La mayoría de los analistas focalizan la mirada en las peripecias internas del Frente de Todos, o – lo que resulta aún más irrelevante – en las pujas intestinas en Juntos por el Cambio.
Por Pascual Albanese (*)
Y advierten con tono adusto sobre el serio peligro de una debacle si no se cumple con ciertos requisitos, que suelen variar según las preferencias de los opinantes.
Dichas visiones ignoran un hecho central: esa crisis ya está en desarrollo y su irrupción se adelantó en el tiempo a la indispensable reformulación del sistema de poder instaurado en diciembre de 2019 y herido de muerte tras la derrota gubernamental en las elecciones legislativas, una cuestión que demanda la aparición de un liderazgo político capaz de hacerse cargo de esta situación de emergencia.
El punto neurálgico que determina la aceleración de los acontecimientos es el agotamiento de las reservas del Banco Central y la necesidad de apresurar un acuerdo de facilidades extendidas con el Fondo Monetario Internacional que restablezca un mínimo de confianza interna y externa y evite la propagación de un clima de pánico generalizado, propicio para desencadenar una estampida cambiaria y una corrida bancaria con características económicamente muy diferentes pero dimensiones políticas y sociales semejantes al estallido de diciembre de 2001.
Cuyo vigésimo aniversario actúa hoy como un oportuno recordatorio de esa debacle, ocurrida inmediatamente después de que el gobierno de la Alianza perdiera también las elecciones legislativas de medio término y Fernando de la Rúa viera licuado los restos de su anémica autoridad presidencial.
Significativamente fue el diputado electo Leandro Santoro, un calificado miembro del círculo íntimo presidencial, quien colocó en blanco sobre negro el dramatismo de la situación cuando advirtió que “la clase política argentina no toma dimensión del problema” y señaló que “el costo político de un default se lleva puesta la clase política argentina, a todos”. Su explicación, en teoría dirigida retóricamente a la oposición pero en realidad orientada hacia adentro del oficialismo, fue contundente: “si vos agarrás y decís que “el Congreso rechaza un acuerdo con el FMI” al otro día tenés corrida bancaria, corrida cambiaria, una maxidevaluación, traslado a precios, se genera un shock de desabastecimiento; un shock redistributivo a la inversa, provocaría un colapso social”.
El trasfondo de la crisis no es de naturaleza económica sino eminentemente político. Más allá de las interpretaciones sesgadas, inculpatorias o autoexculpatorias, los resultados de las elecciones del 14 de noviembre marcaron un abrupto deslizamiento en la relación de fuerzas, signado por el quiebre de la hegemonía ejercida por Cristina Kirchner en el Frente de Todos, y provocaron la consiguiente aparición de un vacío de conducción que se proyecta sobre la estructura del Estado y el conjunto del peronismo.
Mientras esa falencia no sea reemplazada de alguna manera, al menos transitoriamente, es imposible un acuerdo con el FMI, cuya concreción requiere como condición imprescindible la articulación de un amplio consenso político y social, impensable sin una previa reconfiguración de un sistema de poder en vías de descomposición.
La última carta de la vicepresidenta, con un característico tono altisonante pero abiertamente contrastante con la que había hecho pública la semana siguiente a las elecciones primarias del 12 de septiembre, puso de manifiesto que si hasta entonces no había hablado no era tanto por una estrategia deliberada sino porque en realidad no tenía nada sustancial que decir y que, más allá de sus deseos y convicciones personales y de la necesidad de satisfacer discursivamente al segmento más ideologizado de su público, sólo podía avalar la negociación con el FMI.
En términos de la política estadounidense, por sus nulas posibilidades de ser reelegida en el cargo, Cristina Kirchner se ha transformado en una “pata renga”.
Ese signo de desapoderamiento tiene una nítida manifestación en el terreno tribunalicio, tal vez el que más sensibiliza personalmente a la vicepresidenta. El debate suscitado alrededor de su controvertida absolución en la causa sobre lavado de dinero, apelada ante la Cámara de Casación Penal, no puede ocultar el rotundo fracaso de la ofensiva política del “kirchnerismo” contra la cúpula del Poder Judicial, patentizada en el inminente fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre la inconstitucionalidad de la ley de reforma del Consejo de la Magistratura aprobada en 2006 a propuesta precisamente de la entonces senadora nacional Cristina Kirchner.
Esa sentencia corona una seguidilla de fracasos, que incluye la parálisis de los proyectos de ley de reforma judicial y de modificación del mecanismo de elección del Procurador Fiscal, archivados ambos en la Cámara de Diputados tras su aprobación por el Senado. Casi nadie recuerda tampoco ya las conclusiones del informe de 1.000 páginas presentado hace exactamente un año por la llamada “Comisión Beraldi”
En el peronismo, la desaparición del vértice, simbolizado en la figura de la vicepresidenta, es sinónimo de horizontalización del poder. Esto implica el protagonismo creciente de las estructuras territoriales, en especial de los gobernadores y los intendentes, de las organizaciones sindicales, representadas por la recientemente reunificada CGT, de los movimientos sociales, expresados principalmente por el Movimiento Evita, y en la superestructura institucional de Sergio Massa, en su condición de presidente de la Cámara de Diputados, convertida en el escenario inevitable para la negociación de los acuerdos necesarios, y muy particularmente del Jefe de Gabinete, el gobernador tucumano Juan Manzur, transformado por imperio de las circunstancias, aunque por un tiempo apremiantemente corto, en un factor fundamental de la decisión política.
La movilización del 17 de noviembre en la Plaza de Mayo, convocada por la CGT y los movimientos sociales, con la inocultable retracción de La Cámpora, reveló esa irrupción de polos autónomos de poder. En ese caso específico, con las obvias y siderales diferencias existentes entre ambas situaciones históricas, más que a un respaldo efectivo a Fernández, la invocación a la autoridad presidencial, se asemeja a la utilización de “la máscara de Fernando VII” empleada en 1810 para encubrir el sentido independentista de la Revolución de Mayo. Para los organizadores, el objetivo de la convocatoria fue marcar un gesto de emancipación política en relación a Cristina Kirchner.
En esa misma clave cabe interpretar la reunión celebrada en La Rioja, un día antes de aquel acto, con la participación del gobernador Ricardo Quintela y de sus colegas de San Juan, Sergio Uñac, de Santa Fe, Omar Perotti, Entre Rios, Gustavo Bordet, y Misiones, Oscar Herrera Ahuad, orientada a construir un “polo federal”, un intento políticamente fronterizo con los signos de un esbozo de proyección nacional del “cordobesismo” encarnado por el gobernador Juan Schiaretti.
En otro plano, ese espíritu inspiró también la iniciativa de Sergio Massa de plantear la formación de una mesa política tripartita del Frente de Todos, un órgano colegiado cuya configuración representaría una cosmética expresión institucional de la degradación política de la vicepresidenta.
Idéntica significación adquiere el renovado protagonismo asumido por los intendentes peronistas del Gran Buenos Aires, en primer lugar por el intendente de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde, que limitan el espacio de maniobra del gobernador Alex Kiciloff, descartado ya como posible precandidato presidencial y comprometido seriamente en su chance de reelección, tal como la de Máximo KIrchner en relación a la jefatura del Partido Justicialista bonaerense.
La expresión más gráfica de esa horizontalización del poder es que a nivel nacional y en la provincia de Buenos Aires existen sendos jefes de gabinete que aspiran indisimuladamente a suceder a los actuales primeros mandatarios en los dos cargos ejecutivos más importantes de la Argentina.
El consenso emergente en este peronismo fuertemente horizontalizado se traduce en el compromiso, asumido oficialmente por Fernández, de garantizar elecciones abiertas para la nominación de la fórmula presidencial y de todos los cargos electivos que se renovarán en 2023. Este acuerdo, que parece una mera formalidad, tiene empero un enorme significado.
La última y única vez en que el peronismo empleó un método parecido para elegir a su fórmula presidencial fue en julio de 1988, cuando compitieron Carlos Menem y Antonio Cafiero. El resultado de esa contienda fue la legitimación del liderazgo de Menem, que viabilizó las reformas implementadas en la década del 90.
El problema que afrontan tanto el conjunto del peronismo como las diversas corrientes de Juntos por el Cambio es que 2023 está aún demasiado lejos pero la crisis es aquí y ahora y la negociación con el FMI ya no puede esperar.
En este punto existe una coincidencia generalizada, aún entre aquéllos que públicamente aparentan resistir el entendimiento.
La hipótesis de una radicalización del gobierno es apenas una amenaza patética encarnada por un ala minoritaria del ”kirchnerismo” y aprovechada discursivamente por algunos sectores de la oposición para justificar la demora a su inevitable respaldo a la ratificación parlamentaria del posible acuerdo.
La dirigencia de Juntos por el Cambio se encuentra ahora ante la responsabilidad indelegable de participar en la gestación de un acuerdo de gobernabilidad. Más allá de la sobreactuada división entre “halcones” y “palomas” y de las discusiones dentro del radicalismo, ninguno de los dirigentes con funciones gubernamentales, empezando por el Jefe de Gobierno de la ciudad de buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, y el gobernador de Jujuy, Gerardo Morales, al margen de la disputa que libran entre sí por la candidatura presidencial, así como sus colegas de Mendoza, Rodolfo Suárez, y de Corrientes, Gustavo Valdez, ni tampoco los centenares de intendentes municipales del radicalismo y de PRO, está en condiciones de rehuir ese desafío.
Una intrincada trama de encuentros bilaterales y multilaterales, públicos y privados, revela que todos los actores del mundo económico se aprestan a participar en este escenario de negociación. La activa participación de dirigentes de la CGT y del Movimiento Evita y de representantes de las organizaciones empresarias en los conciliábulos reservados del Consejo Económico y Social que encabeza el Secretario de Asuntos Estratégicos de la Presidencia, Gustavo Beliz, uno de los funcionarios más relevantes en las conversaciones con el FMI y el gobierno de Estados Unidos, permite identificar la existencia de un ámbito de diálogo social institucionalizado en pleno funcionamiento, cuyo correlato político empieza a visualizarse en la nueva composición de la Cámara de Diputados.
La preocupación generalizada de los sectores empresarios se vio ostensiblemente reflejada en que la Fundación Mediterránea, que nuclea a la más calificada representación del empresariado cordobés, haya encomendado a Carlos Melconian la coordinación de un equipo capaz de formular un programa económico para “el próximo gobierno” (sin precisión de fecha), algo que no sucedía desde fines de la década del 80, cuando esa misma tarea fue asignada a Domingo Cavallo y constituyó el punto de partida para su arribo al Ministerio de Economía de Carlos Menem. Cabe puntualizar que en esa etapa, Schiaretti se desempeñó como Secretario de Industria y Comercio.
En esa misma tónica se inscribe también el creciente respaldo brindado por otros grandes conglomerados empresarios a las propuestas elaboradas e intensamente difundidas por Martín Redrado, conocido por sus fluidas conexiones en el mundo financiero internacional y en particular con los grandes fondos de inversión estadounidenses, principales tenedores de la deuda pública reestructurada durante el actual gobierno y públicamente críticos del Ministro de Economía, Martín Guzmán, el interlocutor obligado en las tratativas con el FMI.
Esta negociación con el FMI tiene una inequívoca dimensión política en la que juega un rol central la administración estadounidense. De allí la relevancia que adquiere la decisión de Fernández de aceptar la invitación del mandatario norteamericano Joe Biden a participar en la “Cumbre Mundial de las Democracias”, una convocatoria que sobresale por su lista de excluidos, entre ellos Nicaragua y Cuba, y de algunos incluidos, entre los que se destaca el gobierno de Taiwán y, en representación de Venezuela, el mandatario interino Juan Guaidó y no el presidente Nicolás Maduro. En un momento en que el gobierno corre detrás de los acontecimientos, la oportunidad de esa determinación, fuertemente resistida por el “kirchnerismo”, supone el reconocimiento de que el fuego quema y la previsión de que se avecina un “enero caliente”.
(*) Director Fundación del Segundo Centenario.