Irak vive una nueva guerra, ahora por suculentos negocios

Algunos creen que la reconstrucción de Irak será lo más grande desde el plan Marshall y generará negocios multimillonarios. Ciertos analistas hablan de US$ 100.000 millones o más en 2003-7. Otros se muestran escépticos, no sin razón.

5 mayo, 2003

El desborde de optimismo entre empresarios, banqueros y cabilderos empieza a ser desbordado por encendidas controversias. Para empezar, circulan proyecciones curiosamente parecidas a las que impulsaron el artificioso auge de las acciones puntocom y de vanguardia tecnológica a fines de los años 90. Para seguir, la “nueva economía iraquí” afronta tantos obstáculos como el modelo democrático que Washington pretende imponer. Una de las dificultades de fondo es la falta de evaluaciones sobre alcances de la reconstrucción, plazos, riesgos y quiénes pagarán la factura.
En otro plano, proliferan acusaciones de amiguismo y ansias de lucro contra la Casa Blanca, algunos de sus ocupantes y las empresas que se pelean por obtener contratos directos. Sin contar los legisladores patrioteros que exigen bloquear a firmas francesas y alemanas, porque sus gobiernos se oponían a la guerra. Estas presiones aumentan, ahora, porque Estados Unidos prácticamente incluye a Francia en el “eje del mal”.
Un ejemplo de tanta contradicción es el contrato de emergencia concedido al grupo Bechtel para reparar caminos, puentes, escuelas, usinas y demás infraestructura física. Si bien el monto nominal es US$ 680 millones, analistas consultados por el “Financial Times” recuerdan ciertos negocios de ese grupo en Latinoamérica (vía Alianza para el Progreso, un mal recuerdo regional) y sospechan que el contrato es preludio de futuros proyectos por miles de millones, particularmente en el sector hidrocarburos. En el Congreso, los demócratas demandan una investigación oficial, por que otras compañías se preguntan si las oportunidades merecen los dolores de cabeza consiguientes.
Los excesos de optimismo ya habían causado desilusiones tras la primera guerra iraquí. Por entonces, una horda de firmas estadounidenses se lanzó en pos de negocios en Kuwait. Según sus analistas, la reconstrucción demandaría US$ 100.000 millones (parece que la cifra fuera una cábala). Entre los cabilderos que recorrían el desierto, James Baker, ex secretario de Estado, promovía negocios para Enron. Pocos años después, se supo que los costos finales no habían pasado de US$ 25.000 millones y las empresas norteamericanas no habían obtenido ni la mitad del negocio.
En rigor, algo así acaba de pasarle a una filial de Halliburton, grupo cuyo CEO fuera (1995/2000) el hoy vicepresidente Richard Cheney. La firma debía apagar incendios en campos petroleros y efectuar reparaciones de emergencia, según un contrato que podría llegar hasta los US$ 7.000 millones en dos años. El Pentágono atribuía al régimen de Saddam un plan para arrasar las mayores explotaciones. No fue así y a los amigos de Cheney les han encomendado labores por apenas US$ 50 millones.
Pese a estos tropiezos, los optimistas vislumbran una drástica reforma económica, un auge posterior y un mercado de 24 millones de consumidores activos. Entretanto, la exportación de crudos generaría caja para financiar el desarrollo. “Muy bien -apunta el periódico económico londinense-, pero ¿cuándo? Los embarques siguen semiparalizados, mientras EE.UU., Rusia, Francia y China disputan sobre el levantamiento de sanciones impuestas en 1991 por las Naciones Unidas. Rusia y Francia, aparte, desconfían del manejo estadounidense de hidrocarburos en Irak, donde sus propios intereses -o los de sus empresas- dependen de acuerdos subscriptos con el régimen caído.
Paralelamente, el programa alimentos por petróleo, en manos de la ONU, implica pagos sujetos al fideicomiso de la entidad y Washington quisiera controlar esos fondos para su propio plan de reconstrucción. En lo atinente a ésta, muchos banqueros y analistas sostienen que sólo será viable si se avanza en varios frentes: gobernabilidad, reformas económicas, restablecimiento de los derechos de propiedad y usufructo e imperio de las leyes. Hasta ahora, el papel más delicado le cabe a la Agencia de Desarrollo Internacional (ADI), creada en 1946 para el plan Marshall, que dispone ya de US$ 1.700 millones para la primera fase. Pero, inesperadamente, George W. Bush ha creado una Corporación para el Desafío del Milenio (Millenium Challenge Corporation) que, por móviles ideológicos, le quitaría relevancia a la ADI.
En Gran Bretaña, el único aliado activo en la guerra, empresarios, sindicatos y políticos reclaman porque el país ha sido postergado en la reconstrucción. Ya antes de la guerra, Patricia Hewitt (ministra de Comercio) pedía incluir firmas británicas en el tratamiento preferencial que recibirían sus competidoras norteamericanas en la posguerra.
Pero, días atrás, el primer ministro Tony Blair sorprendió a su país, el mundo y -probablemente- a EE.UU. al sostener ante el “Financial Times” que la Unión Europea (comprende a Gran Bretaña) “no debe competir con Estados Unidos, que es potencia mundial, porque sería peligroso y desestabilizante”. Blair abogó por “un poder unipolar, al cual se condicione una nueva alianza entre estadounidenses y europeos. No quiero -afirmó- una UE opositora a EE.UU. ni un mundo con varios centros de poder”.
Mientras, en EE.UU., los viejos nexos de la familia Bush y Cheney con el negocio petrolero y el clan Saúd despiertan resquemores sobre Irak, cuya cuota exportadora en la OPEP ha sido copada por los saudíes (sin pedirle permiso a Washington, como habría hecho Blair). Mientras tanto, el vicepresidente sigue litigando para que no se hagan públicos sus compromisos con varios gigantes en energía e hidrocarburos, justo antes del derrumbarse Enron. Hasta mediados de 2002, Cheney fue uno de los principales obstáculos para investigar y procesar ejecutivos. Lo único claro es que los “lobbies” ocupan el lugar de las tropas en una “guerra después de la guerra”. Sobre todo porque un Congreso tolerante acaba de aprobar fondos extras por US$ 79.000 millones para la posguerra.
Tampoco es fácil el contexto político en Bagdad. A diferencia de Europa occidental tras la II guerra mundial, la población es tan hostil a los ocupantes como lo eran Polonia, Hungría o Rumania antes el Ejército Rojo. Algunos optimistas subrayan el caso de Japón y su plan Marshall, olvidando que (a) allí se retuvo al emperador como símbolo soberano y (b) Douglas MacArthur debió permanecer seis años, hasta que la invasión norcoreana sobre Surcorea inclinó la opinión pública nipa en favor de Estados Unidos.

El desborde de optimismo entre empresarios, banqueros y cabilderos empieza a ser desbordado por encendidas controversias. Para empezar, circulan proyecciones curiosamente parecidas a las que impulsaron el artificioso auge de las acciones puntocom y de vanguardia tecnológica a fines de los años 90. Para seguir, la “nueva economía iraquí” afronta tantos obstáculos como el modelo democrático que Washington pretende imponer. Una de las dificultades de fondo es la falta de evaluaciones sobre alcances de la reconstrucción, plazos, riesgos y quiénes pagarán la factura.
En otro plano, proliferan acusaciones de amiguismo y ansias de lucro contra la Casa Blanca, algunos de sus ocupantes y las empresas que se pelean por obtener contratos directos. Sin contar los legisladores patrioteros que exigen bloquear a firmas francesas y alemanas, porque sus gobiernos se oponían a la guerra. Estas presiones aumentan, ahora, porque Estados Unidos prácticamente incluye a Francia en el “eje del mal”.
Un ejemplo de tanta contradicción es el contrato de emergencia concedido al grupo Bechtel para reparar caminos, puentes, escuelas, usinas y demás infraestructura física. Si bien el monto nominal es US$ 680 millones, analistas consultados por el “Financial Times” recuerdan ciertos negocios de ese grupo en Latinoamérica (vía Alianza para el Progreso, un mal recuerdo regional) y sospechan que el contrato es preludio de futuros proyectos por miles de millones, particularmente en el sector hidrocarburos. En el Congreso, los demócratas demandan una investigación oficial, por que otras compañías se preguntan si las oportunidades merecen los dolores de cabeza consiguientes.
Los excesos de optimismo ya habían causado desilusiones tras la primera guerra iraquí. Por entonces, una horda de firmas estadounidenses se lanzó en pos de negocios en Kuwait. Según sus analistas, la reconstrucción demandaría US$ 100.000 millones (parece que la cifra fuera una cábala). Entre los cabilderos que recorrían el desierto, James Baker, ex secretario de Estado, promovía negocios para Enron. Pocos años después, se supo que los costos finales no habían pasado de US$ 25.000 millones y las empresas norteamericanas no habían obtenido ni la mitad del negocio.
En rigor, algo así acaba de pasarle a una filial de Halliburton, grupo cuyo CEO fuera (1995/2000) el hoy vicepresidente Richard Cheney. La firma debía apagar incendios en campos petroleros y efectuar reparaciones de emergencia, según un contrato que podría llegar hasta los US$ 7.000 millones en dos años. El Pentágono atribuía al régimen de Saddam un plan para arrasar las mayores explotaciones. No fue así y a los amigos de Cheney les han encomendado labores por apenas US$ 50 millones.
Pese a estos tropiezos, los optimistas vislumbran una drástica reforma económica, un auge posterior y un mercado de 24 millones de consumidores activos. Entretanto, la exportación de crudos generaría caja para financiar el desarrollo. “Muy bien -apunta el periódico económico londinense-, pero ¿cuándo? Los embarques siguen semiparalizados, mientras EE.UU., Rusia, Francia y China disputan sobre el levantamiento de sanciones impuestas en 1991 por las Naciones Unidas. Rusia y Francia, aparte, desconfían del manejo estadounidense de hidrocarburos en Irak, donde sus propios intereses -o los de sus empresas- dependen de acuerdos subscriptos con el régimen caído.
Paralelamente, el programa alimentos por petróleo, en manos de la ONU, implica pagos sujetos al fideicomiso de la entidad y Washington quisiera controlar esos fondos para su propio plan de reconstrucción. En lo atinente a ésta, muchos banqueros y analistas sostienen que sólo será viable si se avanza en varios frentes: gobernabilidad, reformas económicas, restablecimiento de los derechos de propiedad y usufructo e imperio de las leyes. Hasta ahora, el papel más delicado le cabe a la Agencia de Desarrollo Internacional (ADI), creada en 1946 para el plan Marshall, que dispone ya de US$ 1.700 millones para la primera fase. Pero, inesperadamente, George W. Bush ha creado una Corporación para el Desafío del Milenio (Millenium Challenge Corporation) que, por móviles ideológicos, le quitaría relevancia a la ADI.
En Gran Bretaña, el único aliado activo en la guerra, empresarios, sindicatos y políticos reclaman porque el país ha sido postergado en la reconstrucción. Ya antes de la guerra, Patricia Hewitt (ministra de Comercio) pedía incluir firmas británicas en el tratamiento preferencial que recibirían sus competidoras norteamericanas en la posguerra.
Pero, días atrás, el primer ministro Tony Blair sorprendió a su país, el mundo y -probablemente- a EE.UU. al sostener ante el “Financial Times” que la Unión Europea (comprende a Gran Bretaña) “no debe competir con Estados Unidos, que es potencia mundial, porque sería peligroso y desestabilizante”. Blair abogó por “un poder unipolar, al cual se condicione una nueva alianza entre estadounidenses y europeos. No quiero -afirmó- una UE opositora a EE.UU. ni un mundo con varios centros de poder”.
Mientras, en EE.UU., los viejos nexos de la familia Bush y Cheney con el negocio petrolero y el clan Saúd despiertan resquemores sobre Irak, cuya cuota exportadora en la OPEP ha sido copada por los saudíes (sin pedirle permiso a Washington, como habría hecho Blair). Mientras tanto, el vicepresidente sigue litigando para que no se hagan públicos sus compromisos con varios gigantes en energía e hidrocarburos, justo antes del derrumbarse Enron. Hasta mediados de 2002, Cheney fue uno de los principales obstáculos para investigar y procesar ejecutivos. Lo único claro es que los “lobbies” ocupan el lugar de las tropas en una “guerra después de la guerra”. Sobre todo porque un Congreso tolerante acaba de aprobar fondos extras por US$ 79.000 millones para la posguerra.
Tampoco es fácil el contexto político en Bagdad. A diferencia de Europa occidental tras la II guerra mundial, la población es tan hostil a los ocupantes como lo eran Polonia, Hungría o Rumania antes el Ejército Rojo. Algunos optimistas subrayan el caso de Japón y su plan Marshall, olvidando que (a) allí se retuvo al emperador como símbolo soberano y (b) Douglas MacArthur debió permanecer seis años, hasta que la invasión norcoreana sobre Surcorea inclinó la opinión pública nipa en favor de Estados Unidos.

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