Este comportamiento no fue la norma en la región, donde el PBI per cápita creció 3,6% entre 2011 y 2019. Resultado de este estancamiento, la Argentina quedó en el puesto 175 sobre un total de 192 países en el ranking de crecimiento de la década en cuestión.
Mirando estos números y entendiendo que nuestro desempeño fue particular, tiene sentido preguntarnos –explica la consultora Ecolatina- por qué tuvimos esta performance tan mala: ¿cómo llegamos hasta acá? ¿hay algo rescatable, una suerte de recesión actual que siente las bases para el crecimiento futuro? O, por el contrario, ¿la década estancada también complicó los cimientos para recuperarse en los años siguientes?
Entre 2003 y 2011, el PBI promedió una suba del 7% anual, habiendo alcanzado en 2005 los niveles pre-crisis de la Convertibilidad y expandiéndose genuinamente después. Un escenario de superávits fiscal y de cuenta corriente, en un contexto de pagos de deuda externa acotados -a excepción del FMI en 2005- impulsaron a la inversión, que crecía a una tasa interanual de dos dígitos y lideraba la recuperación de la demanda. Además, un mundo de buenos precios internacionales de commodities, en especial desde 2006, y un dólar competitivo fortalecieron la entrada de divisas y alejaron potenciales expectativas de devaluación.
Sin embargo, esta época de bonanza no duraría para siempre. De hecho, en ella se generaron algunos problemas que complicarían luego la situación posterior. Concretamente, una inflación que se instaló en la zona del 20% desde 2007 -a excepción de un 2009 de crisis internacional- y un resultado fiscal que se deterioró sistemáticamente impidieron que el crecimiento sostenido perdurara.
La mejora de la demanda interna y la recuperación del salario en dólares impulsaron a las importaciones, erosionando también al superávit de cuenta corriente, que pasó a terreno negativo en 2010. Los pilares del crecimiento de la década anterior, entonces, se habían esfumado.
En este marco, en 2011-2012 recrudecieron las tensiones en el mercado cambiario, que se “resolvieron” con el cepo -de manera transitoria y postergando una solución más duradera-. Ahora bien, en lugar de promover correcciones de fondo, las restricciones del mercado cambiario se aprovecharon para abaratar al dólar oficial, impulsando así al poder adquisitivo y el consumo de las familias.
El objetivo se logró, y este componente de la demanda creció 4% entre 2012 y 2015 -ayudado también por el congelamiento tarifario, que elevó el gasto en subsidios, volviéndolo una porción tan relevante como difícil de sostener del déficit fiscal primario de 2015-. A la vez, el consumo público también trepó, motivando que el consumo total escalara 6% durante el segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.
Sin embargo, más allá de este buen desempeño, y en parte producto de las causas que le dieron origen, el resto de los componentes de la demanda se deterioraron (a modo de ejemplo, la inversión cayó 8%, en tanto las exportaciones se redujeron 16%) y el PBI de 2015 fue solo 1,5% mayor al de 2011. Considerando el crecimiento poblacional del período, el PBI per cápita marcó una caída de casi 5% en esta etapa.
En diciembre de 2015, la economía argentina tenía importantes pasivos por el lado fiscal y cambiario, además de distorsiones relevantes de precios relativos. No obstante, tenía un activo clave: el bajo nivel de deuda pública relevante -es decir, con acreedores privados y organismos multilaterales de crédito-.
Apalancándose en esta virtud, el gobierno de Cambiemos intentó corregir los desequilibrios heredados y estimular el crecimiento al comienzo de su gestión. En la primera mitad del mandato logró algo de esto, y el PBI avanzó casi 3% entre 2016 y 2017. Sin embargo, un acelerado incremento de la deuda en un país que no resolvía sus problemas de fondo frenó el influjo de capitales privados a comienzos de 2018, para luego provocar una salida constante de estas inversiones durante el año y medio siguiente.
Un déficit de cuenta corriente que había alcanzado los US$ 30.000 millones en 2017, equivalente a 5% del PBI, y una deuda en moneda extranjera que había crecido US$ 80.000 millones en dos años marcaban que la economía argentina necesitaba demasiadas divisas para funcionar; divisas que, al momento, empezaban a dejar de llegar. En este marco, y para evitar una devaluación todavía mayor -o una vuelta del cepo- el gobierno de entonces recurrió al FMI en mayo de 2018.
El préstamo del organismo multilateral aceleró el proceso de ajuste fiscal, pero limitó severamente las intervenciones del Banco Central en el mercado de cambios, motivando sucesivos saltos del dólar en la segunda mitad de 2018. En respuesta, se aceleró la inflación, que superó la barrera del 50% anual, y los salarios perdieron casi un quinto de su poder de compra. El consumo se desplomó y el PBI cayó casi 5% durante la gestión Cambiemos -y casi 8% a nivel per cápita-.
El factor pandemia
La llegada de la pandemia agravó la situación anterior, como era de imaginar. Por un lado, las restricciones operativas en una economía con demanda deprimida y sin financiamiento provocaron una caída del 10% en el PBI durante el año pasado.
A la vez, el arribo del Coronavirus motivó ciertas distorsiones que, no por necesarias fueron menos problemáticas. Si cuando Macri dejó el poder el stock de deuda era un problema, pero el esquema de precios relativos parecía más estable y el resultado fiscal primario se había equilibrado, en 2020 se atrasaron las tarifas y se disparó el déficit fiscal primario.
Aunque este último se está revirtiendo en 2021, su financiamiento generó un aumento de la deuda y la emisión monetaria a lo largo del año pasado. Por este motivo, se endurecieron sensiblemente las restricciones a la compra de divisas, que ya habían sido reimpuestas en 2019 (y que alejan a los inversores de nuestro país).
Si bien la reestructuración de la deuda con acreedores privados relajó el perfil de pagos hasta 2024, y un posible acuerdo con el FMI -en 2022- despejaría los vencimientos inmediatos, lo cierto es que el stock de deuda relevante del Estado Nacional sigue siendo un problema en la actualidad.
Por lo tanto, los problemas de 2019 siguen vigentes en 2021, a la vez que algunos de los desafíos que se habían corregido entre 2016 y 2019 reaparecieron durante -y en parte por- la pandemia. La década estancada, entonces, generó los cimientos para seguir estancados un tiempo más.
Si nuestro país creciera los próximos diez años a la tasa promedio a la que creció la región entre 2011 y 2019 (+2,5%), recién en 2032 recuperaríamos el PBI per cápita de 2011.
Este escenario distaría de parecerse a la economía argentina de los últimos años, que nos tiene acostumbrados a una inestabilidad mayor. Sin embargo, esta tasa de crecimiento tampoco es exagerada si tenemos en cuenta los números observados a principios de siglo. Más allá de esto, el punto es que, incluso en un futuro “auspicioso”, nos tomará al menos una década para volver a los máximos anteriores.
En la última década, las variables más relevantes de la economía se deterioraron en nuestro país: actividad, inflación, resultado fiscal y situación del mercado cambiario, entre otros, están hoy más complicados que hace diez años. Además, como consecuencia de esta caída, los indicadores sociales -pobreza e indigencia, principalmente- también empeoraron. La situación es difícil, pero los resultados no están puestos: nunca es tarde para volver a crecer y empezar a parecerse más a la norma global que ser la excepción. El futuro nunca está determinado ni condenado.