales comisiones de gerentes, hoy hay grupos de trabajo y equipos encargados de proyectos especiales que reúnen a personas de distintos departamentos. Se aprovecha así, según recomiendan los partidarios de la reingeniería en las empresas, las habilidades y la experiencia de personas con distintas especialidades.

Rediseño total

¿En qué consiste esta idea que tuvo en vilo a todo Estados Unidos, y por qué prendió de la manera en que lo hizo? Mientras algunos escépticos aseguraban que “es poco más que un eufemismo por despidos masivos”, los defensores definían el término como “un fundamental y radical rediseño del proceso empresarial para lograr mejoras sustanciales en el desempeño, como costos, calidad, servicio y velocidad”.

No se había visto nada igual desde las toneladas de papel impreso y los debates académicos que provocó el entusiasmo por los temas vinculados a programas de calidad total. Parecía que se avecinaba una nueva revolución. Y el heraldo de ese movimiento fue Michael Hammer, el hombre que acuñó el término, profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT), hoy convertido en un notorio gurú.

En el libro publicado por Hammer, con la colaboración de James Champy (Reengineering the Corporation, Harper Business) se desarrolló el nuevo evangelio de modo breve y directo; con pensamientos generales en alternancia con ideas muy concretas.

La reingeniería implica el uso creativo de la informática, no sólo para computarizar las tareas, sino también para comenzar desde cero, descartando tradiciones y supuestos y reinventando la forma de organizar el trabajo.

La idea central de esta tesis es que en toda empresa gran parte del trabajo está organizado en forma ineficiente, alrededor de especialistas que trabajan en silos funcionales, como contabilidad o marketing. “Cada uno de los implicados en un proceso mira hacia adentro de su departamento y hacia arriba, donde está su jefe; pero nadie mira hacia afuera, hacia el cliente”, explican los autores.

Hammer y Champy reconocen que siete de cada 10 intentos de aplicar la reingeniería no logran ningún resultado, por lo menos no el tipo de éxito que inspira tanto interés. Pero cuando funciona, los resultados son asombrosos. Se logra un salto cualitativo en el desempeño. En última instancia, reingeniería quiere decir hacer más con menos. No sólo menos tiempo, sino también menos gente.

La gran transformación

Los inmensos conglomerados en los que prevalecía la integración vertical y abundaban las ideas de management que privilegiaban la armonía y el entendimiento entre todos los que trabajan en una empresa, tuvieron que optar por decisiones drásticas que contradecían las teorías dominantes durante décadas. Millares de empleados en la calle, la eliminación de puestos gerenciales considerados innecesarios y un nuevo espíritu federalista que debía traducirse en mayor poder para quienes dirigen las fábricas, desarrollan productos o están en contacto directo con los clientes.

¿Qué programa de calidad total –por ejemplo– se puede desarrollar en una firma que para tener éxito debe contar con el consenso de sus empleados, si simultáneamente se producen despidos en masa?

A principios de la década anterior, Peter Drucker advirtió sobre el riesgo que corrían las 500 empresas que brillaban en la lista anual de Fortune. Pocos imaginaban lo acertado del pronóstico: cuando se está en la cima es difícil advertir el paso que puede llevar al abismo. Apareció un extraño virus que pareció atacar solamente a las megacorporaciones.

El origen del mal se identificó con una exagerada adhesión a criterios de integración vertical, que ahora lucen excesivamente obsoletos. La cirugía recomendada como más efectiva fue la decapitación de directorios enteros. Al principio parecía una epidemia confinada exclusivamente a los límites de Estados Unidos. Después, con los casos observados en Europa y Japón, es obvio que la plaga se extendió.

La posición y la fortuna de los poderosos cambió de modo sustancial, a menudo en forma súbita y sin que las recetas aplicadas lograran detener el descenso. No se trataba solamente de un cambio total en el entorno competitivo. Se requería una revolución interior en las convicciones, metas y criterios de una organización empresarial para transitar –si es que era posible– el camino que permitiera recuperar las posiciones perdidas.

Dinámica del crecimiento

La mayoría de los gerentes estaría de acuerdo en que su misión es hacer crecer la empresa. Pero en realidad, la determinación para lograr ese objetivo varió a través del tiempo. Durante los años ‘90 la confianza gerencial en la capacidad de crecimiento de la compañía y su propensión a tomar los riesgos asociados a semejante crecimiento llegaron a su nivel más bajo en décadas.

El énfasis se puso en el redimensionamiento, en la restructuración de procesos centrales y en otras formas de reducir costos.

Estos enfoques conducen inevitablemente a un callejón sin salida. Llega un punto en que es imposible aplicar semejantes medidas sin causar daños graves al núcleo de la empresa. Insistir en el camino de bajar costos es arriesgar la pérdida de energía y visión institucionales.

Para C. K. Prahalad, quien junto con su colega Gary Hamel es un prestigioso maestro de estrategia empresarial, lo que interesa es la manera en que influyen los altos gerentes en el destino de las empresas. Y su mensaje es claro para cualquier organización de negocios: hay que abandonar el proceso de redimensionar que no da resultados, restituir el pensamiento estratégico a su lugar original en el diseño empresarial y, recién entonces, proceder a transformar un negocio.

En una entrevista que le hizo hace unos años Management Review, Prahalad sostuvo que “las empresas sometidas a una creciente competencia global entre los años ‘80 y la actualidad concentraron su atención en cerrar la brecha del rendimiento. Las empresas con bajo rendimiento debían preocuparse por la reingeniería y por redimensionar (que siempre se entendió como reducirse). Si eso es todo lo que hacen, sin embargo, no van a resolver su problema de rendimiento en el largo plazo. Cada vez son más los gerentes que admiten que tienen que ir más allá de la reestructuración. Nuestro mensaje es: ¿cómo se sigue?, ¿cómo sostiene una empresa su capacidad para crear riqueza?”

El gran problema, dice el prestigioso ensayista, es que las empresas están dando demasiada importancia a la reducción de tamaño. La razón es bastante evidente. El redimensionamiento (downsizing) –reducción de costos– es muy tangible, algo que se sabe hacer. Manejar el crecimiento de los ingresos requiere más imaginación. Necesita de un proceso en el que se identifiquen oportunidades nuevas y se planifiquen innovaciones. Aplicar una estrategia no quiere decir correr grandes riesgos, sino eliminar los riesgos de las grandes oportunidades. Eso es, ciertamente, un tipo de habilidad y talento distinto del que hace falta para simplemente redimensionar. Si se observan empresas que adoptaron el redimensionamiento desde hace siete u ocho años, se verá que están llegando a la conclusión de que hay límites para ese proceso.

Miguel Angel Diez

Sobre el autor

Es Director de la revista MERCADO. Egresado de la carrera de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata; profesor de esa carrera en varias universidades. Escribió 100 tendencias en marketing; Agenda empresarial del 2000 y 50 ideas en management.

Se trata de dos productos de principios de la década de los años ‘90. Uno es la reingeniería (reengineering); el otro, el redimensionamiento (downsizing). Ambos merecieron enorme atención y toneladas de papel impreso. Fueron también algunas de las tantas modas en management que cruzaron el escenario como un vendaval dejando adeptos, frustrados, errores, y sobre todo, fracasos.

Sin embargo, el de reingeniería es un concepto mucho más elaborado, que habría merecido mejor suerte. Pero las dificultades en su aplicación práctica y la confusión que se produjo con el downsizing en la percepción popular, que convirtió esta idea en sinónimo de despidos masivos, lo relegaron a segundo plano.

Para los teóricos de la reingeniería, se trata de un fundamental y radical rediseño del proceso empresarial para lograr mejoras sustanciales en el desempeño, como costos, calidad, servicio y velocidad. La definición formal de la reingeniería es la reformulación fundamental del trabajo y los procesos, no de las tareas y las funciones.

En cambio, el redimensionamiento o downsizing tiene un propósito más elemental y quirúrgico: la pura reducción de costos y gastos. Como una de las formas más rápidas y sencillas de practicar reducciones es eliminar personal, y como de hecho así suele ser entendido en la práctica, todo el mundo sospecha que la palabreja quiere decir exclusivamente despidos y gente en la calle.

A partir de los años ‘80, fue claro que el capitalismo tenía un problema: no podía garantizar las altas tasas de crecimiento económico inmediatas a la Segunda Guerra Mundial (los llamados Golden Years o años dorados). El estancamiento económico significó una aceleración del cambio del marketing masivo al marketing directo. Si no se podían conseguir nuevos clientes, había que tratar de vender más a los que ya se tenían.

Aun con modestos logros en esa dirección, no se lograba revertir el proceso. La conclusión fue obvia: si no pueden aumentarse los ingresos, hay que tratar de reducir los egresos. Así, a principios de los ‘90 se avanzó a fondo en achicar costos de todo tipo. Había mucha grasa que remover. El problema es que cuando se terminó la grasa, se siguió cortando el músculo. Cuando el proceso llegó a su punto máximo, a mediados de la década pasada, las empresas descubrieron que estaban padeciendo de anorexia.

En las economías de punta hubo que reclutar nueva gente y entrenarla tanto para las viejas como para las nuevas tareas. Sin embargo, en la Argentina, la percepción de muchos empresarios es que todavía hay margen para el redimensionamiento. En verdad, en nuestro medio se ha instalado el llamado síndrome del 10%, que consiste en el corte de la décima parte de los gastos de la compañía como medida preventiva, y sin mucho análisis sobre la racionalidad de las decisiones.

Así como crecimiento es la voz de orden entre los economistas, estrategia es su correlato en el mundo empresarial. Lo que explica el énfasis puesto en estos últimos años en esta línea de pensamiento.

Mandar y controlar

Durante la mayor parte del siglo XX las grandes organizaciones se estructuraron alrededor del sagrado principio militar de mandar y controlar, que se reflejó hasta hace poco –e incluso todavía hoy– con claridad en el lenguaje empresarial. La alta gerencia definía la estrategia, que luego comunicaba a sus subordinados inmediatos para su implementación. La estrategia se traducía luego en operaciones delegadas a los directores de departamento, quienes, a su vez, las subdividían en funciones que repartían entre su personal.

El proceso continuaba hacia abajo, en cascada, hasta que el mensaje llegaba por fin a la línea del frente: los obreros de la fábrica, los empleados de la tienda, o el equipo de ventas. La información, en cambio, recorría el camino inverso, de abajo hacia arriba, nivel por nivel.

Sin embargo, a medida que las organizaciones aumentaban en tamaño y complejidad, dificultando la tarea de manejar todo desde la cúpula, ese modelo de mande y controle comenzó a sufrir modificaciones. Pero a mediados de los años ‘80 terminó la modificación gradual. Comenzó entonces un proceso de cambio acelerado y el sistema sucumbió bajo el impacto de varias presiones:

• La presión del costo. El aparato gerencial creció demasiado en todos los niveles. En algunas empresas tenía hasta diez niveles.
• La presión de la competencia y del acortamiento del ciclo de vida de los productos. La lucha actual por el mercado exige estar atento a sus necesidades o deseos, para tratar de satisfacerlos antes que el competidor. Pero una empresa con muchos niveles jerárquicos no puede tener velocidad de respuesta. Esto no importaba demasiado en los ‘60, cuando el crecimiento era seguro y la competencia se daba casi exclusivamente a nivel nacional. Pero desde finales de los ‘70 las empresas encontraron competidores dentro y fuera de su país.
• La presión de la informática, que dejó muchos empleos girando en el límite de la obsolescencia. Al abaratar el costo de la transferencia electrónica de la información, facilitó la comunicación de la alta gerencia con los estadios inferiores, y también la comunicación entre la gente de cualquier nivel dentro de la organización. Por lo tanto, ya no hacen falta tantos intermediarios.
• La presión de las estructuras horizontales. La necesidad de lograr resultados rápidos forzó a las compañías a reducir la comunicación vertical. En lugar de las tradicionales comisiones de gerentes, hoy hay grupos de trabajo y equipos encargados de proyectos especiales que reúnen a personas de distintos departamentos. Se aprovecha así, según recomiendan los partidarios de la reingeniería en las empresas, las habilidades y la experiencia de personas con distintas especialidades.

Rediseño total

¿En qué consiste esta idea que tuvo en vilo a todo Estados Unidos, y por qué prendió de la manera en que lo hizo? Mientras algunos escépticos aseguraban que “es poco más que un eufemismo por despidos masivos”, los defensores definían el término como “un fundamental y radical rediseño del proceso empresarial para lograr mejoras sustanciales en el desempeño, como costos, calidad, servicio y velocidad”.

No se había visto nada igual desde las toneladas de papel impreso y los debates académicos que provocó el entusiasmo por los temas vinculados a programas de calidad total. Parecía que se avecinaba una nueva revolución. Y el heraldo de ese movimiento fue Michael Hammer, el hombre que acuñó el término, profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT), hoy convertido en un notorio gurú.

En el libro publicado por Hammer, con la colaboración de James Champy (Reengineering the Corporation, Harper Business) se desarrolló el nuevo evangelio de modo breve y directo; con pensamientos generales en alternancia con ideas muy concretas.

La reingeniería implica el uso creativo de la informática, no sólo para computarizar las tareas, sino también para comenzar desde cero, descartando tradiciones y supuestos y reinventando la forma de organizar el trabajo.

La idea central de esta tesis es que en toda empresa gran parte del trabajo está organizado en forma ineficiente, alrededor de especialistas que trabajan en silos funcionales, como contabilidad o marketing. “Cada uno de los implicados en un proceso mira hacia adentro de su departamento y hacia arriba, donde está su jefe; pero nadie mira hacia afuera, hacia el cliente”, explican los autores.

Hammer y Champy reconocen que siete de cada 10 intentos de aplicar la reingeniería no logran ningún resultado, por lo menos no el tipo de éxito que inspira tanto interés. Pero cuando funciona, los resultados son asombrosos. Se logra un salto cualitativo en el desempeño. En última instancia, reingeniería quiere decir hacer más con menos. No sólo menos tiempo, sino también menos gente.

La gran transformación

Los inmensos conglomerados en los que prevalecía la integración vertical y abundaban las ideas de management que privilegiaban la armonía y el entendimiento entre todos los que trabajan en una empresa, tuvieron que optar por decisiones drásticas que contradecían las teorías dominantes durante décadas. Millares de empleados en la calle, la eliminación de puestos gerenciales considerados innecesarios y un nuevo espíritu federalista que debía traducirse en mayor poder para quienes dirigen las fábricas, desarrollan productos o están en contacto directo con los clientes.

¿Qué programa de calidad total –por ejemplo– se puede desarrollar en una firma que para tener éxito debe contar con el consenso de sus empleados, si simultáneamente se producen despidos en masa?

A principios de la década anterior, Peter Drucker advirtió sobre el riesgo que corrían las 500 empresas que brillaban en la lista anual de Fortune. Pocos imaginaban lo acertado del pronóstico: cuando se está en la cima es difícil advertir el paso que puede llevar al abismo. Apareció un extraño virus que pareció atacar solamente a las megacorporaciones.

El origen del mal se identificó con una exagerada adhesión a criterios de integración vertical, que ahora lucen excesivamente obsoletos. La cirugía recomendada como más efectiva fue la decapitación de directorios enteros. Al principio parecía una epidemia confinada exclusivamente a los límites de Estados Unidos. Después, con los casos observados en Europa y Japón, es obvio que la plaga se extendió.

La posición y la fortuna de los poderosos cambió de modo sustancial, a menudo en forma súbita y sin que las recetas aplicadas lograran detener el descenso. No se trataba solamente de un cambio total en el entorno competitivo. Se requería una revolución interior en las convicciones, metas y criterios de una organización empresarial para transitar –si es que era posible– el camino que permitiera recuperar las posiciones perdidas.

Dinámica del crecimiento

La mayoría de los gerentes estaría de acuerdo en que su misión es hacer crecer la empresa. Pero en realidad, la determinación para lograr ese objetivo varió a través del tiempo. Durante los años ‘90 la confianza gerencial en la capacidad de crecimiento de la compañía y su propensión a tomar los riesgos asociados a semejante crecimiento llegaron a su nivel más bajo en décadas.

El énfasis se puso en el redimensionamiento, en la restructuración de procesos centrales y en otras formas de reducir costos.

Estos enfoques conducen inevitablemente a un callejón sin salida. Llega un punto en que es imposible aplicar semejantes medidas sin causar daños graves al núcleo de la empresa. Insistir en el camino de bajar costos es arriesgar la pérdida de energía y visión institucionales.

Para C. K. Prahalad, quien junto con su colega Gary Hamel es un prestigioso maestro de estrategia empresarial, lo que interesa es la manera en que influyen los altos gerentes en el destino de las empresas. Y su mensaje es claro para cualquier organización de negocios: hay que abandonar el proceso de redimensionar que no da resultados, restituir el pensamiento estratégico a su lugar original en el diseño empresarial y, recién entonces, proceder a transformar un negocio.

En una entrevista que le hizo hace unos años Management Review, Prahalad sostuvo que “las empresas sometidas a una creciente competencia global entre los años ‘80 y la actualidad concentraron su atención en cerrar la brecha del rendimiento. Las empresas con bajo rendimiento debían preocuparse por la reingeniería y por redimensionar (que siempre se entendió como reducirse). Si eso es todo lo que hacen, sin embargo, no van a resolver su problema de rendimiento en el largo plazo. Cada vez son más los gerentes que admiten que tienen que ir más allá de la reestructuración. Nuestro mensaje es: ¿cómo se sigue?, ¿cómo sostiene una empresa su capacidad para crear riqueza?”

El gran problema, dice el prestigioso ensayista, es que las empresas están dando demasiada importancia a la reducción de tamaño. La razón es bastante evidente. El redimensionamiento (downsizing) –reducción de costos– es muy tangible, algo que se sabe hacer. Manejar el crecimiento de los ingresos requiere más imaginación. Necesita de un proceso en el que se identifiquen oportunidades nuevas y se planifiquen innovaciones. Aplicar una estrategia no quiere decir correr grandes riesgos, sino eliminar los riesgos de las grandes oportunidades. Eso es, ciertamente, un tipo de habilidad y talento distinto del que hace falta para simplemente redimensionar. Si se observan empresas que adoptaron el redimensionamiento desde hace siete u ocho años, se verá que están llegando a la conclusión de que hay límites para ese proceso.

Miguel Angel Diez

Sobre el autor

Es Director de la revista MERCADO. Egresado de la carrera de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata; profesor de esa carrera en varias universidades. Escribió 100 tendencias en marketing; Agenda empresarial del 2000 y 50 ideas en management.

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