La semana que viene los líderes de Estados Unidos y México – en el primer caso, el reelecto Barack Obama; en el segundo, el flamante presidente Enrique Peña Nieto- se reunirán en Washington para discutir la relación bilateral. Hay bastante tela para cortar. México está cambiando de manera profunda y Estados Unidos deberá adaptarse si quiere cosechar algunos beneficios.
Por lo pronto, México no ha sido la prioridad en las últimas elecciones presidenciales. No hubo menciones al vecino del sur como sí las hubo sobre China y Brasil. Si se trata de una estrategia política, tal vez sea errada: uno de cada diez mexicanos vive en Estados Unidos y si se consideran sus descendientes suman más de 33 millones de personas viviendo en su suelo. Son una minoría – 10% de la población- pero una que está creciendo. Además, México es más que el lugar imaginado por directores de cine: su PBI es mayor que el de Corea del Sur y su economía crece a un ritmo más veloz que el mismísimo Brasil.
Esta expansión es evidente en muchas áreas pero en ningún lugar tan notorio como en los shopping centers norteamericanos. Hoy el país que más exporta a Estados Unidos es China pero los sueldos se han quintuplicado en los últimos 10 años junto con los precios de la nafta lo que obliga a las empresas a buscar opciones más cercanas a su mercado natural. México es la respuesta. Ya es líder en algunos segmentos como electrónica (LCD), teléfonos (BlackBerry) y electrodomésticos (heladeras) pero también están ganando fuerza las automotrices y la industria aeroespacial. Si las cosas siguen así para 2018 habrá más productos mexicanos que chinos. El “Made in China†será reemplazado por el español de “Hecho en Méxicoâ€.
La clave de la relación estará siempre en las 2.000 millas de frontera que los unen y los separan. Algunos políticos estadounidenses son de la idea de que es importante cerrarlas para prevenir la inmigración indeseada. Estadísticamente se equivocan: cada vez menos mexicanos quieren cruzar la frontera para buscar el sueño americano porque ya no existe. La economía debilitada y los altos índices de desocupación de Estados Unidos desalientan la inmigración.
Se ha sobreestimado la inmigración y subestimado el potencial comercial. Cruzar la frontera hoy lleva horas cuando podría tomar minutos, lo que aumenta los costos para los industriales mexicanos que se trasladan al consumidor estadounidense.
Lo cierto es que el futuro de México depende tanto de una mejora en las relaciones bilaterales y comerciales con Estados Unidos como de sus propias políticas internas para bajar los índices de violencia. Algunas localidades como Ciudad Juarez han mejorado bastante y un tercio del país tiene índices de asesinatos más bajos que el estado de Louisiana, el lugar más peligroso de Estados Unidos.
Sin embargo, los carteles seguirán fuertes mientras se den dos condiciones. Primero, que Estados Unidos siga importando drogas y que se mantenga en contra de la legalización, dándole entidad a los narcotraficantes para comprar armas y construir ejércitos propios. Segundo, que la seguridad policial de ese país siga siendo débil. Si Peña Nieto quiere cumplir con sus objetivos de bajar las tasas de crímenes violentos deberá ser más efectivo en su estrategia policial.
Estas cuestiones son claves si se quiere mantener el ritmo de crecimiento de 6% al mediano plazo. Además, deberá aumentar la productividad y la competencia, lo que puede significar una guerra contra sectores influyentes de la economía mexicana –altamente concrentados—como las telecomunicaciones, el cemento y los alimentos. Justamente los sectores que apoyaron la campaña de Peña Nieto.
Tal vez ese sea el desafío más grande para el nuevo presidente mexicano: ir contra los vicios de su propio partido, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), que manejó con autoritarismo y corrupción la política mexicana durante la mayor parte del siglo 20. Las cosas no han cambiado mucho en ese sentido y tal vez deba reforzar sus alianzas políticas con la oposición para lograr un mayor consenso en sus políticas. Solo el tiempo lo dirá. Lo que sí es seguro es que México se convertirá en el mayor aliado estadounidense en la región y es hora de repensar la relación de poder entre las partes.