Después de ganar la reelección con un margen estrecho (51% a 49% de los demócratas), sin las sospechas de fraude en Floirida –feudo de su hermano Jeb- y la poco clara conducta de la Suprema Corte en 2000, nadie hubiese creído que, en pocos meses, el gobierno malgastaría su activo político. Con eso, pone en peligro vitales escaños republicanos en los comicios parlamentarios de este año.
Con pisos de 37%, sólo Richard Nixon había cedido más (a 34%) en la óptica del público, en ese caso a raíz del escándalo Watergate (1972/4). Resulta irónico que, casi en el mismo punto del segundo mandato, el escándalo en torno de espionajes ilegales y otros abusos de poder ponga a Bush en riesgo de afrontar un juicio político como el que Nixon eludió renunciando primero. Con un agravante: la situación de su reemplazante constitucional (el vicepresidente Richard Cheney) es aun peor que la de Bush.
Desde marzo, en efecto, la serie de acontecimientos y su reacción ante cada uno comenzaron a deteriorar el apoyo del público hasta alcanzar mínimas de 43% y luego rebotar a 45% . En cuanto a aprobación, semanas atrás cedía a 37% para repuntar a un modesto 39%.
Al terminar el primer trimestre, por cierto Bush -víctima de su propio fundamentalismo evangélico-, en curiosa sintonía con la iglesia Católica Romana, intervino en la controversia jurídica sobre si mantener viva a Teresa Schiavo (una enferma terminal) o desconectarla y dejarla morir en paz. Se impuso la sensatez de los jueces y el “rating” presidencial cedió de 58 a 50% en pocas semanas.
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Entretanto, Bush había lanzado en 2003 una campaña, que duró dos años, para persuadir al país de que el sistema de seguridad social padecía males financieros cuyo único remedio esa una drástica privatización via cuentas personales administradas por bancos. Pese a denodados esfuerzos y con alto costo político, no logró apoyo suficiente en un congreso con amplia mayoría republicana. Por entonces, la aprobación estaba alrededor de 45%.
La música de fondo tampoco era grata a los oídos de Bush y su eminencia gris, Cheney. Mientras la posguerra en Irak no bajaba de temperatura, las investigaciones sobre filtraciones en la CIA (caso Victoria Plame y su esposo) desembocaron (octubre) en un proceso al hoy ex jefe del gabinete vicepresidencial. Por esos días, el grupo Halliburton -que Cheney sigue manjenado en las sombras- seguían portándose mal.
Como si todo ello no bastase, el diputado Thomas DeLay (jefe de la bancada oficialista y operador clave del gobierno) renunció envuelto en su propio escándalo, por malversación y lavado de fondos. Pero el legislador es compinche de Jack Abramoff, y obscuro personaje tejano que acaba de entregarse a la justicia, luego de permanecer prófugo durante meses.
A contiuación, sobrevino el huracán Katrina. La lenta y ambigua reacción de Bush y su gobierno puso en evidencia prejuicios contra pobres y negros. La catarata de críticas y acusaciones políticas acabó con Michael Brown, un criador de caballo amigo del clan Bush, puesto a cargo de la oficina federal de emergencias. Más tarde, Bush debió descartar la candidatura de Harriet Miers (ex abogada suya) a un sillón en la Corte Suprema.
Según iba perdiendo capital político, el presidente encontraba dificultades para hacer pasar proyectos en el congreso. Junto con la privatización de la seguridad social, fracasó la propuesta para permitir la explotaciónde hidrocarburos en la enorme reserva fitozoológica de Alaska. De paso, el asunto puso en evidencia los nexos del gobierno local con las grandec petroleras cuyos barcos que suelen causar derrames sobre las costas.
Mientras el país dudaba de la capacidad de Bush para frenar el terrorismo mayorista o la guerra en Irak, Washington exigió al parlamento prolongar la vigencia de la “ley patriótica” (un nombre bien provinciano). Contra la mayoría de analistas, opositores inclusive, el congreso rechazó el proyecto. Por entonces, comenzaba el debate sobre espionaje ilegal a ciudadanos dentro de Estados Unidos. Cayeron en la volteada las grandes telefónicas y los motores de búsqueda, cómplices para captar y almacenar secretamente datos privados. En paralelo, estalló un escándalo internacional, cifrado en la flota de aviones que recorrió medio mundo torturando presos clandestinos.
Después de ganar la reelección con un margen estrecho (51% a 49% de los demócratas), sin las sospechas de fraude en Floirida –feudo de su hermano Jeb- y la poco clara conducta de la Suprema Corte en 2000, nadie hubiese creído que, en pocos meses, el gobierno malgastaría su activo político. Con eso, pone en peligro vitales escaños republicanos en los comicios parlamentarios de este año.
Con pisos de 37%, sólo Richard Nixon había cedido más (a 34%) en la óptica del público, en ese caso a raíz del escándalo Watergate (1972/4). Resulta irónico que, casi en el mismo punto del segundo mandato, el escándalo en torno de espionajes ilegales y otros abusos de poder ponga a Bush en riesgo de afrontar un juicio político como el que Nixon eludió renunciando primero. Con un agravante: la situación de su reemplazante constitucional (el vicepresidente Richard Cheney) es aun peor que la de Bush.
Desde marzo, en efecto, la serie de acontecimientos y su reacción ante cada uno comenzaron a deteriorar el apoyo del público hasta alcanzar mínimas de 43% y luego rebotar a 45% . En cuanto a aprobación, semanas atrás cedía a 37% para repuntar a un modesto 39%.
Al terminar el primer trimestre, por cierto Bush -víctima de su propio fundamentalismo evangélico-, en curiosa sintonía con la iglesia Católica Romana, intervino en la controversia jurídica sobre si mantener viva a Teresa Schiavo (una enferma terminal) o desconectarla y dejarla morir en paz. Se impuso la sensatez de los jueces y el “rating” presidencial cedió de 58 a 50% en pocas semanas.
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Entretanto, Bush había lanzado en 2003 una campaña, que duró dos años, para persuadir al país de que el sistema de seguridad social padecía males financieros cuyo único remedio esa una drástica privatización via cuentas personales administradas por bancos. Pese a denodados esfuerzos y con alto costo político, no logró apoyo suficiente en un congreso con amplia mayoría republicana. Por entonces, la aprobación estaba alrededor de 45%.
La música de fondo tampoco era grata a los oídos de Bush y su eminencia gris, Cheney. Mientras la posguerra en Irak no bajaba de temperatura, las investigaciones sobre filtraciones en la CIA (caso Victoria Plame y su esposo) desembocaron (octubre) en un proceso al hoy ex jefe del gabinete vicepresidencial. Por esos días, el grupo Halliburton -que Cheney sigue manjenado en las sombras- seguían portándose mal.
Como si todo ello no bastase, el diputado Thomas DeLay (jefe de la bancada oficialista y operador clave del gobierno) renunció envuelto en su propio escándalo, por malversación y lavado de fondos. Pero el legislador es compinche de Jack Abramoff, y obscuro personaje tejano que acaba de entregarse a la justicia, luego de permanecer prófugo durante meses.
A contiuación, sobrevino el huracán Katrina. La lenta y ambigua reacción de Bush y su gobierno puso en evidencia prejuicios contra pobres y negros. La catarata de críticas y acusaciones políticas acabó con Michael Brown, un criador de caballo amigo del clan Bush, puesto a cargo de la oficina federal de emergencias. Más tarde, Bush debió descartar la candidatura de Harriet Miers (ex abogada suya) a un sillón en la Corte Suprema.
Según iba perdiendo capital político, el presidente encontraba dificultades para hacer pasar proyectos en el congreso. Junto con la privatización de la seguridad social, fracasó la propuesta para permitir la explotaciónde hidrocarburos en la enorme reserva fitozoológica de Alaska. De paso, el asunto puso en evidencia los nexos del gobierno local con las grandec petroleras cuyos barcos que suelen causar derrames sobre las costas.
Mientras el país dudaba de la capacidad de Bush para frenar el terrorismo mayorista o la guerra en Irak, Washington exigió al parlamento prolongar la vigencia de la “ley patriótica” (un nombre bien provinciano). Contra la mayoría de analistas, opositores inclusive, el congreso rechazó el proyecto. Por entonces, comenzaba el debate sobre espionaje ilegal a ciudadanos dentro de Estados Unidos. Cayeron en la volteada las grandes telefónicas y los motores de búsqueda, cómplices para captar y almacenar secretamente datos privados. En paralelo, estalló un escándalo internacional, cifrado en la flota de aviones que recorrió medio mundo torturando presos clandestinos.