OMC: si fracasa Ginebra, naufragará la ronda Dohá

“Desde la posguerra, una serie de rupturas ha marcado las negociaciones comerciales en el mundo. El sistema se las compuso para superarlas todas, salvo la actual. Si Ginebra fracasa, con ella lo habrá hecho la ronda Dohá”.

28 julio, 2004

Así sostiene Martin Wolf, columnista británico. “En 57 años –recuerda-, se lograron eliminar barreras, se promovió la expansión de corrientes comerciales y se firmaron acuerdos aceptados por casi todos los países. Vistos desde las economías centrales, son logros que no debieran echarse a un lado”.

Pero el sistema ha sido víctima de sus éxitos tanto como de sus fracasos. Al ampliar alcances reguladores, lo que hoy es la Organización Mundial de Comercio –antes, Acuerdo General sobre Comercio y Tarifas- se ha convertido en una estructura pesada, burocrática, a la cual le cuesta seguir avanzando.

En particular, dos aspectos -agro y servicios- son claves para el futuro porque, juntos, afectan la oferta y la demanda de bienes. Al involucrarse en leyes, pautas, subsidios y otras medidas locales, la entidad también se ha politizado. Como contrapartida, la actual negociación y sus disputas ponen en evidencia un vasto cuerpo de normas cada día más difícil de hacer respetar. Con casi 150 miembros y más a la puerta, muchos de ellos insignificantes, el consenso se torna casi imposible.

Estos problemas son hoy más perceptibles. De los tres últimos encuentros ministeriales, dos (Seattle 1999, Cancún 2003) acabaron en el fracaso. El de Dohá, que abrió la rueda homónima, marchó bien, pero por el momento psicológico: se hizo poco después de los ataques terroristas contra Estados Unidos (11 de septiembre de 2001).

Esta semana le toca el turno a Ginebra. “Si esta reunión no consigue resolver, siquiera, la futura agenda de la ronda –presume Wolf-, probablemente postergará todo sin fecha. En ese punto, las potencias comerciales podrían muy bien abandonar una entidad que ven menos y menos funcional a sus intereses”. Curiosamente, el entorno ultraconservador de George W.Bush piensa igual del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Por consiguiente, habrá un aumento de unilateralismo, bilateralismo y regionalismo. “La globalización comercial volverá a encapsularse”, preveía meses atrás Joseph Stiglitz, Nobel económico 2001. Según teme el columnista, “un hito en materia de gestión internacional irá languideciendo, precisamente cuando la OMC más se necesita para absorber nuevas potencias económicas y comerciales, cuyas matrices no son las del capitalismo occidental”.

El precio del fracaso será alto, pero también lo sería el rédito del éxito. Algunos trabajos del Banco Mundial sugieren que un comercio internacional sin trabas (no “libre”, un concepto equívoco) resultaría en US$ 520.000 millones de nuevos flujos anuales hacia 2015. Con cierto optimismo panglosiano, el BM cree que la mitad de eso beneficiaría a países subdesarrollados y en desarrollo.

En vena semejante, el analista ortodoxo William Cline (Institute for International Economics, Washington) sostiene que “el libre comercio podría reducir la pobreza global y beneficiar a unos 540 millones de personas. O sea, 25% de los futuros pobres en 2015”. Stiglitz, Jeffrey Sachs y Paul Krugman tachan esas proyecciones de “falsamente rosadas, a medida de los mercados financieros”.

Wolf confiesa no sentirse idóneo para incursionar en ese terreno. Igual, se centra en el Grupo de los 90, compuesto de estados comercialmente chicos y débiles. Estos países “tienen legítimas dudas sobre los efectos de la derregulación mundial, en especial si elimina preferencias en su favor. Particularmente, en ciertos insumos y productos primarios”.

Un reciente estudio hecho por el departamento británico de Industria y Comercio es ilustrativo. Muestra que el algodón representa 5 a 10% de cada producto bruto interno en Benín, Burkina Faso, Chad, Malí y Togo. Pero, en EE.UU., apenas 25.000 explotaciones algodoneras perciben en subsidios (cerca de US$ 3.000 millones anuales) más que el PBI de Burkina Faso, donde dos millones dependen del mismo cultivo. “Esto es escandaloso”, apunta el analista.

Otro sector, el Grupo de los 20, incluye gigantes del futuro –Brasil, India, China- que forman una categoría por sí solos. El G-20 tiene mejores posibilidades de sacar ventaja si el comercio global realmente se destraba, pero manteniendo un código ordenado de normas. Por eso, es el más interesado en continuar negociaciones, especialmente sobre subsidios agrícolas.

Pero la receta de Wolf es ambigua: abrir substancialmente esas economías, como condición previa a negociar subsidios con EE.UU., la Unión Europea y Japón. El francés Pascal Lamy no podía haberlo dicho mejor. Esto lleva al tercer grupo, el más poderoso: las economías ricas, dueñas de la pelota.

¿Por qué? Porque la UE y EE.UU., entre ellas, son responsables directos de salvar la ronda Dohá. Para hacerlo, deberán satisfacer los planteos del G-90, por lo menos. Pero, esencialmente –señala Wolf-, “tienen que reformar drásticamente sus grotescas políticas agrícolas. Las mismas que acaba de reivindicar Jacques Chirac, un campeón mundial del dumping”. Lo malo es que París no esté solo y, en Washington, ni Bush ni su eventual sucesor, John Kerry, se diferencien mucho de los franceses.

Así sostiene Martin Wolf, columnista británico. “En 57 años –recuerda-, se lograron eliminar barreras, se promovió la expansión de corrientes comerciales y se firmaron acuerdos aceptados por casi todos los países. Vistos desde las economías centrales, son logros que no debieran echarse a un lado”.

Pero el sistema ha sido víctima de sus éxitos tanto como de sus fracasos. Al ampliar alcances reguladores, lo que hoy es la Organización Mundial de Comercio –antes, Acuerdo General sobre Comercio y Tarifas- se ha convertido en una estructura pesada, burocrática, a la cual le cuesta seguir avanzando.

En particular, dos aspectos -agro y servicios- son claves para el futuro porque, juntos, afectan la oferta y la demanda de bienes. Al involucrarse en leyes, pautas, subsidios y otras medidas locales, la entidad también se ha politizado. Como contrapartida, la actual negociación y sus disputas ponen en evidencia un vasto cuerpo de normas cada día más difícil de hacer respetar. Con casi 150 miembros y más a la puerta, muchos de ellos insignificantes, el consenso se torna casi imposible.

Estos problemas son hoy más perceptibles. De los tres últimos encuentros ministeriales, dos (Seattle 1999, Cancún 2003) acabaron en el fracaso. El de Dohá, que abrió la rueda homónima, marchó bien, pero por el momento psicológico: se hizo poco después de los ataques terroristas contra Estados Unidos (11 de septiembre de 2001).

Esta semana le toca el turno a Ginebra. “Si esta reunión no consigue resolver, siquiera, la futura agenda de la ronda –presume Wolf-, probablemente postergará todo sin fecha. En ese punto, las potencias comerciales podrían muy bien abandonar una entidad que ven menos y menos funcional a sus intereses”. Curiosamente, el entorno ultraconservador de George W.Bush piensa igual del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Por consiguiente, habrá un aumento de unilateralismo, bilateralismo y regionalismo. “La globalización comercial volverá a encapsularse”, preveía meses atrás Joseph Stiglitz, Nobel económico 2001. Según teme el columnista, “un hito en materia de gestión internacional irá languideciendo, precisamente cuando la OMC más se necesita para absorber nuevas potencias económicas y comerciales, cuyas matrices no son las del capitalismo occidental”.

El precio del fracaso será alto, pero también lo sería el rédito del éxito. Algunos trabajos del Banco Mundial sugieren que un comercio internacional sin trabas (no “libre”, un concepto equívoco) resultaría en US$ 520.000 millones de nuevos flujos anuales hacia 2015. Con cierto optimismo panglosiano, el BM cree que la mitad de eso beneficiaría a países subdesarrollados y en desarrollo.

En vena semejante, el analista ortodoxo William Cline (Institute for International Economics, Washington) sostiene que “el libre comercio podría reducir la pobreza global y beneficiar a unos 540 millones de personas. O sea, 25% de los futuros pobres en 2015”. Stiglitz, Jeffrey Sachs y Paul Krugman tachan esas proyecciones de “falsamente rosadas, a medida de los mercados financieros”.

Wolf confiesa no sentirse idóneo para incursionar en ese terreno. Igual, se centra en el Grupo de los 90, compuesto de estados comercialmente chicos y débiles. Estos países “tienen legítimas dudas sobre los efectos de la derregulación mundial, en especial si elimina preferencias en su favor. Particularmente, en ciertos insumos y productos primarios”.

Un reciente estudio hecho por el departamento británico de Industria y Comercio es ilustrativo. Muestra que el algodón representa 5 a 10% de cada producto bruto interno en Benín, Burkina Faso, Chad, Malí y Togo. Pero, en EE.UU., apenas 25.000 explotaciones algodoneras perciben en subsidios (cerca de US$ 3.000 millones anuales) más que el PBI de Burkina Faso, donde dos millones dependen del mismo cultivo. “Esto es escandaloso”, apunta el analista.

Otro sector, el Grupo de los 20, incluye gigantes del futuro –Brasil, India, China- que forman una categoría por sí solos. El G-20 tiene mejores posibilidades de sacar ventaja si el comercio global realmente se destraba, pero manteniendo un código ordenado de normas. Por eso, es el más interesado en continuar negociaciones, especialmente sobre subsidios agrícolas.

Pero la receta de Wolf es ambigua: abrir substancialmente esas economías, como condición previa a negociar subsidios con EE.UU., la Unión Europea y Japón. El francés Pascal Lamy no podía haberlo dicho mejor. Esto lleva al tercer grupo, el más poderoso: las economías ricas, dueñas de la pelota.

¿Por qué? Porque la UE y EE.UU., entre ellas, son responsables directos de salvar la ronda Dohá. Para hacerlo, deberán satisfacer los planteos del G-90, por lo menos. Pero, esencialmente –señala Wolf-, “tienen que reformar drásticamente sus grotescas políticas agrícolas. Las mismas que acaba de reivindicar Jacques Chirac, un campeón mundial del dumping”. Lo malo es que París no esté solo y, en Washington, ni Bush ni su eventual sucesor, John Kerry, se diferencien mucho de los franceses.

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