“En este enfrentamiento, las preocupaciones de Sarkozy no son triviales”, afirma el analista geopolítico norteamericano George Friedman, un conservador allegado al Pentágono. Por supuesto, “el BCE no puede apoyar los objetivos franceses y, al mismo tiempo, satisfacer las necesidades alemanas. Pero, si el presidente debe elegir entre su país y la Unión Europea –para el caso, la Eurozona-, ¿por cuál optará?”.
Hace algunos días, Sarkozy volvió a criticar a Trichet (por cierto, más francés que su oponente, un húngaro étnico), acusándolo de perjudicar al país. En particular, objeta la política de tasas y afirma que el BCE deliberadamente deja que el euro se reprecie contra el dólar. Esta semana, en verdad, llegó a US$ 1,43, máximo absoluto. También ha censurado la violenta inyección de fondos (US$ 500.000 millones, 8 al 14 de septiembre), dispuesta por los principales emisores “para rescatar especuladores privados, no para beneficiar a la economía real. En lo que concierne a los franceses, el BCE es un lastre”.
Lo de lastre se refiere a su programa para derregular y dinamizar la economía. Para ello, necesita tipos de interés más bajos que promuevan la expansión de actividades productivas y un euro más barato, para impulsar exportaciones. Sarkozy ve esos propósitos chocar contra la ortodoxia del BCE, cuyas políticas monetarias -pese a todo- son más importantes para la economía francesa, en varios sentidos, que los planes presidenciales. Sencillamente, el modelo del emisor es diferente al de París.
“Por supuesto –presume Friedman- la independencia de los bancos centrales garante que sus políticas no satisfagan fines político, sino los mejores intereses del país, al menos en lo monetario”. Obviamente, el experto no conoce la experiencia argentina entre 1990 y 2001. No obstante, siempre hay riesgos al conferir muchas facultades a un ente manejado por personas tan proclives a equivocarse como cualquiera.
Si la autonomía del banco central es algo complejo en un estado, el problema adquiere dimensiones enormes al tratarse de un grupo de ellos. Por ejemplo, la Eurozona, es decir trece de los 27 socios de la UE que adhieren a la moneda única. A primera vista, el bloque está bastante integrado. Pero, en rigor, casi nada impide que cualquier gobierno persiga políticas monetarias divergentes, así como tampoco es posible evitar que mucha gente todavía piense en francos franceses, marcos alemanes o liras italianas.
En esta oportunidad, Sarkozy quiere tasas y euros más baratos. Alemania, no. A diferencia de París, Berlín está obcecado con la inflación, especialmente los altos precios de energía y combustibles fósiles (Francia ha desarrollado más la energía nuclear). Dado que los hidrocarburos se tarifan en dólares, un euro caro equivale a insumos más baratos para los alemanes. Aparte, Berlín desea tipos altos para atraer inversores que tomen deuda en euros. Finalmente, los teutones exportan bienes de capital, menos expuestos a fluctuaciones cambiarias.
No es la primera vez que el BCE es acusado de favorecer a unos en desmedro de otros. Pero las actual ofensiva es la más fuerte. El bloque francoalemán es el núcleo de la UE y la Eurozona. Se suponía que el emisor serviría a los intereses de ambos, pero esta quiebra es alarmante. Hay tendencias a restarle relevancia y verla como expresión de politiquería gala. No es así: “Sarkozy –recuerda Friedman- fue elegido para oriental el país en otra dirección, mas los alemanes no tiene motivos para sacrificar su política monetaria en aras de los franceses. Entonces ¿que hará el BCE”?
Esa incertidumbre es clave para el experimento UE-Eurozona entero. En su centro, una confederación de estados nacionales tiene políticas sociales, exteriores y de seguridad propias. Varios de ellos han forjado una unión monetaria que, para algunos observadores es sólo un área de libre comercio. Otros sostienen que esos vínculos, administrados por una burocracia común, abarcan también lo económico y social.
La mera idea de una simple unión monetaria es bastante confusa. Un país soberano tiene derecho a darse sus propias políticas económicas y sociales. Su banco central, se supone, maneja las variables monetarias en tándem con el resto. Pero el BCE cubre varios estados, con intereses y aspiraciones divergentes. “Por tanto –acá el columnista muestra la pata de la sota-, se requieren políticas diferentes, pues una sola no sirve para todos. Así, cuando esos intereses entran en conflicto ¿a quién escuchará el emisor común y a quién no?”.
Pocos esperan que un banco central puedan superar el dilema, porque no es monetario ni económico. Es político y apunta al corazón mismo de la Eurozona, El esquema original planteaba formar una federación, donde un alto grado de facultades soberanas pasase a la autoridad colectiva. No parece que estos vaya a ocurrir, pues exigiría unificar –además- políticas sociales, económicas y defensivas. No existe aún consenso para una visión tan abarcadora. El fracaso de los plebiscitos para un tratado constitucional lo subraya.
“En este enfrentamiento, las preocupaciones de Sarkozy no son triviales”, afirma el analista geopolítico norteamericano George Friedman, un conservador allegado al Pentágono. Por supuesto, “el BCE no puede apoyar los objetivos franceses y, al mismo tiempo, satisfacer las necesidades alemanas. Pero, si el presidente debe elegir entre su país y la Unión Europea –para el caso, la Eurozona-, ¿por cuál optará?”.
Hace algunos días, Sarkozy volvió a criticar a Trichet (por cierto, más francés que su oponente, un húngaro étnico), acusándolo de perjudicar al país. En particular, objeta la política de tasas y afirma que el BCE deliberadamente deja que el euro se reprecie contra el dólar. Esta semana, en verdad, llegó a US$ 1,43, máximo absoluto. También ha censurado la violenta inyección de fondos (US$ 500.000 millones, 8 al 14 de septiembre), dispuesta por los principales emisores “para rescatar especuladores privados, no para beneficiar a la economía real. En lo que concierne a los franceses, el BCE es un lastre”.
Lo de lastre se refiere a su programa para derregular y dinamizar la economía. Para ello, necesita tipos de interés más bajos que promuevan la expansión de actividades productivas y un euro más barato, para impulsar exportaciones. Sarkozy ve esos propósitos chocar contra la ortodoxia del BCE, cuyas políticas monetarias -pese a todo- son más importantes para la economía francesa, en varios sentidos, que los planes presidenciales. Sencillamente, el modelo del emisor es diferente al de París.
“Por supuesto –presume Friedman- la independencia de los bancos centrales garante que sus políticas no satisfagan fines político, sino los mejores intereses del país, al menos en lo monetario”. Obviamente, el experto no conoce la experiencia argentina entre 1990 y 2001. No obstante, siempre hay riesgos al conferir muchas facultades a un ente manejado por personas tan proclives a equivocarse como cualquiera.
Si la autonomía del banco central es algo complejo en un estado, el problema adquiere dimensiones enormes al tratarse de un grupo de ellos. Por ejemplo, la Eurozona, es decir trece de los 27 socios de la UE que adhieren a la moneda única. A primera vista, el bloque está bastante integrado. Pero, en rigor, casi nada impide que cualquier gobierno persiga políticas monetarias divergentes, así como tampoco es posible evitar que mucha gente todavía piense en francos franceses, marcos alemanes o liras italianas.
En esta oportunidad, Sarkozy quiere tasas y euros más baratos. Alemania, no. A diferencia de París, Berlín está obcecado con la inflación, especialmente los altos precios de energía y combustibles fósiles (Francia ha desarrollado más la energía nuclear). Dado que los hidrocarburos se tarifan en dólares, un euro caro equivale a insumos más baratos para los alemanes. Aparte, Berlín desea tipos altos para atraer inversores que tomen deuda en euros. Finalmente, los teutones exportan bienes de capital, menos expuestos a fluctuaciones cambiarias.
No es la primera vez que el BCE es acusado de favorecer a unos en desmedro de otros. Pero las actual ofensiva es la más fuerte. El bloque francoalemán es el núcleo de la UE y la Eurozona. Se suponía que el emisor serviría a los intereses de ambos, pero esta quiebra es alarmante. Hay tendencias a restarle relevancia y verla como expresión de politiquería gala. No es así: “Sarkozy –recuerda Friedman- fue elegido para oriental el país en otra dirección, mas los alemanes no tiene motivos para sacrificar su política monetaria en aras de los franceses. Entonces ¿que hará el BCE”?
Esa incertidumbre es clave para el experimento UE-Eurozona entero. En su centro, una confederación de estados nacionales tiene políticas sociales, exteriores y de seguridad propias. Varios de ellos han forjado una unión monetaria que, para algunos observadores es sólo un área de libre comercio. Otros sostienen que esos vínculos, administrados por una burocracia común, abarcan también lo económico y social.
La mera idea de una simple unión monetaria es bastante confusa. Un país soberano tiene derecho a darse sus propias políticas económicas y sociales. Su banco central, se supone, maneja las variables monetarias en tándem con el resto. Pero el BCE cubre varios estados, con intereses y aspiraciones divergentes. “Por tanto –acá el columnista muestra la pata de la sota-, se requieren políticas diferentes, pues una sola no sirve para todos. Así, cuando esos intereses entran en conflicto ¿a quién escuchará el emisor común y a quién no?”.
Pocos esperan que un banco central puedan superar el dilema, porque no es monetario ni económico. Es político y apunta al corazón mismo de la Eurozona, El esquema original planteaba formar una federación, donde un alto grado de facultades soberanas pasase a la autoridad colectiva. No parece que estos vaya a ocurrir, pues exigiría unificar –además- políticas sociales, económicas y defensivas. No existe aún consenso para una visión tan abarcadora. El fracaso de los plebiscitos para un tratado constitucional lo subraya.