Por Guillermo García Díaz-Ambrona (*)
Este récord histórico –la cifra equivale a dos veces y medio el PIB español y un 20 % del PIB chino– puede explicarse por los efectos de la pandemia y, sobre todo, por la política de covid cero llevada a cabo por el Gobierno de Pekín hasta diciembre de 2022.
Pese a la aparente vuelta a la normalidad, son agua pasada las tasas de crecimiento promedio de casi el 10 % anual que mantuvo de 1980 a 2010. Ahora, con unas tasas de crecimiento en torno al 5 %, una desglobalización en ciernes y un entorno geopolítico más complejo e incierto, China ha puesto sus esperanzas en que sus ciudadanos, nadando en grandes reservas de liquidez, se lancen a un frenesí de consumo. Esto serviría para dinamizar la economía del gigante asiático y tendría reverberaciones positivas para el conjunto de la economía mundial.
Una situación anómala
El reto, sin embargo, no es minúsculo. ¿Cómo incentivar el gasto de los hogares chinos, cuando su tasa de ahorro ha sido consistentemente muy superior a la habitual en la mayoría de las grandes economías? Desde 2010, las familias chinas han destinado al ahorro un porcentaje de su renta disponible neta entre 5 y 7 veces superior a la media de una familia de la UE.
Esta anomalía desafía las teorías económicas dominantes. Si bien las altas tasas de ahorro son habituales en procesos de desarrollo acelerados, el nivel de ahorro en China es superior al del resto de países emergentes de Asia. Pero, sobre todo, y tras décadas de un crecimiento exponencial de la renta disponible de las familias, es mucho más elevado de lo que se correspondería con su nivel de desarrollo y estructura demográfica.
Esta situación es especialmente significativa en un país en el que la clase media superó en 2018 el 50 % de la población.
Frugalidad y ahorro confucianos
Es una realidad que los factores culturales influyen en el comportamiento de ahorro y gasto de las familias. Los estudios comparativos transculturales, que surgen en la segunda mitad del siglo XX, destacan determinados sesgos conductuales dentro de la esfera cultural confuciana o sínica.
Los países influidos por la cultura sínica –cuya impronta en Asia Oriental es comparable a la latina en Europa– manifiestan una excepcional orientación hacia el largo plazo. De ahí que sean sociedades propensas al ahorro y a la perseverancia. China destaca con una puntuación de 87 en una escala de 0 a 100.
En cambio los países de Europa continental tienen una orientación media al largo plazo (España, 48), mientras que en los países anglosajones la orientación preponderante es al corto plazo (EE. UU., 26).
También hay fuertes disparidades en el eje contención–indulgencia: los países de Asia Oriental (China, Japón, las dos Coreas y los territorios de Taiwán, Singapur y Hong Kong), muestran una mayor tendencia a controlar los impulsos naturales, lo que en Occidente asociamos con el disfrute de la vida.
Y, respecto a los conceptos colectivismo e individualismo, la cultura confuciana se asocia nítidamente con altos niveles de colectivismo, frente al individualismo medio en Europa continental, y de nuevo extraordinariamente elevado en los países anglosajones.
Así, la mayor orientación a largo plazo, la mayor frugalidad y el mayor sentido de solidaridad hacia allegados y amigos cercanos de la cultura sínica configura un sesgo cultural muy fuerte hacia el esfuerzo, la diligencia y el ahorro en los hogares chinos.
La trampa de los países de ingresos medios
El modelo económico de China, basado en las exportaciones y en una inversión masiva que la convirtió en la fábrica del mundo y en referente de desarrollo, supuso un éxito económico y social sin parangón.
Pese a ello, y como señalan los expertos en desarrollo económico, China se encuentra atrapada desde hace un par de décadas en la trampa de los países de ingresos medios: un país que alcanza un cierto nivel de ingresos gracias a las ventajas adquiridas por su situación previa se queda estancado en un nivel de renta media.
En respuesta a esta situación, la actual estrategia económica de doble circulación persigue un cambio de paradigma. Se trata de mitigar la dependencia de las exportaciones (circulación exterior) y apostar por la demanda nacional (circulación interior) como motor del crecimiento económico.
El reto es enorme: la estrategia de circulación dual sólo puede funcionar con tasas de crecimiento que permitan seguir aumentando la renta disponible y un marco institucional que incentive el aumento del consumo. Y es aquí donde está la complejidad y el dilema al que se enfrenta el Gobierno chino.
En el caso de China, los sectores externo e interno son interdependientes. Por una parte, las exportaciones y las inversiones en infraestructuras proveen gasolina al motor económico y generan crecimiento. Por la otra, la infravaloración crónica del yuan, la financiación pública de la actividad empresarial a bajos tipos de interés, el débil sistema de pensiones, el Estado de bienestar aún embrionario, la casi nula capacidad de negociación colectiva de los trabajadores, la inversión excesiva en infraestructura logística y de transporte, y la (hasta hace poco) mayor tolerancia a la degradación medioambiental son mecanismos con los que China mantiene de forma artificial unos elevados niveles de competitividad.
Respecto a la cuestión financiera, cabe señalar que los fondos con los que el sistema bancario (mayoritariamente público) financia la actividad empresarial (aplicando condiciones favorables) provienen, en su mayoría, de los ahorros de los hogares.
De este modo, la productividad sigue creciendo por encima de los salarios y el trasvase de rentas desde los hogares chinos subvenciona la competitividad internacional de su tejido empresarial.
En definitiva, es la anomalía de las altas tasas de ahorro de las familias –más que el ahorro empresarial o público– la piedra angular que sostiene un modelo económico desarrollista que empieza a mostrar síntomas de agotamiento.
El mercantilismo chino ante la encrucijada
En las condiciones actuales, con movimientos desglobalizadores, en parte como reacción ante los desequilibrios macroeconómicos generados por las exportaciones chinas, la economía del gigante asiático se encuentra ante una encrucijada.
Empiezan a asomar los efectos de una ralentización económica que se manifiesta, entre otros, en la subida del desempleo juvenil, la quiebra de empresas emblemáticas del sector inmobiliario y en la bajada del precio de la vivienda, en donde la familia media china tiene depositado el 70 % de su patrimonio.
Es difícil predecir si el esperado efecto rebote tras el largo confinamiento desembocará en un frenesí consumista a corto plazo, aunque los primeros indicios ya apuntan a que no será significativo. Lo que sí podemos anticipar es que el Gobierno chino deberá hacer equilibrios en el alambre, con una mano ejecutando reformas económicas estructurales, y con la otra asegurando estímulos puntuales que eviten la desestabilización social.
(*) Profesor asociado de Economía y Sociología Aplicada, ICADE, Universidad Complutense de Madrid.