El silencio de los corderos

Con la desaparición de la convertibilidad los consumidores estamos padeciendo por lo menos dos males a la vez. El aumento de los precios, y la espera a que el comerciante “encuentre” cuál es el precio que tiene que darnos.

13 junio, 2002

Los comercios medianos y chicos han vuelto a echar mano de la lista de precios como un recurso para actualizarse permanentemente y no quedarse “rezagados” con respecto al nivel de inflación.

Para la experiencia cotidiana de la compra, eso significa que ahora existe un paso más: el vendedor debe recorrer la larguísima lista de los productos que tiene a la venta, encontrar el que queremos llevar, buscar que coincida el tamaño, el tipo, la marca, el modelo, antes de estar en condiciones de decirnos cuánto cuesta.

Si se trata, por ejemplo, de un simple yogur, tendrá que buscar primero la marca, luego el tamaño, después si es en frasco, cartón o sachet, y finalmente, tal vez, hasta la variedad de sabor.

Los que tenemos más de 25 años recordamos los padecimientos de otras épocas inflacionarias.

Sin embargo, ahora hay una diferencia a nuestro favor. Durante los últimos años aprendimos que como consumidores tenemos derechos y aprendimos también a hacerlos valer.

Hoy ya no somos un rebaño de ovejitas dispuestas a esperar con paciencia a que la persona que nos va a hacer pagar por lo que queremos llevar, nos tenga esperando durante interminables minutos hasta que finalmente dé con el precio del producto tiene para la venta.

El arma que tenemos a nuestra disposición es sencilla: retirarnos. Sin enojarnos, sin pelear, sin protestar. Simplemente retirarnos y demostrar con nuestra actitud que el tiempo es un bien casi equivalente al dinero. Si esperamos mansamente, estaremos aceptando dos aumentos simultáneos, de dinero y de tiempo.

Hoy los consumidores sabemos que tenemos poder. Ese poder puede traducirse, por ejemplo, en tomar la decisión de cambiar de idea a mitad de la transacción y abandonar al vendedor con la lista de precios en una mano, el producto en la otra y la calculadora sobre el mostrador.

Los comercios medianos y chicos han vuelto a echar mano de la lista de precios como un recurso para actualizarse permanentemente y no quedarse “rezagados” con respecto al nivel de inflación.

Para la experiencia cotidiana de la compra, eso significa que ahora existe un paso más: el vendedor debe recorrer la larguísima lista de los productos que tiene a la venta, encontrar el que queremos llevar, buscar que coincida el tamaño, el tipo, la marca, el modelo, antes de estar en condiciones de decirnos cuánto cuesta.

Si se trata, por ejemplo, de un simple yogur, tendrá que buscar primero la marca, luego el tamaño, después si es en frasco, cartón o sachet, y finalmente, tal vez, hasta la variedad de sabor.

Los que tenemos más de 25 años recordamos los padecimientos de otras épocas inflacionarias.

Sin embargo, ahora hay una diferencia a nuestro favor. Durante los últimos años aprendimos que como consumidores tenemos derechos y aprendimos también a hacerlos valer.

Hoy ya no somos un rebaño de ovejitas dispuestas a esperar con paciencia a que la persona que nos va a hacer pagar por lo que queremos llevar, nos tenga esperando durante interminables minutos hasta que finalmente dé con el precio del producto tiene para la venta.

El arma que tenemos a nuestra disposición es sencilla: retirarnos. Sin enojarnos, sin pelear, sin protestar. Simplemente retirarnos y demostrar con nuestra actitud que el tiempo es un bien casi equivalente al dinero. Si esperamos mansamente, estaremos aceptando dos aumentos simultáneos, de dinero y de tiempo.

Hoy los consumidores sabemos que tenemos poder. Ese poder puede traducirse, por ejemplo, en tomar la decisión de cambiar de idea a mitad de la transacción y abandonar al vendedor con la lista de precios en una mano, el producto en la otra y la calculadora sobre el mostrador.

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