Por Pascual Albanese (*)
Si hiciera falta algo para calibrar su significación, baste recordar que horas antes de difundirse el texto de la renuncia el nuevo Secretario de la Agencia Federal de Información (AFI), Agustín Rossi, afirmó que el acto de celebración del centenario de la fundación de YPF, donde la vicepresidenta amonestó públicamente a Alberto Fernández, había sido “una muy buena puesta en escena que afloja las tensiones de aquí en adelante” y subrayó también que Kulfas es “el economista que mejor expresa el pensamiento del Presidente”.
Con independencia de los pintorescos ingredientes que colorearon este episodio, y al margen de las intenciones de sus diferentes protagonistas, este entredicho puso de manifiesto una cuestión de carácter estructural y de elevado impacto político y social que golpea a la economía argentina.
El déficit energético requiere la erogación de miles de millones de dólares anuales para la compra de combustibles a un precio internacional que aumenta por la guerra de Ucrania, torna inviable el cumplimiento de las metas acordadas por el gobierno con el Fondo Monetario Internacional sobre la acumulación de reservas del Banco Central, complica las metas presupuestarias por dificultar la reducción de los subsidios a las tarifas públicas y hace que, pese a que el mismo conflicto permite que las exportaciones agroindustriales (por valor, no por volumen) alcancen en 2022 un récord histórico, la Argentina experimente un estrangulamiento en la balanza de pagos que afecta el abastecimiento de insumos básicos para su sistema productivo.
Pero lo que sucede con el gasoducto Néstor Kirchner no es un rayo que cayó en medio de una noche estrellada. Más allá de las razones y sinrazones argumentadas por los distintos actores de esta disputa para deslindar sus respectivas responsabilidades políticas, lo cierto es que esta obra de importancia estratégica para la Argentina podría haber estado terminada hace ya más de doce meses, lo que hubiera permitido ahorrar un sideral monto de divisas gastadas en importaciones de energía y evitado el faltante de gasoil que afecta a la gran parte del territorio.
La razón de este fracaso tiene una raíz eminentemente política. Desde diciembre de 2019, el área energética del gobierno, incluidas la Secretaría de Energía, YPF, la empresa EASA (ex ENARSA) y los entes reguladores del gas y la electricidad, quedó “tercerizada” en manos de un equipo del Instituto Patria que nunca reportó ni al Ministerio de Producción, de la que dependió al principio, ni tampoco al Ministerio de Economía, adonde fue transferida posteriormente.
La permanencia del Subsecretario de Energía Eléctrica, Federico Basualdo, frente al pedido de renuncia que le hiciera el Ministro de Economía, Martín Guzmán, simbolizó acabadamente la dimensión de una anomalía estructural que sigue vigente y se manifiesta en la puja por los incrementos tarifarios. En los hechos, la Secretaría de Energía y sus organismos y empresas dependientes no están sujetos a la autoridad presidencial. En la práctica, es como si la realización del gasoducto no dependiera de un solo gobierno, sino que exigiese la coordinación entre dos poderes autónomos. Esto ayuda a entender las causas de la demora en la construcción.
Lo que sucedió constituye entonces una consecuencia directa de la debilidad de origen que afecta a la institución presidencial, cuya evaporación definitiva comienza a olfatearse en el peronismo. En diciembre de 2019, la mayoría de los gobernadores peronistas, las organizaciones sindicales y los movimientos sociales todavía alentaban una ruptura de Alberto Fernández con Cristina Kirchner para construir un poder político con capacidad suficiente para ejercer el poder.
Treinta meses después aquellas expectativas originarias aparecen absolutamente diluidas. Con un agravante: quienes entonces apostaban a ese acto de emancipación presidencial contemplan ahora con preocupación el fenómeno inverso. No es Fernández quien rompe sino la vicepresidenta la que busca desentenderse de la suerte de un gobierno surgido de su iniciativa política.
Desde el “kirchnerismo” Alicia Castro sintetizó brutalmente esa realidad con una frase lapidaria y también elípticamente autocrítica: “a un presidente no lo puede elegir una sola persona y por un tweet”. La contracara de esa misma moneda fue el acto de apoyo a Fernández organizado por la UOCRA, donde Gerardo Martínez simbólicamente obsequió una lapicera, ese mismo objeto que Cristina Kirchner le exige usar, a un presidente que, para ratificar aquello de que una imagen vale más que mil palabras, entonó una canción de Litto Nebbia titulada “Solo quiero vivir”.
Cada vez más aislado, Fernández llama desesperadamente a la unidad del Frente de Todos para evitar el retorno de Mauricio Macri y de la “derecha maldita”. La vocera presidencial, Gabriela Cerruti, advierte que “si seguimos así en 2023 gana la derecha”.
Para Cristina Kirchner, la unidad no es un fin en sí mismo. Según su análisis, lo fundamental en esta etapa es no desdibujar una identidad construida durante diecinueve años y consolidar una estructura territorial basada en la provincia de Buenos Aires y en el sistema de cuadros de La Cámpora, abastecido por las estructuras de la ANSES, el PAMI, YPF y otras “cajas” estatales, para sobrevivir políticamente a una derrota electoral en 2023.
Paradójicamente, o no tanto, esa visión de la vicepresidenta, que privilegia una reafirmación identitaria por sobre la unidad de la coalición que en 2019 le permitió unificar a la mayoría del peronismo y llevar al gobierno a Fernández, guarda un extraordinario paralelismo con el planteo de Macri en Juntos por el Cambio. Para Macri, lo principal es profundizar la pureza ideológica del PRO, diferenciada del radicalismo, dejando una puerta abierta para un entendimiento con Javier Milei, aunque esa opción haga estallar por los aires el acuerdo que en 2015 le posibilitó derrotar al ahora reaparecido Daniel Scioli.
Lo que sucede es que la lucha política tiene características sistémicas. La pérdida de centralidad de Cristina Kirchner como factor determinante promueve entonces un reacomodamiento en todos los sistemas de alianzas que afecta tanto al oficialismo como a la oposición en todas sus variantes. El epicentro de la política argentina ya no es la fuerte concentración del poder que caracterizó a la “era” K sino más bien su desintegración. En el peronismo este nuevo escenario de vacancia de liderazgo provoca un estado de desorientación que genera diversos intentos orientados a cubrir ese vacío, sea por dentro o por fuera del Frente de Todos.
En Juntos por el Cambio el agotamiento del “kirchnerismo” fortalece la voluntad del radicalismo presidido por Morales, ratificada en la última convención nacional partidaria realizada en La Plata, de disputar al PRO el liderazgo de la coalición, vetar la incorporación de Milei, promover una ampliación hacia sectores del peronismo “anti K”, tal cual postula también coincidentemente Horacio Rodríguez Larreta, y potenciar la candidatura de Facundo Manes, un “outsider” ajeno a la política tradicional que forjó un acuerdo estratégico con el gobernador de Jujuy y con Enrique Nosiglia. La virulenta carta en la que Morales cuestionó a Macri por sus críticas al “populismo” de Hipólito Yrigoyen traduce la existencia de un replanteo estratégico de incierto final.
En medio de este escenario de desconcierto y frente a la descomposición del vértice del poder nacional, irrumpen iniciativas de naturaleza territorial, en principio de carácter defensivo, para constituir un polo de poder geográficamente localizado en el interior para competir con el AMBA, la región que monopolizaba virtualmente el espacio de decisión política, con el ”kirchnerismo” atrincherado en el conurbano bonaerense y el PRO en la ciudad de Buenos Aires.
La manifestación más elocuente de esta tendencia es la institucionalización de la Asamblea de Gobernadores del Norte Grande, que si bien presenta entre sus diez integrantes una clara mayoría peronista incluye en su seno a Morales y al gobernador de Corrientes, Gustavo Valdez, y cuenta con el protagonismo del Jefe de Gabinete, Juan Manzur, quien redescubre en su condición de gobernador en uso de licencia en Tucumán un espacio de acción más relevante que el derivado de sus actuales funciones en el gobierno nacional.
La consolidación de ese reagrupamiento quedó rubricada con la creación de una Agencia de Inversión y Comercio Exterior del Norte Grande de carácter interprovincial y la decisión de articular una acción coordinada con la Región Centro, integrada por Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos, corazón de la Argentina agroindustrial.
Un sector del “kirchnerismo”, que naturalmente descarta por completo la posibilidad de una reelección de Fernández, impulsa una elección abierta de la futura fórmula presidencial del oficialismo en la que puedan participar sin restricciones todos los sectores internos del peronismo. Esa alternativa fue explicitada por el gobernador de Chaco, Jorge Capitanich, en su visita al gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, a quien intentó vanamente de convencer de la necesidad de participar en esa competencia, y signó también el encuentro nacional organizado en Mendoza por la senadora nacional Anabel Fernández Sagasti, con la inspiración del Ministro del Interior, Wado De Pedro, cónclave que contó con la participación del ex gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, cuyo encendido discurso, que enfatizó su no pertenencia al FdT, expresó una visión disruptiva y una alternativa diferente para el futuro del peronismo.
Esa presencia de Urtubey, quien en 2019 integró como candidato a vicepresidente la fórmula de Consenso Federal encabezada por Roberto Lavagna, fue gestionada precisamente por De Pedro con la misma intención que animó la visita de Capitanich a Schiaretti, quien a su vez realizó una sugestiva aparición política en la ciudad de Buenos Aires para exponer en un seminario organizado por el Grupo Clarín, en un gesto que refleja su pretensión de trascender los límites geográficos y conceptuales del ”cordobesismo” para alcanzar proyección nacional.
Ninguna de estas referencias es anecdótica: los diputados de Consenso Federal comparten con la representación de Córdoba el Bloque Interfederal en la Cámara de Diputados, transformado en un factor determinante para las votaciones en un Parlamento signado por un delicado equilibrio de fuerzas, producto de la categórica derrota del oficialismo en las elecciones de medio término de noviembre pasado.
Vale recordar que el domicilio de Urtubey en San Isidro había sido semanas atrás el escenario del asado que juntó a Schiaretti y Morales con los diputados Florencio Randazzo y Graciela Camaño, (ambos del Interbloque Federal), sus colegas Rogelio Frigerio (del ala aperturista del PRO y próximo a Rodríguez Larreta) y Emilio Monzó (extrapartidario de Juntos por el Cambio), el intendente de Rosario, Pablo Javkin, y el ex gobernador radical de Chaco Angel Rosas.
Esa heterogeneidad reconoce empero tres comunes denominadores significativos: la voluntad de construir una alternativa superadora de “la grieta”, el diagnóstico compartido sobre el peligro del estallido de una crisis de gobernabilidad antes de las elecciones presidenciales y los vínculos políticos y personales que Morales, Monzó y Camaño (al igual que Rodríguez Larreta) mantienen con Sergio Massa, una añeja relación que ya les originó una reprimenda pública de Macri.
Este protagonismo de Massa es el resultado del debilitamiento generalizada del sistema político. Fernández no está en aptitud de definir el rumbo de su gobierno. Cristina Kirchner conserva poder de veto pero sabe que, en caso de acefalia, no está en condiciones de hacerse cargo del poder. En ese contexto, la Cámara de Diputados se convierte en el ámbito institucional necesario para las negociaciones entre las diversas facciones del oficialismo y la oposición. Esta concatenación de circunstancias, más que su propia estrategia de acumulación de poder, colocan a Massa en una posición expectable ante cualquier situación de emergencia.
Puesto entre la espada y la pared, y por elementales razones de supervivencia, Fernández queda obligado a sostener a cualquier costo la unidad del Frente de Todos. Ese esfuerzo ciclópeo lo lleva a respaldar la propuesta de ampliación de la Corte Suprema de Justicia y el proyecto de impuesto a la “renta inesperada”, dos iniciativas “principistas” de imposible materialización, motorizadas por el “kirchnerismo”, que abren sendos nuevos frentes de conflicto.
Mientras obligado por las circunstancias transita una vez más un camino de confrontación destinado al fracaso, el gobierno tiene que lidiar con el agravamiento de la crisis económica, exhibida en la tasa de inflación y el déficit energético. Nada indica que pueda hacerlo con éxito.
Al igual que la Naturaleza, la política aborrece al vacío. La actual descomposición del poder es la fase preliminar de un ineludible proceso de recomposición, cuya direccionalidad hay que rastrear en los síntomas de la actual desintegración. Con semejante panorama por delante, 2023 aparece todavía un horizonte aún demasiado lejano. Para avizorar el futuro, convendría focalizar primero la atención en lo que ocurra el segundo semestre de 2022.
(*) Es vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico y cofundador del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario.