Petróleo y estanflación, más de treinta años después

“Los crudos pueden llevar el mundo a la estanflación Así como los 90 generaban fuerte crecimiento y poca inflación, los años venideros auguran exactamente lo contrario y su contexto macroeconómico se parece al de los primeros 70”.

26 julio, 2006

Así teme Joachim Fels, analista alemán que trabaja en Morgan Stanley. En su perspectiva, surgen cinco puntos de contacto entre 1974 y 2006. El primero: la economía mundial afronta la virtual quintuplicación de precios petroleros, que pasaron de US$ 2,20 el barril WTO en 1971 a 11,60 en 1974 , margen repetido en 1998/07: de US$ 10 a más de 70.

Sin duda, el cimbronazo de 1973/4 fue mucho más intenso, porque ocurrió en un lapso más corto y las industrias dependían más del petróleo. También pesa el contexto: el actual deriva de demanda inesperadamente firme en el mercado real y en el especulativo. Ambas resultan de tasas bajas en las principales economías mundiales. Al revés, el auge de 1973/4 se debía mayormente a restricciones de oferta por parte de los productores grandes.

En segundo lugar y como hace tres décadas, las políticas monetarias son por demás expansivas, con tasas cortas reales negativas –inferiores a la inflación- que vienen durando mucho en las potencias. En los 70, los bancos centrales trataban de asimilar el trauma petrolero emitiendo moneda, creyendo –erróneamente, sostiene el experto- que la demanda real era lo bastante elástica como para absorber tendencias inflacionarias.

Eso fue ilusorio: la inflación subió y deprimió las tasas reales más de lo calculado. Los paralelos con 2004/7 son extraordinarios: la Reserva Federal vuelve a suponer que la mejor respuesta al alza petrolera es neutralizar sus efectos negativos sobre la demanda. Ante ello, los mercados no saben ahora exactamente qué hacer.

En tercer término, como entonces, déficit fiscal y endeudamiento público siguen altos (en Estados Unidos, sobre todo). Eso refleja una política expansiva orientada a superar la recesión de 2000/1, inclusive incentivos fiscales –que reducen ingresos genuinos al erario- y gasto excesivo. Así como, en los primeros 70, Washington financiaba su costosa intervención en Vietnam, hoy lo hace con Irak y Afganistán. Pero (a) hoy surge de pronto la crisis desencadenada por Israel y (b) la disparidad en el reparto de la torta norteamericana. En efecto, el 1% más rico se queda con 96% de los beneficios del mal llamado “crecimiento sostenido”, en particular desde 2002.

Mientras, en la Unión Europea las políticas fiscales no parecen más sanas. Por el contrario, la “muerte clínica” del pacto de estabilidad (1996), en noviembre, se combina con la imposibilidad o la renuencia de los mercados de bonos a castigar el derroche fiscal en la Eurozona (los doce adherentes a la moneda única). Ambos factores generarán aumento de déficit. Ni qué hablar de lo que puede ocurrir tras el colapso de la ronda Dohá (24 de julio).

Cuarto: las economías del Atlántico norte afrontaban en los 70 nuevos competidores; en especial Japón, Taiwán y Surcorea. Eso provocó una crisis estructural, sobre todo en la industria pesada, que deprimió el crecimiento potencial en Europa occidental y América septentrional. Ahora, China, India y los países al este de Unión Europea causan severas dislocaciones en industrias y servicios.

En quinto lugar, así como la productividad global perdió ritmo en los 70 (respecto de dinamismo imperante en los 60), hoy es probable que el mundo se acerque al fin de un “ciclo positivo” iniciado a mediados de los 90 y cifrado en la tecnología informática (TI).

Las fáciles ganancias en TI e Internet parecen agotarse en Estados Unidos y su crecimiento tiende a normalizarse. En la UE, la cosa es diferente, pues la TI no ha estimulado tanto la rentabilidad. Fels lo atribuye a “preferencias diferentes” e implica que no se repetirá la experiencia norteamericana o japonesa. Otros, simplemente, creen que el público transatlántico es menos proclive a juguetes tecnológicos o al uso compulsivo de la Red.

Todo lo anterior es un cóctel que mezcla menor crecimiento con mayor inflación, cuyo corolario podría ser un estancamiento inflacionario (“estanflación”), detonado por los hidrocarburos caros. Muchos observadores coinciden en el primer punto, algunos menos en el segundo. No obstante, los bancos centrales –esencialmente, la Reserva Federal- tienden a sobrestimar el ritmo de crecimiento potencial. El riesgo es que las políticas de crédito sigan siendo demasiado expansivas durante lapsos excesivamente largos: ahí surgirá el impulso inflacionario.

No obstante, hay una gran diferencia entre hoy y los 70: los trabajadores son menos, tienen menor poder negociador y son la variable de ajuste cuando fracasan el management o el modelo de negocios. Esto es común en las economías centrales. Hace treinta años, aparte, el desempleo era menor en esas economías, la competencia de países recién llegados no era tan intensa y el clima político era más favorable a la equidad social.

Por otro lado, la gestión empresaria no estaba tan dominada por valores provenientes de la especulación financiera. Entre ellos, la obsesión de ganancias y dividendos en perpetuo aumento. Pero esta regresión al mercantilismo del siglo XIX, muy aplaudida por el posmonetarismo, tiene un punto ciego, evidenciado en el ensayo argentino de 1990-2001: los trabajadores que pierden estabilidad, empleo o ingresos dejan de ser consumidores.

Salvo en EE.UU. –y sólo si pueden seguir endeudándose merced al crédito barato-, irán comprimiendo año a año la demanda real de bienes y servicios. Una experiencia muy común en Latinoamérica durante los últimos treinta años.

Por cierto, hoy una inflación inducida por aumento de costos laborales es poco menos que imposible. Empero, “si las políticas monetarias continúan expansivas demasiado tiempo y el futuro crecimiento de la producción pierde impulso más de lo calculado –advierte el ortodoxo Fels-, habrá serias probabilidades de una inflación superior a la que esperan mercados, analistas y bancos centrales”.

Así teme Joachim Fels, analista alemán que trabaja en Morgan Stanley. En su perspectiva, surgen cinco puntos de contacto entre 1974 y 2006. El primero: la economía mundial afronta la virtual quintuplicación de precios petroleros, que pasaron de US$ 2,20 el barril WTO en 1971 a 11,60 en 1974 , margen repetido en 1998/07: de US$ 10 a más de 70.

Sin duda, el cimbronazo de 1973/4 fue mucho más intenso, porque ocurrió en un lapso más corto y las industrias dependían más del petróleo. También pesa el contexto: el actual deriva de demanda inesperadamente firme en el mercado real y en el especulativo. Ambas resultan de tasas bajas en las principales economías mundiales. Al revés, el auge de 1973/4 se debía mayormente a restricciones de oferta por parte de los productores grandes.

En segundo lugar y como hace tres décadas, las políticas monetarias son por demás expansivas, con tasas cortas reales negativas –inferiores a la inflación- que vienen durando mucho en las potencias. En los 70, los bancos centrales trataban de asimilar el trauma petrolero emitiendo moneda, creyendo –erróneamente, sostiene el experto- que la demanda real era lo bastante elástica como para absorber tendencias inflacionarias.

Eso fue ilusorio: la inflación subió y deprimió las tasas reales más de lo calculado. Los paralelos con 2004/7 son extraordinarios: la Reserva Federal vuelve a suponer que la mejor respuesta al alza petrolera es neutralizar sus efectos negativos sobre la demanda. Ante ello, los mercados no saben ahora exactamente qué hacer.

En tercer término, como entonces, déficit fiscal y endeudamiento público siguen altos (en Estados Unidos, sobre todo). Eso refleja una política expansiva orientada a superar la recesión de 2000/1, inclusive incentivos fiscales –que reducen ingresos genuinos al erario- y gasto excesivo. Así como, en los primeros 70, Washington financiaba su costosa intervención en Vietnam, hoy lo hace con Irak y Afganistán. Pero (a) hoy surge de pronto la crisis desencadenada por Israel y (b) la disparidad en el reparto de la torta norteamericana. En efecto, el 1% más rico se queda con 96% de los beneficios del mal llamado “crecimiento sostenido”, en particular desde 2002.

Mientras, en la Unión Europea las políticas fiscales no parecen más sanas. Por el contrario, la “muerte clínica” del pacto de estabilidad (1996), en noviembre, se combina con la imposibilidad o la renuencia de los mercados de bonos a castigar el derroche fiscal en la Eurozona (los doce adherentes a la moneda única). Ambos factores generarán aumento de déficit. Ni qué hablar de lo que puede ocurrir tras el colapso de la ronda Dohá (24 de julio).

Cuarto: las economías del Atlántico norte afrontaban en los 70 nuevos competidores; en especial Japón, Taiwán y Surcorea. Eso provocó una crisis estructural, sobre todo en la industria pesada, que deprimió el crecimiento potencial en Europa occidental y América septentrional. Ahora, China, India y los países al este de Unión Europea causan severas dislocaciones en industrias y servicios.

En quinto lugar, así como la productividad global perdió ritmo en los 70 (respecto de dinamismo imperante en los 60), hoy es probable que el mundo se acerque al fin de un “ciclo positivo” iniciado a mediados de los 90 y cifrado en la tecnología informática (TI).

Las fáciles ganancias en TI e Internet parecen agotarse en Estados Unidos y su crecimiento tiende a normalizarse. En la UE, la cosa es diferente, pues la TI no ha estimulado tanto la rentabilidad. Fels lo atribuye a “preferencias diferentes” e implica que no se repetirá la experiencia norteamericana o japonesa. Otros, simplemente, creen que el público transatlántico es menos proclive a juguetes tecnológicos o al uso compulsivo de la Red.

Todo lo anterior es un cóctel que mezcla menor crecimiento con mayor inflación, cuyo corolario podría ser un estancamiento inflacionario (“estanflación”), detonado por los hidrocarburos caros. Muchos observadores coinciden en el primer punto, algunos menos en el segundo. No obstante, los bancos centrales –esencialmente, la Reserva Federal- tienden a sobrestimar el ritmo de crecimiento potencial. El riesgo es que las políticas de crédito sigan siendo demasiado expansivas durante lapsos excesivamente largos: ahí surgirá el impulso inflacionario.

No obstante, hay una gran diferencia entre hoy y los 70: los trabajadores son menos, tienen menor poder negociador y son la variable de ajuste cuando fracasan el management o el modelo de negocios. Esto es común en las economías centrales. Hace treinta años, aparte, el desempleo era menor en esas economías, la competencia de países recién llegados no era tan intensa y el clima político era más favorable a la equidad social.

Por otro lado, la gestión empresaria no estaba tan dominada por valores provenientes de la especulación financiera. Entre ellos, la obsesión de ganancias y dividendos en perpetuo aumento. Pero esta regresión al mercantilismo del siglo XIX, muy aplaudida por el posmonetarismo, tiene un punto ciego, evidenciado en el ensayo argentino de 1990-2001: los trabajadores que pierden estabilidad, empleo o ingresos dejan de ser consumidores.

Salvo en EE.UU. –y sólo si pueden seguir endeudándose merced al crédito barato-, irán comprimiendo año a año la demanda real de bienes y servicios. Una experiencia muy común en Latinoamérica durante los últimos treinta años.

Por cierto, hoy una inflación inducida por aumento de costos laborales es poco menos que imposible. Empero, “si las políticas monetarias continúan expansivas demasiado tiempo y el futuro crecimiento de la producción pierde impulso más de lo calculado –advierte el ortodoxo Fels-, habrá serias probabilidades de una inflación superior a la que esperan mercados, analistas y bancos centrales”.

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