Francia: una sociedad nihilista y sin rumbos claros

El “no” a una ley laboral positiva, impuesto por jóvenes de clases acomodadas, marca quizás el final de un modelo político, encarnado por los tristes epígonos de Charles de Gaulle. Pero no se divisan opciones viables.

15 abril, 2006

Esta vez, las calles fueron copadas “por los franceses que todavía dicen cuatroveintesdiez por noventa”. Así ironizaba un diario inglés aludiendo a arcaísmos como ése o “cuatroveintes” por ochenta, equivalentes al “fourscore” que se extinguió con Abraham Lincoln. Por cierto, los estudiantes que acabaron con una módica reforma laboral provienen de sectores prósperos de la sociedad y, durante los disturbios de 2005, ni se asomaron a las calles suburbanas.

Sea como fuere, Francia ha castigado con tres “noes” a su propia dirigencia. Salvo a una extrema derecha xenófoba cuya inspiración remite a Edgar Faure y el perverso sistema de subsidios a campesinos ineficientes, armado desde 1958. O sea, bajo de Gaulle.

El primer “no” de esta fase al parecer terminal acaeció en mayo pasado, cuando la gente votó contra el proyecto de tratado constitucional, un plebiscito que arrastró a otros países de la Uniòn Europea y, por fin, congeló el esquema. Este gesto desembocaría, de paso, en la ola de “neonacionalismo” proteccionista desatada meses después, cuando Madrid, París y Varsovia cuestionaron fusiones o adquisiciones transfronterizas pero intrazonales.

En noviembre, un segundo “no”, mucho más violento y alarmante, salió de las clases marginales. En particular, musulmanes moros y africanos, azuzado por la muerte de dos jóvenes e imprudentes expresiones racistas de Nicolas Sarkozy, ministro de Interior de origen magyar (húngaro). Era la Francia que dice “octante/novante” o “huitante/neufante” por ochenta/noventa.

Así como el rechazo constitucional ponía en evidencia el parroquialismo galo, los disturbios suburbanos mostraron que la sociedad y la dirigencia habían estado años ignorando a inmigrantes de tez cetrina u obscura, sus hijos y nietos. No era un problema religioso (ni siquiera Jean.-Marie Le Pen puede considerarse cristiano devoto), sino étnico. Es más: en Francia, subsiste una oligarquía financiera y empresaria históricamente ligada a los hugonotes, o sea el protentatismo –en su momento modernizante-, que llegó al país durante el siglo XVI.

Ese grupo es fuertemente racista y contemporizó con los ocupantes alemanes durante la II guerra mundial. Resulta por demás curioso que el adalid visible de la xenofobia no sea ya un hugonote, sino un occitano: Le Pen, en efecto, se crió hablando oc, lengua pariente del catalán y el provenzal, que sobrevive en el sudoeste del país.

Ahora, el tercer “no” sale de estamentos burgueses sin dificultades económicas, pero cuyos hijos se aferran a los privilegios del viejo sistema educativo que representan la Sorbona o la Polytechnique. A primera vista, la crisis que acabó con la reforma laboral parece repetir mayo de 1968: una alianza de estudiantes y sindicatos contra el “vieux régime”. Como entonces, los gremialistas perdieron interés una vez obtenidos sus fines –opuesto a cualquier flexibilización que les reste poder- y los estudiantes se quedaron dando vueltas en el aire.

Sin embargo, aun olvidando que ese mayo se convirtió en un mito tan hueco como Fidel Castro o Ernesto Guevara, existen diferencias relevantes entre 1968 y 2006. Por ejemplo, ese mayo no benefició a la izquierda romántica, sino al centroderecha (cuyo puntal era el degolismo), cuyo predominio llegó a los años 80. Además, esa explosión ocurrió en plena expansión económica y, por eso, la protesta fue licuándose en gestos y símbolos, o sea marketing sociopolìtico.

Pero hoy falta algo, aparte de la prosperidad de hace cuarenta años, que marca la diferencia: el propio de Gaulle. Jacques Chirac no es siquiera una caricatura del general y los dos aspirantes que se matan por sucederlo (Dominique Villepin, Sarkozy) hacen aparecer como genios a quienes rodean a Néstor Kirchner, Tabaré Vázqiiez o Luis Inácio de Silva. Una vez desplazado Silvio Berlusconi en Italia, el papel de “hombre enfermo” de la Eurozona pasará a Francia.

Esta vez, las calles fueron copadas “por los franceses que todavía dicen cuatroveintesdiez por noventa”. Así ironizaba un diario inglés aludiendo a arcaísmos como ése o “cuatroveintes” por ochenta, equivalentes al “fourscore” que se extinguió con Abraham Lincoln. Por cierto, los estudiantes que acabaron con una módica reforma laboral provienen de sectores prósperos de la sociedad y, durante los disturbios de 2005, ni se asomaron a las calles suburbanas.

Sea como fuere, Francia ha castigado con tres “noes” a su propia dirigencia. Salvo a una extrema derecha xenófoba cuya inspiración remite a Edgar Faure y el perverso sistema de subsidios a campesinos ineficientes, armado desde 1958. O sea, bajo de Gaulle.

El primer “no” de esta fase al parecer terminal acaeció en mayo pasado, cuando la gente votó contra el proyecto de tratado constitucional, un plebiscito que arrastró a otros países de la Uniòn Europea y, por fin, congeló el esquema. Este gesto desembocaría, de paso, en la ola de “neonacionalismo” proteccionista desatada meses después, cuando Madrid, París y Varsovia cuestionaron fusiones o adquisiciones transfronterizas pero intrazonales.

En noviembre, un segundo “no”, mucho más violento y alarmante, salió de las clases marginales. En particular, musulmanes moros y africanos, azuzado por la muerte de dos jóvenes e imprudentes expresiones racistas de Nicolas Sarkozy, ministro de Interior de origen magyar (húngaro). Era la Francia que dice “octante/novante” o “huitante/neufante” por ochenta/noventa.

Así como el rechazo constitucional ponía en evidencia el parroquialismo galo, los disturbios suburbanos mostraron que la sociedad y la dirigencia habían estado años ignorando a inmigrantes de tez cetrina u obscura, sus hijos y nietos. No era un problema religioso (ni siquiera Jean.-Marie Le Pen puede considerarse cristiano devoto), sino étnico. Es más: en Francia, subsiste una oligarquía financiera y empresaria históricamente ligada a los hugonotes, o sea el protentatismo –en su momento modernizante-, que llegó al país durante el siglo XVI.

Ese grupo es fuertemente racista y contemporizó con los ocupantes alemanes durante la II guerra mundial. Resulta por demás curioso que el adalid visible de la xenofobia no sea ya un hugonote, sino un occitano: Le Pen, en efecto, se crió hablando oc, lengua pariente del catalán y el provenzal, que sobrevive en el sudoeste del país.

Ahora, el tercer “no” sale de estamentos burgueses sin dificultades económicas, pero cuyos hijos se aferran a los privilegios del viejo sistema educativo que representan la Sorbona o la Polytechnique. A primera vista, la crisis que acabó con la reforma laboral parece repetir mayo de 1968: una alianza de estudiantes y sindicatos contra el “vieux régime”. Como entonces, los gremialistas perdieron interés una vez obtenidos sus fines –opuesto a cualquier flexibilización que les reste poder- y los estudiantes se quedaron dando vueltas en el aire.

Sin embargo, aun olvidando que ese mayo se convirtió en un mito tan hueco como Fidel Castro o Ernesto Guevara, existen diferencias relevantes entre 1968 y 2006. Por ejemplo, ese mayo no benefició a la izquierda romántica, sino al centroderecha (cuyo puntal era el degolismo), cuyo predominio llegó a los años 80. Además, esa explosión ocurrió en plena expansión económica y, por eso, la protesta fue licuándose en gestos y símbolos, o sea marketing sociopolìtico.

Pero hoy falta algo, aparte de la prosperidad de hace cuarenta años, que marca la diferencia: el propio de Gaulle. Jacques Chirac no es siquiera una caricatura del general y los dos aspirantes que se matan por sucederlo (Dominique Villepin, Sarkozy) hacen aparecer como genios a quienes rodean a Néstor Kirchner, Tabaré Vázqiiez o Luis Inácio de Silva. Una vez desplazado Silvio Berlusconi en Italia, el papel de “hombre enfermo” de la Eurozona pasará a Francia.

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