Transición: entre el acuerdo con el FMI y el cambio de gobierno

La homologación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional constituirá un punto de inflexión en el gobierno de Alberto Fernández.

9 marzo, 2022

 Implicará el fin de la primera mitad de su gestión, que estuvo signada por el trámite de renegociación de la deuda pública y privada.

Por Pascual Albanese (*)

Aunque también por los efectos de la pandemia y los resultados de las elecciones de medio término de noviembre de 2021, y el inicio de una fase de transición de veinte meses que culminaría con el traspaso del bastón presidencial, previsto constitucionalmente para el 10 de diciembre del año próximo.

Si se entiende la gobernabilidad como la capacidad para el ejercicio continuado y sostenido del poder político democrático, el curso de las negociaciones con el FMI es una radiografía elocuente de la crisis de gobernabilidad que atraviesa la Argentina, originada en un vacío de poder que en un país de honda tradición presidencialista estaba ya implícito en 2019 en el mecanismo que definió la designación del binomio integrado por Fernández y Cristina Kirchner y se hizo explícito después de las elecciones legislativas, que más que una victoria de la oposición significaron una derrota del oficialismo.

Este vacío está corporizado, en primer lugar, por la vicepresidenta, en su condición de jefa de la coalición oficialista, más aún que en la debilidad del propio Fernández, cuya autoridad estuvo en duda desde un principio para diluirse progresivamente hasta su virtual eclipse, y su resolución no puede canalizarse a través de la oposición política, que en el corto plazo no es una alternativa de gobierno. Con un factor adicional: en situaciones de crisis de gobernabilidad, el corto plazo es, en términos prácticos, el único plazo real. Lo demás son puras fantasías.

Este acuerdo en ciernes entre la Argentina y el FMI, es absolutamente “necesario” en el sentido semánticamente más estricto del término, referido a aquello que “es” y “no puede no ser”. Ni aún sus más acérrimos críticos pudieron mostrar una opción económicamente viable. La preocupación mayor de los principales actores consiste más bien en cómo posicionarse ante lo inevitable. Con otro agregado: si las tradiciones diplomáticas indican que un “buen acuerdo” es aquél que deja igualmente insatisfechas a ambas partes, este entendimiento en estudio cumple este requisito hasta con exceso.

El acuerdo tiene una duración efectiva de treinta meses, y está sujeta a los resultados de diez evaluaciones trimestrales realizadas por otras tantas misiones de inspección del FMI.

En cualquier caso, con independencia del incierto grado de cumplimiento de los compromisos contraídos, el futuro gobierno tendrá que impulsar una nueva renegociación, tal como le sucedió a Fernández con el acuerdo firmado por Mauricio Macri en abril de 2018. En aquella ocasión, Carlos Melconian lo llamó “Plan Aguantar”. En esta situación, Martín Redrado lo apodó “Plan Postergar”. El debate sobre “la herencia de la herencia” tendrá un nuevo capítulo en 2024.

¿Programa económico?

Durante el trámite de las tratativas, tanto el elenco técnico del FMI como el gobierno de Estados Unidos requerían que el gobierno argentino presentara un programa económico sustentable, algo que no sucedió. En contrapartida, el gobierno solicitaba una serie de concesiones en materia de condiciones de refinanciación del préstamo otorgado durante la presidencia de Macri, planteos que el FMI se negó a aceptar.

Pero, en términos de Eduardo Duhalde, ambas partes estaban “condenadas a acordar”. Ni el gobierno podía soportar económica y políticamente una nueva cesación de pagos ni el directorio del FMI una debacle financiera derivada del incumplimiento del crédito más voluminoso de la historia de la institución.

Carlos Marx decía que “la historia se repite dos veces, la primera como farsa y la segunda como tragedia”. Puestos entre la espada y la pared, el gobierno y el FMI coincidieron en que, dicho en términos metafóricos, antes que la tragedia era preferible la farsa.

Para corroborarlo, alcanza con un solo dato. Uno de los anexos incorporados al proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso Nacional consigna que “Nuestro programa macroeconómico de base prevé una expansión económica y un proceso de desinflación estables y sostenidos. Se prevé que el PIB crezca 3,5% – 4,5% en 2022 y converja a un crecimiento potencial en torno al 1,75% – 2,25% a mediano plazo”. Esa cifra es apenas un punto porcentual por encima del índice de crecimiento demográfico. Con semejante escenario como horizonte, en cinco años el ingreso por habitante sería aproximadamente similar al de 2019 y el índice de pobreza no bajaría del 30%.

Ni el gobierno ni el FMI podrán vanagloriarse entonces por los resultados de estos dos largos años de conversaciones bilaterales. Más aún: ambas partes parecen más interesadas en excusarse por sus respectivas limitaciones que en explicar las ventajas de los resultados obtenidos. Su único logro inequívoco es haber evitado lo peor, esto es un nuevo “default” de la Argentina, cuya materialización también perjudicaría seriamente el prestigio del FMI por el fracaso registrado con el préstamo más voluminoso otorgado en la historia de la institución.

Pero esa característica contrafáctica torna difícilmente viable cualquier tipo de reconocimiento a los protagonistas de la negociación. En política, nadie recibe un premio por haber impedido lo que no ocurrió. Ambos signatarios tienen que afrontar en sus respectivos “frentes internos” la elevada cuota de insatisfacción generada por las concesiones recíprocas.

El oficialismo sabe que no saldrá bien parado de la concreción del acuerdo, pero expirará un profundo suspiro de alivio por haber sorteado el precipicio insondable de la cesación de pagos, aunque sea consciente de que no se trata del fin del camino sino apenas del inicio de una nueva etapa, igualmente ardua y plagada de incertidumbre y de conflictividad, que en principio tendría como punto final el cambio de gobierno de diciembre del año próximo.

Esa constatación está acompañada por la percepción, bastante extendida en las filas del Frente de Todos, acerca de que, de no mediar acontecimientos excepcionales, en las futuras elecciones es altamente probable un triunfo de la oposición, no tanto por sus virtudes intrínsecas sino por el fracaso gubernamental, lo que motiva una inquietante analogía con lo ocurrido en 2019 con la victoria de Alberto Fernández sobre Mauricio Macri.

No es una táctica astuta

El desarrollo de las negociaciones ratificó la impotencia de Cristina Kirchner para fijar el rumbo de los acontecimientos. El silencio de la vicepresidenta y la renuncia de Máximo KIrchner a la jefatura del bloque de diputados nacionales del FdT están sobrevalorados políticamente.

Más que a una táctica astuta, responden a una ausencia de respuesta efectiva ante la situación. La alternativa de una ruptura llevaría a un colapso que involucraría obviamente al “kirchnerismo”, una catástrofe de grandes dimensiones con inequívoco impacto en el terreno judicial. Eliminada esa hipótesis suicida, sólo le resta el camino de ensayar una diferenciación con el gobierno pero sin abandonar los espacios de poder, en un ejercicio de sutileza extremadamente problemático que estará a prueba en las próximas semanas y meses.

Como sucede cuando los actores políticos no disputan la capitalización del éxito sino que tratan de eludir la responsabilidad del fracaso, la prioridad no pasa por la búsqueda de respuestas sino por la identificación de culpables. Cada protagonista ensaya un curso de acción alternativo que en todos los casos elude el abordaje de las cuestiones de fondo.

Ante los hechos consumados, y la ausencia de alternativas tanto el gobierno como el “kirchnerismo” y las diferentes facciones de Juntos por el Cambio tienen una actitud contemplativa de la realidad. Aparentan actuar sobre los acontecimientos pero en los hechos tienden a recrear las escenas de “El Principito”, aquella célebre obra de Antoine de Saint Exupery, cuando el monarca, empeñado en mostrar una autoridad de la que carecía, esperaba pacientemente la llegada del amanecer para ordenar “¡Que salga el sol!” y luego la hora del atardecer para prescribir “¡Que el sol se ponga!”.

Los ingentes esfuerzos voluntaristas de la Casa Rosada por reimpulsar el siempre postergado nacimiento del “albertismo” tropiezan no sólo con el cerrado rechazo del ”kirchnerismo”, mucho más poderoso a la hora de oponerse que a la de construir, sino con una sensación de derrota que golpea cotidianamente sobre la gestión, tal como se reflejó en la reacción oficial ante los incendios en Corrientes como en el hecho institucionalmente inédito de que el Poder Ejecutivo haya convocado a sesiones extraordinarias del Congreso Nacional con un extenso temario sin que ninguna de las dos cámaras legislativas haya celebrado ni una sola sesión durante ese periodo.

En ese contexto, la vicepresidenta estará obligada a ungir una nueva fórmula presidencial para 2023. Resulta obvio que para el “kirchnerismo”, columna vertebral del FdT, Fernández no podría esta vez encabezar ese binomio pero también es posible que la vicepresidenta no se postule para la reelección y termine optando por volver a candidatearse para una banca en el Senado Nacional por la provincia de Buenos Aires, una variante que le aseguraría la ocupación de ese escaño, aún en el peor de los casos por la minoría, como ya sucediera en las elecciones legislativas de 2017, cuando perdió contra Esteban Bullrich. En esta situación, la condición de Fernández como “pato rengo”, con la vulnerabilidad que conlleva, será exhibida cotidianamente en los tiempos que se avecinan. Pero ese mismo estigma de debilidad acompañará también a Cristina Kirchner.

Esa búsqueda de un candidato que el año próximo supla a Fernández en la boleta presidencial, aunque no necesariamente acceda a la Casa Rosada, genera ya un incipiente estado de asamblea en el peronismo, movilizado por la percepción de que su próxima candidatura presidencial surgirá de las elecciones abiertas, simultáneas y obligatorias que tendrán lugar a mediados del año próximo.

En esa puja, asoman hoy el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, y el Jefe de Gabinete, Juan Manzur. Por sus respectivos roles institucionales, los dos tienen una mayor chance de protagonismo personal por su capacidad potencial para influir en el rumbo de los acontecimientos.

Ambos podrían cosechar el apoyo de la mayoría de los gobernadores peronistas, de la CGT y del Movimiento Evita. Massa y Manzur integran también, junto al Secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia, Gustavo Béliz, y al embajador argentino en Washington, Jorge Arguello, el ala del gobierno que hizo posible el diálogo con Estados Unidos que permitió el acuerdo con el FMI.

En el caso del “kirchnerismo”, la búsqueda apunta a una figura “amiga” que pueda cumplir un rol similar al que desempeñó Fernández en 2019. Una alternativa posible, pero no la única, sería el gobernador de Chaco, Jorge Capitanich, probablemente el único mandatario provincial que está en condiciones de ser escogido por la vicepresidenta.

En cualquier caso, y tal como ya ocurrió con Carlos Zannini en 2015 y la propia Cristina Kirchner en 2019, el binomio se completaría con un referente incuestionable de la ”propia tropa”. Para ese destino, algunos imaginan al gobernador bonaerense, Axel Kiciloff, y otros al Ministro del Interior, Wado de Pedro, quien por primera vez aparece medido en las encuestas de opinión como eventual candidato.

La atmósfera pesimista que predomina en el “kirchnerismo” alimentó la hipótesis de que, ante la posibilidad de una derrota del FdT en las elecciones presidenciales, Cristina Kirchner analice, como “Plan B”, la alternativa de refugiarse políticamente en la provincia de Buenos Aires. Esa variante incluiría el desdoblamiento de la elección bonaerense, separándola de la contienda nacional, tal como a principios de 2019 se especuló que podía intentar la entonces gobernadora María Eugenia Vidal para independizar su suerte de la de Macri.

La prioridad del ”kirchnerismo” pasaría a ser la edificación de una pista de aterrizaje que permita al aparato de La Cámpora sobrevivir políticamente y prepararse para un eventual futuro regreso al gobierno. Curiosamente, la vicepresidenta imitaría así la táctica favorita de la mayoría de los gobernadores peronistas, quienes para mejorar sus perspectivas de éxito local suelen desdoblar las elecciones provinciales, tal como pasó en 1999 cuando ante los pronósticos que anticipaban el triunfo de la Alianza en la elección presidencial separaron su destino de la suerte de Eduardo Duhalde.

Ese “Plan B”, que también podría contar con el respaldo de un sector del aparato peronista del Gran Buenos Aires, no implica automáticamente la reelección de Axel Kiciloff. En su reemplazo, también son mencionados Máximo KIrchner, De Pedro y el actual Jefe de Gabinete bonaerense, Insaurralde. El actual mandatario provincial podría integrar el binomio presidencial o acompañar a Cristina Kirchner en la boleta senatorial. En esa línea de acción, el hijo de la vicepresidenta intenta hoy recuperar protagonismo político a través de su flamante su rol de titular del Partido Justicialista bonaerense.

En ese clima enrarecido, proliferan los cabos sueltos. La ruptura con el ”kirchnerismo” anunciada por el Ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, abre un nuevo e inesperado flanco de disputa, que se suma a la iniciativa del intendente peronista de Esteban Echeverría, Fernando Grey, que impugnó judicialmente la nominación de Máximo Kirchner en el consejo partidario y consiguió llevar la cuestión hasta la propia Corte Suprema de Justicia, erigida en una fortaleza invulnerable a los continuos ataques de la vicepresidenta y sus aliados.

Si la elección presidencial de 2023 puede imaginarse como la final de un campeonato, sus protagonistas tendrán que sortear previamente una decisiva semifinal: las elecciones abiertas, primarias y obligatorias que esta vez tendrán un carácter mucho más competitivo que en las anteriores ocasiones. Tanto el oficialismo como la oposición, sometidos ambos a una intensa fragmentación política, tendrán que dirimir en las urnas sus candidaturas presidenciales.

De allí surgirá la legitimidad de los futuros liderazgos. Hasta entonces gobernará la incertidumbre, agravada por la profundización de la crisis internacional desatada a raíz del conflicto en Ucrania, que entre sus múltiples lecciones ratifica la importancia crucial que adquiere el liderazgo político a la hora de afrontar situaciones de emergencia como la que atraviesa hoy la Argentina.

(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

 

 

 

 

 

 

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