Estados Unidos como marca

¿Puede un gobierno hacer marketing más allá de las diferencias culturales? Los estadounidenses exhiben un candor único cuando la realidad les pone frente a los ojos que algún país del “resto del mundo” no los quiere. Hoy ponen la mira en el Islam.

14 enero, 2001

En los últimos 50 años, la imagen ambivalente de los norteamericanos hacia fuera viene siendo una obsesión puertas adentro. En cierto modo, la faz menos grata para Washington tiene dos precedentes literarios: una novela muy bien escrita de Graham Greene (The Quiet American, 1955) y su respuesta, de menor calidad (TheUgly American, William Lederer y Eugene Burdick, 1958) pero hecha famosa vía Marlon Brando en la película homónima (1963).

Ambos textos tienen que ver con Vietnam. Ambos, explícita o implícitamente, remiten a Latinoamérica y dos claves: la ambivalente doctrina Monroe y la muy directa “política del garrote” (Theodore Roosevelt). James Monroe, en verdad, proclamó “América para los americanos” (*) cuando el gentilicio era común a Estados Unidos –aún no había deglutido Tejas, California y los restantes territorios entonces mexicanos- y los países de habla castellana. Al respecto, cabe recordar un dato: en el Imperio del Brasil no se usaba.

En cierto modo, Monroe tranquilizó a políticos y pensadores latinoamericanos aplicando la doctrina para impedir que Gran Bretaña ocupase puertos venezolanos en reclamo de una deuda. Pero los episodios que llevaron a la anexión de Tejas y a la guerra con México (1836-45) impusieron el lado negativo de la doctrina. Hizo falta que EE.UU. diera auxilio decisivo a los aztecas contra la ocupación francesa (1867/70) para suavizar las cosas.

Después, la cuestión de Panamá, la intervención en la guerra civil mexicana de 1910/20 y las reiteradas interferencias en Centroamérica (aplicaciones del big stick, redefinido como “patio trasero” por Milton Eisenhower, 1952). Por supuesto, salvo Filipinas –consecuencia de la guerra con España, 1898-, Washingtom recién se ocuparía de su imagen extracontinental tras la guerra de Corea (1950/3). El sudeste asiático creó a ese norteamericano tranquilo que pronto se haría bastante desagradable.

¿Qué clase de marca?

Mucha agua ha pasado bajo los puentes hasta que, ahora, la administración conservadora –con viejos ribetes aislacionistas- de George W.Bush nombra a Charlotte Beer subsecretaria de diplomacia pública. Imagen, en realidad. Esto ocurre en octubre de 2001 pero, en enero de 2002, se pone por decreto al cubano Otto Reich (hombre estilo big stick) a cargo de los asuntos latinoamericanos. La lectura política de esta nueva ambivalencia corre por cuenta del mundo publicitario, donde enseguida perciben que la “diplomacia pública” no mira al sur del río Bravo sino al resto del mundo. Más concretamente, a sociedades como la islámica, la hindú, la sinojaponesa, etcétera.

“¿Puede un gobierno hacer marketing más allá de diferencias culturales? ¿espera Washington que la marca América (*) funcione como las marcas Ford, GM, Coca-Cola, Microsoft o AOL?” La doble pregunta ha sido formulado por el analista publicitario Charles Pappas. Ahora bien, aun admitiendo la antigua asociación entre lo “norteamericano” o “estadounidense” e ideas como libertad, prosperidad y búsqueda de la felicidad, cabría ver qué recepción le da a la “marca EE.UU.” el “consumidor” musulmán, meta inmediata de la campaña de imagen (puesto que se origina en el problema de Al Qa’eda y Afganistán).

Por ahora, no se sabe si el Departamento de Estado –en cuya estructura opera Brees- tiene o busca marketineros con experiencia multicultural. También se ignora si ha mejorado su plantel de intérpretes y lingüistas, tradicionalmente proclive a creer que los musulmanes afganos hablan árabe o que las etnias afganas de lengua irania son shiitas, como sus vecinos persas, o que todos los pueblos que usan el alfabeto árabe emplean este idioma.

Gente escéptica

El problema puede llegar a ser muy complejo. Yuri Radiezvskiy, un ruso que preside GlobalWorks Group, consultora en materia de comercialización y marcas, define muy bien a sus colegas de este lado del Atlántico. “Cuando se trata de culturas distintas, la gente de marketing en EE.UU. busca diez principios prácticos y fáciles, tanto negativos como negativos: palabras, gestos, colores… Esto puede servirle a un turista, nunca a un marketinero que deba dirigirse a grandes públicos”.

Los propios directivos estadounidenses son escépticos respecto de la iniciativa oficial. Por ejemplo, Cliff Freeman (CEO de Freeman & Partners) no cree en enfoques de marketing para Afganistán y recomienda ver películas iraníes para “entender ciertas cosas”. Ellis Verdi, asesor neoyorquino, desecha esfuerzos teñidos de mensajes políticos (“se orientan a selectos círculos islámicos residentes en países occidentales”).

En un tono más ortodoxo, Fredric Kropp, profesor de comercialización en Monterrey (área tricultural donde conviven estadounidenses, mexicanos e indios) sostiene que la mejor publicidad es la que va de ida y vuelta. “Si se desea que el consumidor acepte una oferta, deben conocerse sus necesidades, actitudes y entornos sociales. Esto exige recursos y tiempo”. También requiere cubrir países menos remotos que Afganistán o Pakistán, estiman en la encuestadora de opinión Zogby International. Según uno de sus trabajos de campo, “en Beirut, 35% del público ve a Osama bin Laden como héroe y 31% cree que Israel estuvo secretamente detrás del ataque contra Maniatan. Saber que uno es el “buen muchacho” no alcanza para emprender una guerra de marketing e imagen”.

Fuera de esta iniciativa del gobierno federal, el concepto de “marca” ha sido ampliamente aplicado a la promoción de ciudades, estados, provincias y países enteros. Pero con objetivos ligados a turismo, cultura y exportaciones. En Latinoamérica, ha funcionado bien en muchos casos (Chile, Brasil, Mendoza, vinos, Córdoba, Uruguay) y no tanto en otros.

(*) En estos casos, cabe usar el término popular (norteamericano), porque “americano” confunde y “estadounidense” no se emplea en el habla cotidiana. En el contexto de la novela “ugly” corresponde más a desagradable que a feo.

…………………………………………………………………………………………………..
(material complementario)
¿Qué le pasó al “Americano desagradable”?
Hace unos 30 años, el título de la novela y la película era común para referirse a los funcionarios, agentes, banqueros, empresarios y –sobre todo- turistas estadounidenses en el exterior. Era una caricatura europea que exageraba rasgos reales: ignorancia, escaspo refinamiento, arrogancia, tendencia a hacer aspavientos, poca sensibilidad, exhibición de riqueza, mal gusto, etcétera.
Por cierto, hasta no hace mucho era fácil detectar norteamericanos en cualquier multitud de cualquier ciudad europea e, inclusive, los canadienses anglófonos marcaban la diferencia con sus primos meridionales. Pero, en los últimos tres lustros, el estereotipo norteamericano ha sido desalojado por otros. Algunos más antiguos (el alemán, el francés), otros tan modernos como el japonés, el escandinavo, el eslavo, el turco y el negro, aunque no todos en forma de turistas.

Lo interesante es que las dificultades para detectar norteamericanos radican en la tremenda difusión mundial de la cultura “pop” urbana originada en EE.UU., a su vez una síntesis de subculturas étnicamente disímiles. Justamente este “crisol de razas” (melting pot), es lo que singulariza desde mediados del siglo XIX la “marca América”, aunque muchos publicitarios no se den cuenta.
Obviamente, la exportación del “pop” tiene muchísimo que ver con productos y marcas de consumo masivo. Es imposible separar el jazz del bourbon (aunque un whisky de este tipo, Jack Daniel’s, haya sido apropiado por la música country), el rock de la Coca-Cola, el glamour de Hollywood o James Dean y Elvis Presley de ciertos coches de los 50. Para no citas prototipos sociales o estéticos como la beat generation, los hippies, los yippies y hasta los bobos. O la mismísima TV.

En los últimos 50 años, la imagen ambivalente de los norteamericanos hacia fuera viene siendo una obsesión puertas adentro. En cierto modo, la faz menos grata para Washington tiene dos precedentes literarios: una novela muy bien escrita de Graham Greene (The Quiet American, 1955) y su respuesta, de menor calidad (TheUgly American, William Lederer y Eugene Burdick, 1958) pero hecha famosa vía Marlon Brando en la película homónima (1963).

Ambos textos tienen que ver con Vietnam. Ambos, explícita o implícitamente, remiten a Latinoamérica y dos claves: la ambivalente doctrina Monroe y la muy directa “política del garrote” (Theodore Roosevelt). James Monroe, en verdad, proclamó “América para los americanos” (*) cuando el gentilicio era común a Estados Unidos –aún no había deglutido Tejas, California y los restantes territorios entonces mexicanos- y los países de habla castellana. Al respecto, cabe recordar un dato: en el Imperio del Brasil no se usaba.

En cierto modo, Monroe tranquilizó a políticos y pensadores latinoamericanos aplicando la doctrina para impedir que Gran Bretaña ocupase puertos venezolanos en reclamo de una deuda. Pero los episodios que llevaron a la anexión de Tejas y a la guerra con México (1836-45) impusieron el lado negativo de la doctrina. Hizo falta que EE.UU. diera auxilio decisivo a los aztecas contra la ocupación francesa (1867/70) para suavizar las cosas.

Después, la cuestión de Panamá, la intervención en la guerra civil mexicana de 1910/20 y las reiteradas interferencias en Centroamérica (aplicaciones del big stick, redefinido como “patio trasero” por Milton Eisenhower, 1952). Por supuesto, salvo Filipinas –consecuencia de la guerra con España, 1898-, Washingtom recién se ocuparía de su imagen extracontinental tras la guerra de Corea (1950/3). El sudeste asiático creó a ese norteamericano tranquilo que pronto se haría bastante desagradable.

¿Qué clase de marca?

Mucha agua ha pasado bajo los puentes hasta que, ahora, la administración conservadora –con viejos ribetes aislacionistas- de George W.Bush nombra a Charlotte Beer subsecretaria de diplomacia pública. Imagen, en realidad. Esto ocurre en octubre de 2001 pero, en enero de 2002, se pone por decreto al cubano Otto Reich (hombre estilo big stick) a cargo de los asuntos latinoamericanos. La lectura política de esta nueva ambivalencia corre por cuenta del mundo publicitario, donde enseguida perciben que la “diplomacia pública” no mira al sur del río Bravo sino al resto del mundo. Más concretamente, a sociedades como la islámica, la hindú, la sinojaponesa, etcétera.

“¿Puede un gobierno hacer marketing más allá de diferencias culturales? ¿espera Washington que la marca América (*) funcione como las marcas Ford, GM, Coca-Cola, Microsoft o AOL?” La doble pregunta ha sido formulado por el analista publicitario Charles Pappas. Ahora bien, aun admitiendo la antigua asociación entre lo “norteamericano” o “estadounidense” e ideas como libertad, prosperidad y búsqueda de la felicidad, cabría ver qué recepción le da a la “marca EE.UU.” el “consumidor” musulmán, meta inmediata de la campaña de imagen (puesto que se origina en el problema de Al Qa’eda y Afganistán).

Por ahora, no se sabe si el Departamento de Estado –en cuya estructura opera Brees- tiene o busca marketineros con experiencia multicultural. También se ignora si ha mejorado su plantel de intérpretes y lingüistas, tradicionalmente proclive a creer que los musulmanes afganos hablan árabe o que las etnias afganas de lengua irania son shiitas, como sus vecinos persas, o que todos los pueblos que usan el alfabeto árabe emplean este idioma.

Gente escéptica

El problema puede llegar a ser muy complejo. Yuri Radiezvskiy, un ruso que preside GlobalWorks Group, consultora en materia de comercialización y marcas, define muy bien a sus colegas de este lado del Atlántico. “Cuando se trata de culturas distintas, la gente de marketing en EE.UU. busca diez principios prácticos y fáciles, tanto negativos como negativos: palabras, gestos, colores… Esto puede servirle a un turista, nunca a un marketinero que deba dirigirse a grandes públicos”.

Los propios directivos estadounidenses son escépticos respecto de la iniciativa oficial. Por ejemplo, Cliff Freeman (CEO de Freeman & Partners) no cree en enfoques de marketing para Afganistán y recomienda ver películas iraníes para “entender ciertas cosas”. Ellis Verdi, asesor neoyorquino, desecha esfuerzos teñidos de mensajes políticos (“se orientan a selectos círculos islámicos residentes en países occidentales”).

En un tono más ortodoxo, Fredric Kropp, profesor de comercialización en Monterrey (área tricultural donde conviven estadounidenses, mexicanos e indios) sostiene que la mejor publicidad es la que va de ida y vuelta. “Si se desea que el consumidor acepte una oferta, deben conocerse sus necesidades, actitudes y entornos sociales. Esto exige recursos y tiempo”. También requiere cubrir países menos remotos que Afganistán o Pakistán, estiman en la encuestadora de opinión Zogby International. Según uno de sus trabajos de campo, “en Beirut, 35% del público ve a Osama bin Laden como héroe y 31% cree que Israel estuvo secretamente detrás del ataque contra Maniatan. Saber que uno es el “buen muchacho” no alcanza para emprender una guerra de marketing e imagen”.

Fuera de esta iniciativa del gobierno federal, el concepto de “marca” ha sido ampliamente aplicado a la promoción de ciudades, estados, provincias y países enteros. Pero con objetivos ligados a turismo, cultura y exportaciones. En Latinoamérica, ha funcionado bien en muchos casos (Chile, Brasil, Mendoza, vinos, Córdoba, Uruguay) y no tanto en otros.

(*) En estos casos, cabe usar el término popular (norteamericano), porque “americano” confunde y “estadounidense” no se emplea en el habla cotidiana. En el contexto de la novela “ugly” corresponde más a desagradable que a feo.

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(material complementario)
¿Qué le pasó al “Americano desagradable”?
Hace unos 30 años, el título de la novela y la película era común para referirse a los funcionarios, agentes, banqueros, empresarios y –sobre todo- turistas estadounidenses en el exterior. Era una caricatura europea que exageraba rasgos reales: ignorancia, escaspo refinamiento, arrogancia, tendencia a hacer aspavientos, poca sensibilidad, exhibición de riqueza, mal gusto, etcétera.
Por cierto, hasta no hace mucho era fácil detectar norteamericanos en cualquier multitud de cualquier ciudad europea e, inclusive, los canadienses anglófonos marcaban la diferencia con sus primos meridionales. Pero, en los últimos tres lustros, el estereotipo norteamericano ha sido desalojado por otros. Algunos más antiguos (el alemán, el francés), otros tan modernos como el japonés, el escandinavo, el eslavo, el turco y el negro, aunque no todos en forma de turistas.

Lo interesante es que las dificultades para detectar norteamericanos radican en la tremenda difusión mundial de la cultura “pop” urbana originada en EE.UU., a su vez una síntesis de subculturas étnicamente disímiles. Justamente este “crisol de razas” (melting pot), es lo que singulariza desde mediados del siglo XIX la “marca América”, aunque muchos publicitarios no se den cuenta.
Obviamente, la exportación del “pop” tiene muchísimo que ver con productos y marcas de consumo masivo. Es imposible separar el jazz del bourbon (aunque un whisky de este tipo, Jack Daniel’s, haya sido apropiado por la música country), el rock de la Coca-Cola, el glamour de Hollywood o James Dean y Elvis Presley de ciertos coches de los 50. Para no citas prototipos sociales o estéticos como la beat generation, los hippies, los yippies y hasta los bobos. O la mismísima TV.

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