El susto pasó rápido. La fuerte caída bursátil alrededor del planeta no fue el Apocalipsis. Si bien la magnitud del descenso fue importante, incluso con comparaciones históricas, fue evidente que la economía real iba por otro lado. Tal vez el crecimiento económico sea menor al previsto en Estados Unidos, tal vez se fortalezca algo más el dólar, e incluso seguramente habrá ajustes al alza en las tasas de interés.
En suma, pese al nerviosismo, una corrección. Como bien anotó Paul Krugman en una columna publicada en el New York Times, “no es nada”. Como él recuerda cuando la caída bursátil de 1987, la mayoría de los inversionistas admitió que habían actuado por pánico, y no por una estrategia racional. Vendieron porque todos se apresuraban a vender. Lo cual permite explicar el presente.
En cuanto al futuro, no se sabe a ciencia cierta lo que pueda pasar. Como dijo en su momento Paul Samuelson, con mucho humor, “las caídas bursátiles han pronosticado nueve de las cinco recesiones pasadas”.
Lo que la mayoría de los economistas se anima a predecir, es que el ritmo de crecimiento de la economía será menor al pronosticado desde la Casa Blanca. En la próxima década, en lugar del 3% anual, tal vez será de 1.5%. Pero el descenso bursátil logró lo que parecía imposible: hizo enmudecer a Donald Trump. Cada vez que las acciones subieron, durante el último año, se atribuía los méritos mientras auguraba un próspero futuro.
Para colmo tuvo otro tropiezo. Buena parte de su campaña se basó en la promesa de reducir drásticamente el déficit comercial estadounidense. La estadística acaba de revelar que durante 2017, el primer año de Trump en la Casa Blanca, creció aún más: otro 12,1%.
Entre esto y la crisis bursátil, el silencio presidencial fue total. Y como es desacostumbrado, fue percibido más que un estrépito inmenso.