Fundamentalismo: no es un desencuentro entre civilizaciones

“Se trata, por el contrario, de una separación entre religión y cultura, donde la primera se torna fenómeno individual, egocéntrico. En realidad, el enemigo común de musulmanes y cristianos es la globalización”.

16 febrero, 2006

Así sostiene el historiador francés Olivier Roy, del Centro de Investigaciones Científicas, París, en un extanso trabajo publicado por “Foreign Policy”. En otros términos, fanáticos islámicos, judíos ultraortodoxos y cristianos redivivos –en sus formas actuales- son productos de la globalización. La cultura europea los identifica con la cultura musulmana que rechaza lo occidental, pero en realidad el proceso es inverso.

Al contrario, “el actual fenómeno afecta a las tres religiones monoteistas de origen semítico y expresa una creciente brecha entre religión y cultura, entre iglesia e individuo. Este fundamentalismo tiende a separar lo religioso de su propio trasfondo cultural o social y desecha las tradiciones en aras de lo global”. En ese plano, tiene un antecedente de cuño europeo: la contrarreforma católica (concilio de Trento, 1545/62), en el contexto de los primeros dos imperios globales, el español y el portugués.

No fue casual que la jerarquía religiosa ibérica promoviese una “cruzada tardía” contra el Islam –encarnado en el imperio Otomano-, que culminó en Lepanto. Sólo que, entonces, el fundamentalismo provenía de la propia iglesia romana, no de disidentes, herejes, protestantes, etc. Por supuesto, los católicos ultramontanos que le exigen a Benito XVI convocar una cruzada contra Irán confunden al papa con Bush.

En el planteo de Roy, “el fundamentalismo actual trasunta una crisis de la propia cultura, causada por la globalización, no una voluntad de rescatar sus raíces. El individuo, entonces, rompe con la religión tradicional, ésa que heredó de la familia y su ambiente social originario”. Por ello, los musulmanes adultos residentes en Londres no entendían por qué sus hijos o nietos atentaron contra el suibterráneo. Igual ocurrió con la posterior ola de violencia en las periferias urbanas francesas.

La fe, pues, se “revive” como acto aislado. “La sociedad se considera demasiado secular, por ende corrupta, y la autoridad religiosa tradicional inspira desconfianza”. Así ocurría con el fundamentalismo carismático judio que, en el siglo XVII, encarnaban los “mesías” Shabbetái Tsvi en Turquía y Jakob Frank en Europa central.

“Al encarar las relaciones entre Occidente e Islam –apunta Roy-, lo relevante no es el contenido teológico del segundo, objeto de disputas intestinas desde el siglo IX, sino las prácticas religiosas musulmanas. Hasta la actual ola fundamentalista, por cierto, eran mucho más ‘ecuménicas’ de cuanto se supone”. En dímensión local, la convivencia entre judíos, cristianos y musulmanes en Alejandría, Beirut (hasta la II guerra mundial) o Buenos Aires –hasta hoy- constituye un ejemplo típico.

Como subraya el trabajo, las nuevas formas extremistas de religiosidad islámica se asemejan a sus contrapartes judías y cristianas. Incluyendo los evangélicos redivivos, los creacionistas y otras sectas triviales que forman la clientela electoral de George W.Bush. Por tanto, “la crisis de la cultura musualmana tradicional no resulta sólo de la occidentalización social –vg., consumismo representado por “Meca-Cola”-, sino de los ataques del propio fundamentalismo”.

Sería, no obstante, “un grave error identificar este moderno fundamentalismo con un choque entre civilizaciones, concepto acuñado desde la óptica eurocéntrica de Samuel Huntington y Eric Hobsbawn. Los jóvenes musulmanes no se fanatizan porque la sociedad occidental ignore la cultura de sus padres, sino porque ellos mismos la han perdido o la desprecian y se rebelan contra ella”. Es decir, su religiosidad identifica la de sus antecesores con el odiado enemigo occidental, cuyas pautas de vida y consumo imitan constantemente.

En suma, apunta Roy, “este fundamentalismo deriva de la globalización. Al separar ciertos signos distintivo de la ‘vieja’ religión (las comidas ‘jalal’, o sea el kasher musulmán), surgen contrasentidos como la ‘hamburguesa islámica’ y el marketing que genera gaseosa estilo Meca-Cola. También es muy occidental eso de tomar rehenes y matarlos: ya lo hacían las brigadas rojas en la Italia de los 70”.

Así sostiene el historiador francés Olivier Roy, del Centro de Investigaciones Científicas, París, en un extanso trabajo publicado por “Foreign Policy”. En otros términos, fanáticos islámicos, judíos ultraortodoxos y cristianos redivivos –en sus formas actuales- son productos de la globalización. La cultura europea los identifica con la cultura musulmana que rechaza lo occidental, pero en realidad el proceso es inverso.

Al contrario, “el actual fenómeno afecta a las tres religiones monoteistas de origen semítico y expresa una creciente brecha entre religión y cultura, entre iglesia e individuo. Este fundamentalismo tiende a separar lo religioso de su propio trasfondo cultural o social y desecha las tradiciones en aras de lo global”. En ese plano, tiene un antecedente de cuño europeo: la contrarreforma católica (concilio de Trento, 1545/62), en el contexto de los primeros dos imperios globales, el español y el portugués.

No fue casual que la jerarquía religiosa ibérica promoviese una “cruzada tardía” contra el Islam –encarnado en el imperio Otomano-, que culminó en Lepanto. Sólo que, entonces, el fundamentalismo provenía de la propia iglesia romana, no de disidentes, herejes, protestantes, etc. Por supuesto, los católicos ultramontanos que le exigen a Benito XVI convocar una cruzada contra Irán confunden al papa con Bush.

En el planteo de Roy, “el fundamentalismo actual trasunta una crisis de la propia cultura, causada por la globalización, no una voluntad de rescatar sus raíces. El individuo, entonces, rompe con la religión tradicional, ésa que heredó de la familia y su ambiente social originario”. Por ello, los musulmanes adultos residentes en Londres no entendían por qué sus hijos o nietos atentaron contra el suibterráneo. Igual ocurrió con la posterior ola de violencia en las periferias urbanas francesas.

La fe, pues, se “revive” como acto aislado. “La sociedad se considera demasiado secular, por ende corrupta, y la autoridad religiosa tradicional inspira desconfianza”. Así ocurría con el fundamentalismo carismático judio que, en el siglo XVII, encarnaban los “mesías” Shabbetái Tsvi en Turquía y Jakob Frank en Europa central.

“Al encarar las relaciones entre Occidente e Islam –apunta Roy-, lo relevante no es el contenido teológico del segundo, objeto de disputas intestinas desde el siglo IX, sino las prácticas religiosas musulmanas. Hasta la actual ola fundamentalista, por cierto, eran mucho más ‘ecuménicas’ de cuanto se supone”. En dímensión local, la convivencia entre judíos, cristianos y musulmanes en Alejandría, Beirut (hasta la II guerra mundial) o Buenos Aires –hasta hoy- constituye un ejemplo típico.

Como subraya el trabajo, las nuevas formas extremistas de religiosidad islámica se asemejan a sus contrapartes judías y cristianas. Incluyendo los evangélicos redivivos, los creacionistas y otras sectas triviales que forman la clientela electoral de George W.Bush. Por tanto, “la crisis de la cultura musualmana tradicional no resulta sólo de la occidentalización social –vg., consumismo representado por “Meca-Cola”-, sino de los ataques del propio fundamentalismo”.

Sería, no obstante, “un grave error identificar este moderno fundamentalismo con un choque entre civilizaciones, concepto acuñado desde la óptica eurocéntrica de Samuel Huntington y Eric Hobsbawn. Los jóvenes musulmanes no se fanatizan porque la sociedad occidental ignore la cultura de sus padres, sino porque ellos mismos la han perdido o la desprecian y se rebelan contra ella”. Es decir, su religiosidad identifica la de sus antecesores con el odiado enemigo occidental, cuyas pautas de vida y consumo imitan constantemente.

En suma, apunta Roy, “este fundamentalismo deriva de la globalización. Al separar ciertos signos distintivo de la ‘vieja’ religión (las comidas ‘jalal’, o sea el kasher musulmán), surgen contrasentidos como la ‘hamburguesa islámica’ y el marketing que genera gaseosa estilo Meca-Cola. También es muy occidental eso de tomar rehenes y matarlos: ya lo hacían las brigadas rojas en la Italia de los 70”.

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