A treinta años de que el caso Watergate acabase con la presidencia y la carrera de Richard Milhous Nixon, uno de sus protagonistas hace temblar a otra administración llena de turbios operadores. También a George W.Bush y Richard Cheney. Eso explica que, de pronto, se haya desencadenado una feroz ofensiva contra el mismo Woodward, por decirle lo que sabía a la justicia.
Días atrás, Robert Woodward –junto con Carl Bernstein, acabó con Nixon en 1973/4- declaró durante varias horas, bajo juramento, ante el fiscal especial Patrick Fitzgerald. Se trata claro, de las actuaciones vinculadas a infidencias sobre Valerie Plame, agente encubierta de la CIA (lo cual es delito federal).
Durante la deposición del 14 (recién conocida el 16), Woodward reveló haber conocido identidad y objetivos de Plame por boca de un alto funcionario de gobierno, ya en junio de 2003. Eso ocurrió justo una semana antes de que el “New York Times” lo supiera vía su periodista, Judith Miller (hoy “despedida” previo pago de un millón). Aquel dato fue publicado por el diario recién un mes más tarde.
Por tanto, Woodward pasa a ser el primer periodista enterado del secreto por una “garganta profunda” interna. Por supuesto, la clave era el curioso papel asignado a Plame por la CIA, por instrucciones del vicepresidente Cheney. A saber, espiar a su marido –el ex embajador en Nigeria, Joseph Wilson- y “castigarlo” por un informe que desmentía al gobierno. El diplomático no encontró pruebas de que ese estado hubiese facilitado a Saddam Husein insumos para un programa nuclear presuntamente bélico.
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Los dichos del veterano periodista pueden tener efectos deletéreos y ampliar los alcances del escándalo. Hasta el momento, el único chivo emisario era Lewis Libby, ex asesor jefe de Cheney. Por supuesto, todo Washington sabe que el origen real de las infidencias de Libby era el vicepresidente. Ahora, éste corre peligro y tal vez deba pensar en renunciar.
Según allegados al salón oval, Bush seguramente lo entregará a los lobos. Igual que -llegado el caso- a su eminencia gris, el predicador ultraderechista Karl Rove. Por de pronto, al parecer Bush padre y Jeb, su hermano, le han aconsejado a GWB “echar por la borda el lastre”. Ocurre que Woodward sindicó como infidente inicial no a Libby, sino a otra persona. Según los corrillos de la Casa Blanca, puede tratarse de Daniel Bartlett, otro asesor político de Cheney, Andrew Card (jefe de gabinete presidencial) o Harriet Miers, ex abogada de Bush y luego frustrada candidata a la Corte Suprema.
“No ha señalado a Rove”, se apresuró a aclarar Mark Corallo, otro asesor de Bush, sin que le preguntaran. “A esta altura de los acontecimientos –comentaba un allegado a Condoleezza Rice, secretaria de Estado-, sería más práctico hacer una lista de quienes no están comprometidos en este escándalo”.
En medio de una sospechosa ofensiva contra Woodward, donde se mezclan operadores republicanos, colegas celosos (en el “New York Times”) y el “Washington Post”, donde ese profesional y Bernstein destaparon Watergate. En cuanto a éste, salió en defensa de Woodward, denunciando que “buscan convertirlo en chivo emisario”.
A treinta años de que el caso Watergate acabase con la presidencia y la carrera de Richard Milhous Nixon, uno de sus protagonistas hace temblar a otra administración llena de turbios operadores. También a George W.Bush y Richard Cheney. Eso explica que, de pronto, se haya desencadenado una feroz ofensiva contra el mismo Woodward, por decirle lo que sabía a la justicia.
Días atrás, Robert Woodward –junto con Carl Bernstein, acabó con Nixon en 1973/4- declaró durante varias horas, bajo juramento, ante el fiscal especial Patrick Fitzgerald. Se trata claro, de las actuaciones vinculadas a infidencias sobre Valerie Plame, agente encubierta de la CIA (lo cual es delito federal).
Durante la deposición del 14 (recién conocida el 16), Woodward reveló haber conocido identidad y objetivos de Plame por boca de un alto funcionario de gobierno, ya en junio de 2003. Eso ocurrió justo una semana antes de que el “New York Times” lo supiera vía su periodista, Judith Miller (hoy “despedida” previo pago de un millón). Aquel dato fue publicado por el diario recién un mes más tarde.
Por tanto, Woodward pasa a ser el primer periodista enterado del secreto por una “garganta profunda” interna. Por supuesto, la clave era el curioso papel asignado a Plame por la CIA, por instrucciones del vicepresidente Cheney. A saber, espiar a su marido –el ex embajador en Nigeria, Joseph Wilson- y “castigarlo” por un informe que desmentía al gobierno. El diplomático no encontró pruebas de que ese estado hubiese facilitado a Saddam Husein insumos para un programa nuclear presuntamente bélico.
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Los dichos del veterano periodista pueden tener efectos deletéreos y ampliar los alcances del escándalo. Hasta el momento, el único chivo emisario era Lewis Libby, ex asesor jefe de Cheney. Por supuesto, todo Washington sabe que el origen real de las infidencias de Libby era el vicepresidente. Ahora, éste corre peligro y tal vez deba pensar en renunciar.
Según allegados al salón oval, Bush seguramente lo entregará a los lobos. Igual que -llegado el caso- a su eminencia gris, el predicador ultraderechista Karl Rove. Por de pronto, al parecer Bush padre y Jeb, su hermano, le han aconsejado a GWB “echar por la borda el lastre”. Ocurre que Woodward sindicó como infidente inicial no a Libby, sino a otra persona. Según los corrillos de la Casa Blanca, puede tratarse de Daniel Bartlett, otro asesor político de Cheney, Andrew Card (jefe de gabinete presidencial) o Harriet Miers, ex abogada de Bush y luego frustrada candidata a la Corte Suprema.
“No ha señalado a Rove”, se apresuró a aclarar Mark Corallo, otro asesor de Bush, sin que le preguntaran. “A esta altura de los acontecimientos –comentaba un allegado a Condoleezza Rice, secretaria de Estado-, sería más práctico hacer una lista de quienes no están comprometidos en este escándalo”.
En medio de una sospechosa ofensiva contra Woodward, donde se mezclan operadores republicanos, colegas celosos (en el “New York Times”) y el “Washington Post”, donde ese profesional y Bernstein destaparon Watergate. En cuanto a éste, salió en defensa de Woodward, denunciando que “buscan convertirlo en chivo emisario”.