No es igual para todos. Las empresas estadounidenses que importan productos y servicios fabricados por ellas en otras partes del planeta, temen represalias comerciales, que les impongan altos aranceles y que se desate una guerra comercial que los perjudique en ambas puntas del camino.
Las automotrices fueron las primeras en ser amenazadas y en responder a las exigencias en tono conciliador, anunciando nuevas inversiones en el país. Le siguieron las farmacéuticas –condenadas por Trump por lo que llamó precios excesivos de los medicamentos- que anunciaron más inversiones y la creación de centros de investigación y desarrollo.
Las instituciones financieras tienen una actitud tranquila. Saben que no gozan de la simpatía de los grandes públicos, entre ellos los que votaron por Trump. Pero, hasta donde avizoran, no tendrán problemas con el nuevo gobierno, de cuyo accionar esperan obtener muy buenas ganancias.
Las que temen ser el pavo de la boda, son las tecnológicas. Silicon Valley está sobre ascuas. No sólo por su militancia contra el Trump candidato. Advierten que mucha gente piensa que tanto veloz desarrollo en inteligencia artificial y en robótica, solo sirve para crear más desempleo. Una materia con la que Trump tiene un enorme compromiso.
Otro tema es la inmigración selectiva de científicos y especialistas. Silicon Valley se nutre de este talento que se ha desarrollado a expensas de otros países emergentes. Si se suspenden las visas temporarias, este delicado mecanismo se echa a perder.
El telón de fondo para el mundo empresarial es la prometida reducción de impuestos. Si se concreta, muchas de estas firmas repatriarán billones de dólares que mantienen ahora en bancos extranjeros.
Pero como lo saben bien los hombres de negocios, las promesas de campaña no siempre se cumplen. De modo que, aún con expectativa positiva, aguardarán a ver signos concretos de la política económica que les conviene.