Aunque el mayor número de personas hambrientas está en Asia (379 millones en 2019), la mayor prevalencia de subnutrición está en África subsahariana, donde el 22 % de las personas no pueden satisfacer sus necesidades alimentarias básicas.
La desnutrición tiene su origen en diversas causas. El cambio climático es una de ellas debido a que afecta al rendimiento agrícola según el cultivo y la región. El aumento de las temperaturas globales ha provocado una reducción de la productividad agrícola de un 21 % desde 1961, en comparación con un escenario sin cambio climático. Esto ha supuesto una considerable reducción de la producción mundial de alimentos básicos como el arroz y el trigo.
La relación entre producción alimentaria y cambio climático también se da de forma inversa. La intensificación agrícola genera un daño ambiental serio. Algunas de sus manifestaciones son la deforestación de las tierras de pastoreo, la contaminación por pesticidas y la liberación de gases de efecto invernadero. Asimismo, la agricultura genera entre el 19 % y el 29 % del total de emisiones de gases de efecto invernadero.
Las previsiones no son optimistas. Si se mantiene el ritmo de crecimiento actual de las emisiones de gases de efecto invernadero no parece viable limitar el aumento de temperatura según lo acordado en el Tratado de París. Esto sería nefasto para la seguridad alimentaria mundial pues pondría en riesgo un tercio de la producción mundial de alimentos por las alteraciones derivadas del aumento de las temperaturas, los cambios en los patrones de lluvia, la desertificación, la escasez hídrica, etcétera. Además, esto afectaría principalmente al sur y sureste de Asia y África, donde la magnitud del hambre es mayor.
¿Seguridad alimentaria?
La causa del hambre no está en que falten alimentos en el mundo. De hecho, según FAOSTAT, ha crecido la producción de alimentos per cápita a nivel mundial. El hambre es el resultado de los problemas estructurales del sistema mundial de alimentación, ya sea en la producción, la transformación, la distribución o las pautas de consumo. Por tanto, la lucha contra el hambre se ha de abordar de manera global.
Podemos destacar tres perspectivas complementarias para avanzar en la eliminación de los problemas alimentarios: El derecho a la alimentación, la soberanía alimentaria y la seguridad alimentaria. Nos centraremos en este último.
La seguridad alimentaria se apoya en 4 pilares, todos vulnerables al cambio climático: la disponibilidad de alimentos, la accesibilidad de los alimentos, la estabilidad de la oferta alimentaria y el uso nutricional de los alimentos.
- Disponibilidad de alimentos.
La disponibilidad de alimentos depende de los niveles de producción de alimentos y el acceso al agua. La productividad agrícola se ve afectada negativamente por el cambio climático, esencialmente en países menos adelantados donde la innovación y la tecnología son más precarias. Por lo tanto, los y las agricultoras más vulnerables son más dependientes del devenir climático.
Además, los problemas con el agua también afectan negativamente a la producción agrícola. Nuevamente los grupos más afectados están en las regiones menos desarrolladas, donde las infraestructuras de canalización, acopio y depuración son más precarias.
A los efectos del cambio climático hay que sumar los de la pandemia de la covid-19. Los meses de confinamiento domiciliario supusieron importantes problemas en la disponibilidad de alimentos.
- Acceso a los alimentos.
En segundo lugar, la seguridad alimentaria descansa en el acceso a los alimentos, es decir, en la capacidad de las familias para adquirir alimentos en cantidad y calidad suficientes. El precio es determinante ya que condiciona la capacidad de compra de las familias, esencialmente las más vulnerables. En muchas ocasiones, las abruptas subidas del precio de los alimentos están íntimamente ligadas a episodios climáticos extremos.
Además, la covid-19 ha incrementado las dificultades de acceso a los alimentos por dos causas:
- La reducción de los ingresos de las familias que perdieron su empleo.
- El incremento de los precios de ciertos alimentos, como consecuencia de los problemas en la cadena de suministro de los alimentos.
- La estabilidad de la oferta.
En tercer lugar, la seguridad alimentaria depende de la estabilidad de la oferta de alimentos a lo largo del año. Dicho con otras palabras, no se puede comer un mes y ayunar once. La oferta de alimentos puede ser inestable en el tiempo como consecuencia de la variabilidad del clima y la creciente frecuencia y severidad de los fenómenos climáticos extremos. Esto incrementa la volatilidad de los precios. De nuevo, el confinamiento afectó al abastecimiento de alimentos tanto en zonas periféricas como en áreas densamente pobladas.
- Uso nutricional de los alimentos.
El cuarto pilar de la seguridad alimentaria descansa en el buen uso de los alimentos. Los cambios en la temperatura media global y las sequías o lluvias torrenciales precipitan las enfermedades y las plagas. Esto afecta directamente a la calidad de los alimentos y aumenta los riesgos de malnutrición. Además, la pandemia ha tenido efectos perversos en este pilar. Se ha incrementado el consumo de alimentos no saludables por apatía, por contar con menor renta, por la desaparición de los programas de comedores escolares, etc.
El hambre persiste y el cambio climático lo ha agravado, pese a los avances y las innovaciones tecnológicas.
El ODS 2, Hambre Cero de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible aborda la necesidad de eliminar el hambre, asegurando el acceso a una alimentación sana, nutritiva y suficiente durante todo el año. Además, las personas más pobres y vulnerables (lactantes, adolescentes, mujeres embarazadas y personas mayores) están en el centro de las preocupaciones.
El sistema agroalimentario tiene que ser transformado. La mejora en la productividad agrícola debe ir acompañada de la reducción del impacto ambiental. Las prácticas agrícolas deben ser resilientes al cambio climático y a situaciones críticas, como la pandemia de la covid-19.
En los últimos años, las innovaciones agrícolas se han incrementado, sobre todo a través de las tecnologías digitales. Esta agricultura “más inteligente” contribuye a la mejora de la producción. Pero también conlleva riesgos de exclusión para quien no puede sumarse a la senda de la innovación. Por tanto, es imprescindible apostar por la inversión en capital humano.
Finalmente, otro elemento crucial es la reducción de los residuos alimentarios y el control de la pérdida de alimentos. Estos problemas son objeto de la Agenda 2030 a través de la Meta 12.3 sobre Producción y Consumo Sostenible.
Como ya expusimos en nuestro artículo Hambre, cambio climático y covid-19, las implicaciones de estos cambios son múltiples. La innovación tecnológica es importante pero no es suficiente. Transformaciones en los hábitos de consumo y las dietas alimentarias y la incorporación de los principios de economía circular en la agricultura son inaplazables.
(*) Ángeles Sánchez Díez es del Dpto. Estructura Económica y Economía del Desarrollo. Coordinadora del Grupo de Estudio de las Transformaciones de la Economía Mundial (GETEM), Universidad Autónoma de Madrid; y Gemma Durán Romero es Profesora de Estructura Económica y Economía del Desarrollo. Investigadora adscrita al Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI), Universidad Autónoma de Madrid