Paul Baran es conocido como uno de los padres del método de transmisión de datos, un detalle que interesa a pocos pero que resulta muy relevante en los tiempos que corren. ¿Por qué? Porque Baran imaginó un ecosistema en el que se pudiesen hacer todas las actividades diarias – comprar la comida, hacerse de una camisa, buscar el horario del cine, pagar las cuentas- de manera centralizada.
El sueño de Baran tardó en hacerse realidad pero finalmente se hizo carne en el concepto de la nube y de Internet. Pero incluso en los años 60 y 70, Baran estaba preocupado por lo que esto significaría para la privacidad de las personas que deberían entregar sus datos a un puñado de empresas concentradas, las que manejasen ese ecosistema cerrado. O peor, al gobierno.
De alguna manera, leer sobre estos miedos nos hace entender que el problema de la privacidad, de quién es dueño de los datos, no es contemporáneo. No se trata ni de Edward Snowden actuando como “whistleblower” de las empresas de tecnología como Facebook o Apple, todas en la cama con la National Security Agency (NSA) sino de un problema más esencial: la misma tecnología que nos permite comprar por internet es la que permite, también, el espionaje, el voyeurismo y la vigilancia. Esto representa, para quienes han vivido el inicio de la época dorada de Internet, el fin de la inocencia: la sensación de emancipación y libertad que dieron las nuevas tecnologías a través de la masificación de Internet, principalmente, hoy se ve manchada por gobiernos y empresas que se han adaptado rápidamente a los nuevos tiempos y comenzado a explotar los datos. ¿Lo peor? Como demostró Snowden, ahora son socios.
Ejemplos abundan. En Italia, por ejemplo, crearon una herramienta que se llama Redditometro, que permite analizar las boletas y tickets de los contribuyentes para verificar si gastan más de lo que dicen que ganan. Si la utopia de los pagos móviles se hace realidad, empresas como Facebook o Google concentrarán aún más datos personales que podrían resultar indispensables para el fisco. Otras aplicaciones podrían ser más felices: por ejemplo, los datos recolectados podrían usarse para entender mejor el cambio climático o la epidemia de obesidad. Básicamente: las personas podrían convertirse, con el uso de dispositivos usables como Google Glass, en máquinas recolectoras de información. Las contraprestaciones son grandes: gobiernos más robustos pero también mejor salud y aire limpio. El gobierno ya no tendría que justificar ninguna acción porque podría argumentar que “nos conoce mejor que nadie” y que cuenta con la información para que funcionen.
Lo cierto es que, a medida que se generan más y más datos, las instituciones y empresas se han vuelto adictas. Las personas son celosas de sus datos excepto cuando van en contra de su interés personal de usar Gmail o chatear con amigos.
En este nuevo mundo de Internet lo que se necesita, potencialmente, es más legislación que entienda que los datos tienen valor y que las personas tienen el derecho a venderlos o no. Este nuevo régimen de propiedad podría reforzar la privacidad de las personas porque, para vender los datos a buen precio, deben asegurarse de no ir regalándolos por ahí. Posiblemente todos los males sigan existiendo –el gobierno siga vigilando, las empresas sigan pagando para acceder a la información- pero los datos ya no serán esa materia liquida sobre la que no se tiene ningún control.