La estrategia de la no estrategia tiene alguna probabilidad de seguir su curso por un tiempo más, pero no es el mejor camino disponible, concluye el economista, al analizar el período que la Presidenta llamó la “década ganada” (en contraste con la “década perdida” con que se denomina a los `80). Le atribuye a la definición cierto fundamento si sólo se concentrase en la comparación entre puntas del ciclo. Pero en el que en realidad se han mezclado años de crecimiento vertiginoso y mejoras sociales aceleradas con otros de estancamiento en ambos terrenos, en especial en la última parte. Algo que no debería llamar la atención, atendiendo la historia económica argentina de las últimas décadas.
Esta “década ganada” es, de acuerdo con el relato oficial, producto de un modelo productivo y de inclusión social que fue implementado a comienzos de 2003 y que se ha mantenido incólume desde entonces.
Sin embargo, esta afirmación adolece de dos errores.
Por un lado, una buena parte de las bases macroeconómicas que rigieron a principios de la primera administración ya estaba en vigencia previamente a la asunción de Néstor Kirchner.
Lo que de ninguna manera resta significancia a la tarea del ex Presidente y su equipo, ya que tuvieron el mérito de continuar con lo bueno del período de transición anterior y sacarle provecho.
Por el otro lado, quizás más relevante para la coyuntura actual, considerar estos últimos años como un todo y como un único esquema de política económica es desde nuestra perspectiva un error. Es que, de acuerdo con nuestro diagnóstico, la “década ganada” está compuesta por tres etapas, y no sólo una.
Bajo nuestro esquema de análisis, el período puede dividirse en tres, con quiebres que no son del todo contundentes pero que pueden identificarse de una manera más o menos clara. Una diferencia que no es menor, ya que los resultados a los que se llega siguiendo este camino abren un manto de dudas acerca de las bondades de la década.
La primera etapa en el que dividimos todo el período es la de la abundancia, que abarca desde 2003 al 2007, caracterizada por un alto crecimiento en un ambiente de baja inflación.
Y donde la economía mostraba fortalezas macroeconómicas inéditas, con superávits fiscal y externo, desendeudamiento público y privado, tipo de cambio competitivo e incremento incesante de las reservas internacionales. Lo que se tradujo rápidamente en una mejora de los indicadores sociales, con caída del desempleo por un fuerte aumento de la creación de nuevos puestos de trabajo en el sector privado y reducción de la pobreza e indigencia (con una política social agresiva por parte de las autoridades nacionales).
Esta etapa supo aprovechar el “viento de cola externo” que favoreció a toda la región, que se vio reflejado en términos del intercambio extraordinarios y un flujo de capitales hacia Latinoamérica sin precedentes. A lo que se sumó un punto de partida poscrisis de 2001-02 muy favorable, con recursos productivos ociosos (una capacidad instalada muy poco utilizada y un desempleo muy alto) y un tipo de cambio real muy elevado (gracias al pequeño pass-through de la devaluación del peso a los precios domésticos). Lo que dio lugar a la posibilidad de crecer a tasas inéditas sin chocar con las restricciones fiscales ni externas, evitando repetir la historia de las décadas anteriores.
Resumidamente, se puede decir que esta etapa resolvió con éxito tres cuestiones clave para encender el crecimiento con equidad, aprovechando un contexto internacional sumamente positivo: inversión+ generación de empleo + políticas de inclusión social.
Pero, lamentablemente, durante este período se falló en sentar las bases para sostener el crecimiento.
No hubo orden fiscal suficiente, monetario ni financiero, ni estrategia de inserción en la economía global, ni se construyeron consensos distributivos compatibles con incentivos a la inversión, entre los grandes temas. Y lo que quizá es aún más importante, se sostuvo una política energética errada, factor determinante detrás de la pérdida de los “superávits gemelos”, dado que la política de subsidios ha contribuido notablemente al déficit fiscal, al tiempo que impulsó la demanda de energía y erosionó la oferta, revirtiendo el superávit comercial externo del sector.
Esto dio paso a una nueva etapa, en la que en lugar de mejorar y cambiar estas cuestiones se intentó emparchar las fallas de la anterior. Una etapa donde quedó de lado la abundancia, las restricciones fiscal y externa comenzaron a operar en mayor o menor medida y, por ende, los grados de libertad de la política económica se redujeron.
Así, en medio de una volatilidad más acentuada de la mano de estos menores márgenes y un contexto externo convulsionado, la economía mostró mayor heterogeneidad en materia de crecimiento (con años buenos y otros malos), con una tendencia a la desaceleración.
Con una característica que distinguió a la etapa: una inflación en ascenso hasta estabilizarse en niveles elevados.
Una etapa que, como se dijo, tuvo sus bajos y altos dentro de una mayor volatilidad, y que tuvo su final en 2011. Ese año, todos los parches a las inconsistencias arrastradas desde la etapa anterior se mostraron insuficientes para contener las presiones por todos lados a la política económica, empujando un cambio de régimen. Esto es, no ya modificaciones sobre una misma base de política económica, sino un cambio total de las reglas de juego. Lo que abrió una nueva etapa, la de la escasez.
Este período apagó el crecimiento.
La inversión se desplomó y la economía dejó de generar puestos de trabajo en el sector privado, poniendo en peligro los logros en inclusión social porque el empleo es el arma más poderosa para crear oportunidades de progreso, y por una inflación que deteriora el poder adquisitivo de salarios y subsidios.
La economía volvió así a entrar de lleno definitivamente a los ciclos de stop-and-go que la caracterizaron en toda la posguerra, con sucesión de recesiones y expansiones en el marco de inflación alta. Aunque con una diferencia no menor. El contexto internacional, representado en un precio de la soja en torno a los US$500 por tonelada, y una presión fiscal inédita, con una recaudación que subió 10% del PBI en todos estos años. Luce prácticamente inexplicable que haya faltante de dólares y problemas fiscales en un escenario con esas dos características.
Sólo la mala praxis de las autoridades puede explicar que esto suceda.
LA ESTRATEGIA DE LA NO ESTRATEGIA
La estrategia exitosa de la etapa de la abundancia se fue agotando por sí sola, y el nuevo escenario demandó un cambio. Cambio que no significaba necesariamente deshacer todo lo bueno que se había hecho en materia económica y social, sino reenfocar la mira y reorientar los instrumentos.
Sin embargo, se hizo todo lo que estaba al alcance para seguir haciendo lo mismo que tantos resultados positivos había dado. Lo que generó ya los primeros problemas e inconsistencias entre 2008 y 2011, quizás no tan visibles para la mayoría de la población.
La cuestión fue que cuando quedó en evidencia que el cambio era inevitable allá por mediados o fines de 2011 no hubo un norte para dónde ir. Lo que dio comienzo a la etapa de la escasez, donde primó la estrategia de la no estrategia.
Es decir, una sucesión de parches y soluciones parciales, que muchas veces implican marchas y contramarchas sobre un mismo tema, que otras tantas son hasta contradictorias unas con otras, y que siempre han sido mal implementadas y peor comunicadas. Por lo que incluso cuando en algún caso eran pasos en el camino correcto, no lograron tener los efectos buscados. Y que, ante la falta de un todo organizador y una línea clara a seguir, terminan sin resolver los problemas de fondo. Generando además, y por si fuera poco, conflictos adicionales que en muchos casos son aún más graves y de más difícil resolución que los anteriores.
Así, se termina conviviendo con las mismas cuestiones irresueltas que son producto de haber estirado un set de políticas que no servía por un tiempo mayor al recomendado, pero se suman además nuevos temas que elevan la vara y aumentan (a un ritmo cada vez más acelerado) los riesgos a los que estamos expuestos. Y que tampoco le asegura al gobierno las condiciones propicias para sostener su base política.
El gobierno da muestras de esta manera de no saber cómo reaccionar ante una nueva etapa donde la abundancia dejó de ser la regla para dejarle lugar a la escasez. Las restricciones que antes estaban ausentes ahora están más vigentes que nunca. O, en realidad, tan vigentes como siempre en la historia económica argentina.
Otra vez la economía de los ciclos de stop and go está entre nosotros. Nada va a desarticular estos ciclos de aquí en adelante si no se desactiva primero el distorsionado régimen de política económica que hoy rige. Es imposible pensar en repetir los resultados exitosos de la primera etapa si sólo hacemos cambios marginales.
Afortunadamente, a diferencia de la experiencia de las décadas pasadas, hoy existe una diferencia clave: las condiciones externas de corto, mediano y largo plazo actúan de buffer para suavizar estos ciclos.
Claro que siempre que no se hagan cosas fuera de la lógica, algo que hoy no sólo no luce imposible sino que es probable. Pero si no se hacen este tipo de cosas, lo que antes se resolvía con crisis cíclicas de gran magnitud, con efectos perjudiciales enormes en materia social, puede resolverse de una manera mucho menos traumática. Y dejar paso a una economía con un crecimiento más sustentable que sirva como plataforma para el desarrollo.
E incluso cabe la posibilidad, ausente en el pasado, de que aun sin hacer mucho este escenario de hoy de una economía que apenas crece pero no explota siga su curso por un tiempo más, de no mediar grandes shocks que cambien las condiciones que hacen esto posible. O algún evento doméstico que sacuda a una economía ya frágil y expuesta. La esencia del stop-and-go es que la economía se expande si tiene suerte y se contrae en el caso contrario, pero el crecimiento no se mantiene en el tiempo. Pero los riesgos en este caso son altos.