En el 2002 sigue siendo difícil ser empresaria y a la vez mujer

Según Fast Company, en el último quinquenio se amplió la brecha salarial en cargos ejecutivos entre ambos sexos; hasta ahora no hay ninguna mujer involucrada en los últimos escándalos y los hombres le temen a la franqueza femenina.

24 julio, 2002

Una de cada cuatro mujeres que trabajan gana más que su esposo. Las mujeres controlan casi 80% del gasto doméstico y representan 47% de los inversores en Estados Unidos. Las mujeres compran 81% de todos los productos y servicios, más 75% de los medicamentos en escala minorista. 40% de quienes viajan por negocios son mujeres y 85% de las compras automotrices son influidas por mujeres.

Sin embargo, en el ámbito de los sueldos ejecutivos, la brecha entre remuneraciones masculinas y femeninas, durante el próspero quinquenio 1996-2000, siguió ensanchándose en perjuicio de ellas. En cualquier telco, por ejemplo, una mujer ganaba 73% de lo que ganaba un colega masculino. Cinco años antes, la proporción era 86%. En 2001, apenas 4% de los ejecutivos mejor pagados –según Fortune– eran mujeres. Por otra parte, el año pasado ellas cubrían apenas 7,3% de los cargos gerenciales y superiores.

Un detalle importante. La actual ola de escándalos corporativos no salpica, por el momento, a ninguna ejecutiva relevante. Por el contrario, algunos casos han sido detectados o denunciados por contadoras.

Por ende, hay tres verdades de a puño que, visto lo anterior, definen el papel de las mujeres en las empresas, versión 2002.

1. Los hombres conciben sólo tres papeles: geisha, bruja o marimacho.

Como les ocurría a los judíos de Occidente durante los siglos XVIII y XIX, para progresar, una mujer debe “asimilarse”. O sea, aprender a comportarse como un varón, según la imagen que Business Week le fabricó a Carleton Fiorina, polémica CEO de Hewlett-Packard (traje sastre gris-gris y cara de mala inclusive). No parece una perspectiva seductora.

Los papeles alternativos no son mejores. La geisha consigue trabajo y ascensos por sus buenas piernas y otros rasgos que la convierten en un adorno para el despacho del directivo. Le dicen cosas bonitas, tratan de seducirla y acaban trivializándola. En el otro extremo, las mujeres de carácter pasan a la categoría de brujas o h.de p. (el inglés bitch tiene ambas acepciones, amén de perra). A tal punto que, en Silicon Valley, hay programas orientados a “minas mandonas” (bully broads), con el objeto de “reeducarlas”.

2. Una mujer no puede tenerlo todo

Si hombres y mujeres fuesen realmente iguales en el trabajo, tendrían similares expectativas en cuanto lo que pueden o no lograr. Pero no ocurre así. Por de pronto, entre los graduados terciarios norteamericanos, se casan menos mujeres que varones y, aun casadas, éstas tienen menos hijos que el resto. En Wall Street, 66% de los graduados están casados, contra sólo 55% de las graduadas.

En el plano personal, las mujeres con familia acaban descubriendo que deben elegir entre el hogar, el círculo de amistades o las aficiones y los objetivos laborales o profesionales. Pero, cada vez que optan por éstos, tienen problemas de salud o ánimo. Sobre todo si hay hijos pequeños. Dicho de otro modo, las mujeres siempre deben renunciar a algo porque, en hogares de dos ingresos, a ellas les tocan la crianza de los chicos y las tareas de la casa. Aunque puedan darse el lujo de niñeras, baby sitters, mucamas, etc.

3. Nueva misión: cambiar las reglas del juego

Sin duda, los dos puntos anteriores ofrecen un cuadro, más próximo al siglo XIX que al XXI, que demanda cambiar las reglas de juego. Pero con honestidad. Empezando por el entorno corporativo.

No hace mucho, en una firma tecnológica, hubo una larga reunión de planeamiento, en cuyo curso todo el mundo le decía a la única ejecutiva presente: “no le cuentes tal o cual cosa a la CEO”. Al fin, ella preguntó por qué. “Porque es demasiado franca”. En otras palabras, los hombres tenían miedo no sólo de decirle cosas a la CEO sino, más aun, de que la CEO se las revelase al personal de línea.

Esos hombres sabían o intuían hasta qué punto la verdad es poderosa. De ahí que, si las mujeres optan por cuestionar las reglas de juego, deban hacerlo con franqueza. En general, los expertos en gestión y organización de empresas coinciden en que las ejecutivas suelen ser más abiertas y directas que sus colegas varones (el caso Fiorina ilustra el punto a la perfección).

En los niveles de conducción y decisión, la tendencia masculina a no decir las cosas claramente puede paralizar esfuerzos y proyectos. Pero ocurre que la renuencia a decirse mutuamente la verdad o a opinar sin ambages guarda relación con un rasgo machista: la aversión a un conflicto de donde uno salga perdedor. Entonces, se opta por eludir al adversario perdiéndose en sordas, interminables pujas internas. Exactamente sobre esta falla pueden operar las mujeres que traten de ir cambiando las reglas del juego.

Una de cada cuatro mujeres que trabajan gana más que su esposo. Las mujeres controlan casi 80% del gasto doméstico y representan 47% de los inversores en Estados Unidos. Las mujeres compran 81% de todos los productos y servicios, más 75% de los medicamentos en escala minorista. 40% de quienes viajan por negocios son mujeres y 85% de las compras automotrices son influidas por mujeres.

Sin embargo, en el ámbito de los sueldos ejecutivos, la brecha entre remuneraciones masculinas y femeninas, durante el próspero quinquenio 1996-2000, siguió ensanchándose en perjuicio de ellas. En cualquier telco, por ejemplo, una mujer ganaba 73% de lo que ganaba un colega masculino. Cinco años antes, la proporción era 86%. En 2001, apenas 4% de los ejecutivos mejor pagados –según Fortune– eran mujeres. Por otra parte, el año pasado ellas cubrían apenas 7,3% de los cargos gerenciales y superiores.

Un detalle importante. La actual ola de escándalos corporativos no salpica, por el momento, a ninguna ejecutiva relevante. Por el contrario, algunos casos han sido detectados o denunciados por contadoras.

Por ende, hay tres verdades de a puño que, visto lo anterior, definen el papel de las mujeres en las empresas, versión 2002.

1. Los hombres conciben sólo tres papeles: geisha, bruja o marimacho.

Como les ocurría a los judíos de Occidente durante los siglos XVIII y XIX, para progresar, una mujer debe “asimilarse”. O sea, aprender a comportarse como un varón, según la imagen que Business Week le fabricó a Carleton Fiorina, polémica CEO de Hewlett-Packard (traje sastre gris-gris y cara de mala inclusive). No parece una perspectiva seductora.

Los papeles alternativos no son mejores. La geisha consigue trabajo y ascensos por sus buenas piernas y otros rasgos que la convierten en un adorno para el despacho del directivo. Le dicen cosas bonitas, tratan de seducirla y acaban trivializándola. En el otro extremo, las mujeres de carácter pasan a la categoría de brujas o h.de p. (el inglés bitch tiene ambas acepciones, amén de perra). A tal punto que, en Silicon Valley, hay programas orientados a “minas mandonas” (bully broads), con el objeto de “reeducarlas”.

2. Una mujer no puede tenerlo todo

Si hombres y mujeres fuesen realmente iguales en el trabajo, tendrían similares expectativas en cuanto lo que pueden o no lograr. Pero no ocurre así. Por de pronto, entre los graduados terciarios norteamericanos, se casan menos mujeres que varones y, aun casadas, éstas tienen menos hijos que el resto. En Wall Street, 66% de los graduados están casados, contra sólo 55% de las graduadas.

En el plano personal, las mujeres con familia acaban descubriendo que deben elegir entre el hogar, el círculo de amistades o las aficiones y los objetivos laborales o profesionales. Pero, cada vez que optan por éstos, tienen problemas de salud o ánimo. Sobre todo si hay hijos pequeños. Dicho de otro modo, las mujeres siempre deben renunciar a algo porque, en hogares de dos ingresos, a ellas les tocan la crianza de los chicos y las tareas de la casa. Aunque puedan darse el lujo de niñeras, baby sitters, mucamas, etc.

3. Nueva misión: cambiar las reglas del juego

Sin duda, los dos puntos anteriores ofrecen un cuadro, más próximo al siglo XIX que al XXI, que demanda cambiar las reglas de juego. Pero con honestidad. Empezando por el entorno corporativo.

No hace mucho, en una firma tecnológica, hubo una larga reunión de planeamiento, en cuyo curso todo el mundo le decía a la única ejecutiva presente: “no le cuentes tal o cual cosa a la CEO”. Al fin, ella preguntó por qué. “Porque es demasiado franca”. En otras palabras, los hombres tenían miedo no sólo de decirle cosas a la CEO sino, más aun, de que la CEO se las revelase al personal de línea.

Esos hombres sabían o intuían hasta qué punto la verdad es poderosa. De ahí que, si las mujeres optan por cuestionar las reglas de juego, deban hacerlo con franqueza. En general, los expertos en gestión y organización de empresas coinciden en que las ejecutivas suelen ser más abiertas y directas que sus colegas varones (el caso Fiorina ilustra el punto a la perfección).

En los niveles de conducción y decisión, la tendencia masculina a no decir las cosas claramente puede paralizar esfuerzos y proyectos. Pero ocurre que la renuencia a decirse mutuamente la verdad o a opinar sin ambages guarda relación con un rasgo machista: la aversión a un conflicto de donde uno salga perdedor. Entonces, se opta por eludir al adversario perdiéndose en sordas, interminables pujas internas. Exactamente sobre esta falla pueden operar las mujeres que traten de ir cambiando las reglas del juego.

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