Crisis de confianza y el efecto terremoto

Según los sismólogos, los terremotos no son imprevisibles; se puede anticipar si un fenómeno de esa naturaleza puede o no ocurrir. Lo virtualmente impracticable es predecir con exactitud el momento en que estallará.

9 diciembre, 2021

Por Jorge Raventos (*)

Con reservas internacionales inmediatamente disponibles de alrededor de US$ 1.000 millones en el Banco Central, es razonable que la mayoría de los economistas profeticen una calamidad inminente en la Argentina. El termómetro del dólar marca un estado altamente febril. La brecha cambiaria (dólar oficial-dólar libre) supera el 100 por ciento.

También es razonable que cada día más ahorristas retiren sus dólares del sistema bancario. Es ciertamente alarmista afirmar que ese repliegue equivale al inicio de una corrida, pero las exageraciones pueden ser deslizamientos que anticipan avalanchas. El “efecto manada” suele dispararse inesperadamente.

Argentina hace equilibrio sobre un abismo cuando hay cifras que parecerían indicar una situación saludable: durante el año que termina el país creció un 10%, es decir, recuperó totalmente la caída sufrida el año anterior, determinada por la extensa cuarentena pandémica. Creció la industria y con ella (así sea levemente) la ocupación industrial.

El superávit comercial fue superior al del año anterior. Aumentó fuertemente el consumo doméstico. Pero la inflación sigue siendo un virus incontrastable y la tasa de riesgo del país cerró en noviembre a 1900 puntos básicos.

Argentina sufre una crisis de confianza: los argentinos no creen en su moneda, los inversores nacionales y extranjeros no confían en el gobierno. Lo que observan es que Argentina no termina de cerrar el acuerdo con el FMI que le permitiría refinanciar “la deuda impagable” que mantiene con el organismo (42.000 millones de dólares de los 57.000 que el Fondo concedió al gobierno de Mauricio Macri) y que, si eso no ha ocurrido en marzo, a más tardar, la insolvencia quedará consumada y se sumará otro default en el frondoso expediente del país.

Como los actores económicos adelantan sus decisiones, lo que debería ocurrir en marzo empieza a ocurrir antes, primero a un ritmo suave y de improviso a gran velocidad. Esa es la hora del terremoto.

La crisis de confianza está determinada por una crisis de autoridad. A partir de las PASO de septiembre, el sistema de poder del Frente de Todos quedó descalabrado. En ese comicio el oficialismo perdió cuatro de cada 10 votos obtenidos en 2019. Perdió las provincias más importantes, perdió las capitales y perdió la base de sustentación del cristinismo, la fracción mayoritaria de la coalición: la provincia de Buenos Aires.

La elección de noviembre ratificó básicamente esa situación. Aunque el gobierno de Alberto Fernández celebró como una victoria esa elección (en la que perdió el control del Senado, fue derrotado por 9 puntos en el cómputo general y cayó en los distritos más poblados y económicamente competitivos), el oficialismo fue derrotado. Logró, eso sí, evitar que el desastre sufrido en las primarias de septiembre se agigantara y consiguió una vertiginosa remontada.

La euforia oficial de esas horas tenía ese trasfondo: la Casa Rosada temía una debacle y, en la vereda de enfrente, una legión de adversarios jubilosos vaticinaban (y se preparaban para festejar) la añorada muerte, no del mero kirchnerismo, sino lisa y llanamente del peronismo, el “hecho maldito” nacido “hace 70 años” como solía contabilizarse hace un tiempo.

Evidentemente, hubo “remontada” que, aunque no fue suficiente para evitar la derrota, evidenció ente vitalidad del fenómeno peronista que, pese a la crisis de liderazgos y al desconcierto que cunde entre sus representaciones, la hizo posible. La memoria organizativa del peronismo -legado principal de su fundador- consiguió movilizar a un gran número de votantes que se habían abstenido de concurrir en las primarias y que decidieron participar.

Aunque se trató de los comicios menos concurridos de la etapa democrática, la participación creció más de un 3% entre septiembre y noviembre. Y la proporción más grande de ese incremento de votantes sumó sufragios al Frente de Todos. En la provincia de Buenos Aires Juntos por el Cambio obtuvo el mismo porcentaje que en septiembre, mientras el Frente de Todos mejoraba su cuota en un 2,5% ; en la ciudad de Buenos Aires, Juntos por el Cambio retrocedió en su porcentaje un 2,6 %, mientras el Frente de Todos recuperaba o,6%.

El oficialismo consiguió revertir el mal trago de las PASO en Tierra del Fuego y en el Chaco (donde recuperó el primer puesto), en comunas del conurbano como Quilmes y San Martín. Y, si se quiere, consiguió una victoria legislativa importante en territorio bonaerense, al recobrar el control del Senado provincial que quedó empatado en números y deja el desempate en manos de la vicegobernadora Verónica Magario.

Son consuelos menores ante los golpes recibidos en la mitad del período que encabeza Alberto Fernández.

En el ranking de ganadores y perdedores del oficialismo hay que contabilizar como perdedor neto al cristinismo: al descalabro que habían producido las cifras de las primarias en el sistema de poder vigente se sumó el daño autoinfligido a través de las iniciativas de la señora de Kirchner (amago de renuncia de la parte adicta del gabinete nacional, obstáculos a la gestión económica) y ahora la pérdida de confort de la vicepresidenta en un Senado que pierde su control automático.

Alberto Fernández, que por errores no forzados y por ausencia de decisión fue derramando el poder que le otorga el cargo, adquirió inopinadamente una eventual ventana de oportunidad en la nueva etapa. El debilitamiento relativo del cristinismo le vuelve a ofrecer la posibilidad de poner la institucionalidad presidencial al servicio de una apertura política y de una reconstrucción del sistema. Poderes territoriales, movimientos sociales y sindicatos pretenden que el Presidente tome decisiones.

La derrota , al golpear al sistema de poder que controla al Frente de Todos desarticulándolo, permitió que emergiera la opinión de importantes socios que estaban relegados: gremios, movimientos sociales, gobernadores e intendentes.

Con ellos se fortaleció la postura realista, favorable a la lucha contra la inflación, al acuerdo con el Fondo y a la búsqueda de consensos amplios para afrontar la crisis, reticente ante las presiones kirchneristas y dispuesta a sostener al titular de la institucionalidad, el jefe del Ejecutivo, como un emblema frente a la influencia de la vice.

Desde la CGT, que consumó su unidad con una conducción renovada por la participación del sector de Moyano (escoltado por el poderoso sector de transportes), ya se hizo muy explícito ese respaldo. Lo hizo Héctor Daer, que seguirá siendo el vocero principal de la central, pero también han adherido a ese punto de vista pilares cegetistas como Armando Cavallieri y José Luis Lingieri. El influyente secretario general del gremio de la Construcción, Gerardo Martínez, fue muy claro en su discurso ante el plenario que selló la unidad cegetista: reclamó “un gobierno de una sola voz, la del Presidente”.

Desde la jefatura de Gabinete, el tucumano Juan Manzur se ha empeñado en dotar de dinamismo y de definiciones al gobierno: ha subrayado la necesidad del acuerdo con el Fondo y la de una política de acuerdo social que abarque a la producción y el trabajo.

La autoridad, sin embargo, sigue dispersa: mientras el ministro de Agricultura teje vínculos con las entidades del campo para cumplir con la idea de impulsar al sector productivo, desde los sectores que se referencian en la señora de Kirchner se obstaculiza esa política. Una abanderada de esa línea, Deborah Georgi, subsecretaria sin cartera de Roberto Feletti, cayó en la refriega. Pero la puja se mantiene.

La señora de Kirchner parece entender que el acuerdo es necesario e inevitable, pero probablemente ella y esa tesitura son mutuamente incompatibles. Su discreto apartamiento (temporario) no es emulado por sus legiones de La Cámpora, que siguen hostigando la perspectiva del acuerdo con el FMI poniendo supeditándolo a condiciones que el país no tiene poder para imponer.

Si ya hay un sector del cristinismo que se ha diferenciado francamente del gobierno (lo apadrina Amado Boudou), La Cámpora intenta la táctica de la oposición interna, una variante del viejo “entrismo”. Llegan deliberadamente tarde a los actos organizados por el peronismo que sostiene a Fernández, quizás porque confían en que nadie los echará de la Plaza. Ellos son un papel de tornasol que comprueba el decaimiento de la autoridad.

El masivo acto del 17 de noviembre (“Día de la Militancia”), convocado por la CGT y los movimientos sociales había sido programado antes de la elección del domingo 14, no con el objetivo de festejar un resultado que se imaginaba espinoso, sino más bien como un aprestamiento defensivo para sostener al gobierno de Fernández frente a una previsible combinación de embates externos y “fuego amigo”.

Ese apoyo al Presidente no equivale a un aplauso acrítico.

Conviene no confundir ese “presidencialismo” con un crecimiento del “albertismo”, una opción política notoriamente anémica. Se trata de otra cosa: de la vocación (o la resignación) de contribuir a que la autoridad presidencial se sostenga y conduzca un gobierno eficaz. El presidencialismo es un elemento objetivo que surge de la idiosincrasia político-institucional argentina y juega a favor de Fernández cuando éste apunta a un blanco adecuado.

La investidura presidencial le ofrece una ventaja relativa a Fernández. Quienes apuestan a una política sensata – aunque duden de la eficacia del Presidente a la luz de lo ocurrido en estos dos años- preferirían que él se pusiera al frente de los acuerdos y las iniciativas que se requieren para equilibrar rápidamente la nave del país. El presidencialismo es una política para contener y aislar al “vicepresidencialismo”.

Que la columna de La Cámpora quedara al margen del acto peronista del miércoles 17 y sólo llegara cuando los discursos habían terminado es la ilustración de un hecho político: el cristinismo ha quedado aislado.

Fernández, entretanto, cambió de actitud: después de las PASO había frenado una movilización convocada por el movimiento Evita en defensa de la institución presidencial; para el 17 de noviembre, en cambio, Fernández respaldó el llamado de la CGT y pareció jubiloso de subirse a él.

Ahora Fernández se siente empoderado por el apoyo de sindicatos, movimientos sociales e intendentes del conurbano y se atreve a cierta autonomía frente a la señora de Kirchner y la Cámpora. Pero esa recuperación íntima necesita expresarse en actos claros para neutralizar con autoridad presidencial manifiesta la desconfianza externa que mide el índice de riesgo argentino. No alcanza con que el Presidente “se sienta” seguro, hace falta que muestre capacidad y resolución para barrer los obstáculos que impiden hacer lo que hay que hacer.

La CGT le planteó al Presidente -y más tarde al ministro Guzmán, cuando éste visitó la sede de la calle Azopardo- que los gremios sostienen el acuerdo con el Fondo.

La Unión Industrial Argentina también respaldó ese acuerdo en el cierre de la Conferencia Industrial, de boca de Daniel Funes de Rioja, su máxima autoridad, quien dijo estar seguro de que “el gobierno va a resolver la deuda externa con el FMI de la mejor manera posible”, una frase que indica que ha recibido información clasificada sobre las negociaciones y que aprueba lo que el gobierno está haciendo.

En un mensaje dirigido a su propia base, Funes señaló además que hay que “trabajar de manera tripartita” con el sector público y los dirigentes sindicales”, una apuesta por el acuerdismo político-social que recatadamente teje el secretario de Asuntos Estratégicos de Fernández, Gustavo Béliz.

Más allá de la UIA, el sector productivo se muestra inquieto porque los ritmos de la política parecen muy morosos ante los estragos que provoca la subsistencia de la desconfianza. Los empresarios urgen a sus interlocutores políticos a actuar. Y ellos mismos actúan. La Fundación Mediterránea, una expresión del empresariado competitivo del centro del país, ha nominado a Carlos Melconián para que conduzca su think tank y elabore un programa de acción. No es el único economista que convocan los líderes productivos – “el círculo rojo”- para preparar los instrumentos con los que enfrentar la emergencia.

Los gobernadores -actores indispensables en la necesaria reconstrucción de la autoridad- por el momento observan desde sus comarcas. A la mayoría no le gusta el kirchnerismo, pero tampoco quieren ser absorbidos como peones de una disputa “AMBA-céntrica”. Esperan con paciencia el tiempo federal que necesariamente sobrevendrá.

Si no es antes del terremoto, será después.

(*) Directivo de la Fundación Segundo Centenario.

 

 

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