jueves, 21 de noviembre de 2024

Elecciones en Francia con una profunda crisis política

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A dos meses de las primeras elecciones presidenciales de 2022, los candidatos de los principales partidos hacen campaña.

El propio presidente de la República, que no ha confirmado su candidatura, multiplica sus intervenciones públicas.

Por Mathias Bernard (*)

Sin embargo, la situación política sigue siendo mucho más confusa que en las elecciones anteriores. Los comicios de 2017 fueron atípicos, ya que permitieron la victoria de un candidato que no pertenecía a ninguno de los principales partidos que se habían repartido el poder desde la década de 1960.

Las próximas elecciones se desarrollan también en un contexto inusual, marcado por la fragmentación de la oferta política, una persistente crisis política estructural y las incertidumbres ligadas a la pandemia.

Las elecciones presidenciales de 2017 marcaron una importante ruptura en la historia electoral de la Quinta República, conformada hasta entonces por la división izquierda-derecha.

Por tercera vez en diez elecciones de este tipo, la segunda vuelta no enfrentó a un candidato de la derecha con un representante de la izquierda socialista. Las dos anteriores tuvieron lugar en 1969 (con una segunda vuelta que enfrentó al centrista Alain Poher con el gaullista Georges Pompidou) y en 2002 (donde Jacques Chirac defendió la República frente a Jean-Marie Le Pen).

Los dos grandes partidos de gobierno, el Partido Socialista (PS) y la Unión por un Movimiento Popular (UMP), se encontraron marginados debido a la fragmentación de una oferta política en la que eran más atractivas las nuevas propuestas (Emmanuel Macron) y los discursos de protesta (Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon).

Esta fragmentación explica que, por primera vez desde 2002, ninguno de los dos candidatos presentes superase el 25 % de los votos en la primera vuelta. El debilitamiento de los grandes partidos que habían estructurado la vida política francesa desde los años ochenta favoreció la victoria de una nueva mayoría, formada en torno al nuevo presidente Emmanuel Macron, en las elecciones legislativas que siguieron.

Algunos observadores podrían haber pensado entonces que el panorama político se reorganizaría en torno a esta mayoría “de la derecha y de la izquierda”.

Una oferta política aún más fragmentada

Cinco años después, podemos comprobar que no es así y que la oferta política se ha fragmentado aún más. Durante su mandato, Macron no ha conseguido ampliar su base electoral, que sigue estando entre el 20 y el 25 % de los votos. En las elecciones europeas de junio de 2019, la coalición que lo apoyaba obtuvo el 22,5 %; y en diciembre de 2021, los sondeos le atribuyeron una media del 24 % de la intención de voto. Simplemente, ha consolidado su electorado, posicionándolo más hacia el centro-derecha, liberando potencialmente un espacio en la izquierda que ahora nadie está en condiciones de ocupar.

La izquierda no ha conseguido superar las divisiones en sus organizaciones. Incluso la izquierda contestataria, que se unió en torno a Jean-Luc Mélenchon en 2012 y 2017, presenta ahora dos candidatos, uno de Francia Insumisa y otro del Partido Comunista. Y si la derecha gubernamental consigue presentar un único candidato (con Valérie Pécresse), como ocurrió en las tres elecciones anteriores (con Nicolas Sarkozy y François Fillon), la extrema derecha está, por primera vez desde 2002 (con la candidatura de Brunot Mégret), representada por dos candidatos, Marine Le Pen y Eric Zemmour.

Al igual que en 2017 o 2002, esta dispersión de candidatos hace que el resultado de las elecciones sea más incierto, ya que el umbral para acceder a la segunda vuelta se reduce.

Si el presidente en funciones está solo en el espacio político que reclama, en el centro, su posición es más incómoda que la de sus predecesores que se presentaron a la reelección (Nicolas Sarkozy en 2012, Jacques Chirac en 2002, François Mitterrand en 1988 o incluso Valéry Giscard d’Estaing en 1981). Tiene que soportar los ataques de las fuerzas políticas de izquierda y derecha. Su condición de favorito, que le otorgaban las encuestas de otoño de 2021, sigue siendo, por tanto, muy frágil.

Una crisis persistente

Esta fragmentación de la oferta política es uno de los síntomas de un mal más profundo que corroe la democracia francesa desde los años 80: la crisis de representación política. Los franceses se han alejado progresivamente de la vida política tal y como se organizaba desde el siglo XIX, en torno a los partidos de masas y las elecciones por sufragio universal.

Los activistas son cada vez más escasos, al igual que los votantes. Según un informe de la Fundación para la Innovación Política enviado en noviembre de 2021 al presidente de la Asamblea Nacional, la abstención aumenta en cada elección, aunque afecte menos a las presidenciales (en 1981, fue del 19 % en la primera vuelta; en 2017, del 21 %) que a las municipales (21 % en 1983, 36 % en 2014) o, incluso, a las legislativas (29 % en 1981, 51 % en 2017).

Varios factores explican esta crisis: la decepción de la opinión pública ante el fracaso de las alternancias que se han producido desde 1981; los affaires que han afectado a la imagen de los políticos, de los que se sospecha, en el mejor de los casos, que no cumplen sus promesas y, en el peor, que son corruptos; y el advenimiento de una sociedad individualista que prefiere los compromisos individuales y puntuales a la movilización colectiva.

 El pueblo frente a las élites

La elección de Emmanuel Macron en 2017 fue una consecuencia de esta crisis de la representación política tradicional. Parecía ser un candidato nuevo, un extraño al “sistema” –especialmente al sistema de partidos– y un maestro de la disrupción que suplantó a los partidarios de lo que entonces se llamaba significativamente el “viejo mundo”. Pero su incapacidad para reestructurar la oferta, el discurso y las prácticas políticas de forma sostenible ha reforzado aún más la sensación de crisis. La brecha entre el pueblo y las élites consideradas arrogantes y desconectadas de las realidades de los franceses es cada vez mayor. Y Emmanuel Macron es visto, con razón, como el arquetipo de esta élite.

Al igual que sus predecesores, el presidente y los miembros del Gobierno se han enfrentado a la impopularidad: una vez pasadas las primeras semanas de su mandato, muy raramente obtienen más del 40 % de opiniones favorables.

El descontento que recorre la sociedad francesa se ha reflejado también en una sucesión de movimientos sociales que expresan a la vez el rechazo a la mediación política tradicional, la exasperación por las decisiones políticas que se consideran desconectadas de las expectativas de los franceses y, a veces, incluso la tentación de recurrir a la violencia.

En 2016, François Hollande tuvo que enfrentarse al movimiento nuit debout y a movilizaciones callejeras contra su ley del trabajo. En noviembre-diciembre de 2018, su sucesor se enfrentó al movimiento de los chalecos amarillos, que puso de manifiesto la fractura entre el poder político y los habitantes de territorios periurbanos acechados por el abandono.

Estas protestas llevaron a Macron a restablecer el contacto directo con los franceses y a fomentar una nueva forma de participación ciudadana organizando un gran debate nacional en el primer semestre de 2019. Pero la iniciativa no obtuvo ningún resultado político real y no continuó.

La abstención en las próximas elecciones

El estallido de una pandemia no ha frenado la crisis política francesa, aunque, a largo plazo, haya contribuido a reforzar la legitimidad del Ejecutivo. En el otoño de 2021, los movimientos que se oponen al pasaporte sanitario tomaron prestado parte del discurso y estrategia de movilización de los chalecos amarillos.

Los comicios durante este particular período fueron afectados por una abstención sin precedentes: más del 55 % para las elecciones municipales de marzo-junio de 2020 y más del 66 % para las elecciones regionales y departamentales de junio de 2021.

El nivel de abstención es una de las claves de las próximas elecciones presidenciales, que tendrán lugar en el mismo contexto de crisis sanitaria, en el que es más difícil movilizar directamente a activistas y votantes.

El aumento de las tensiones en la sociedad francesa es, pues, uno de los elementos clave en el contexto de las elecciones presidenciales de 2022. Durante los primeros meses de campaña, esta crisis se refleja tanto en la multiplicación de candidatos que pretenden rechazar “el sistema” (Eric Zemmour, Arnaud Montebourg) como en la omnipresencia de los temas sobre identidad nacional en los debates públicos.

Pero la renovación de las ideas y las prácticas, condición indispensable para la reconciliación de una mayoría de franceses con la política, sigue siendo inexistente a día de hoy.

(*) Historien, Université Clermont Auvergne (UCA)

 

 

 

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