Aludiendo al último decenio (1993-2004), la entidad atribuye el pobre crecimiento a la “ineptitud de esos países para abrir sus economías y flexibilizar leyes laborales, además de los altos niveles de corrupción estatal”. Esto plantea dos dudas: ¿por qué México, que virtualmente se unió a la economía norteamericana, obtuvo apenas una parte de los beneficios que prometía el pensamiento de mercado?
La otra pregunta es más fácil: ¿acaso sólo existe la corrupción pública? Estados Unidos muestra lo contrario. En la actual década, han estallado escándalos privados cuyos costos superan inclusive a bancarrotas soberanas: WorldCom licuó activos por US$ 104.000 millones –algo más que el cese de pagos argentino- y salió de la convocatoria con una quita de 83% . Su sucesora, MCI, ahora se vende por apenas US$ 6.000 millones. Pero ahí no hay “comités de bonistas” financiando interminables campañas de medios.
Indiferente al mundo real, el Fono vuelve a recomendar casi la misma receta del extinto Consenso de Washington, 1989: blindar a los bancos centrales de las presiones políticas, privatizar todo cuanto se pueda y fomentar la precariedad laboral. Justamente mientras, en México, Vicente Fox puede acabar el mandato en 2006 con su endeble partido desplazado del poder por al PRI. O sea, el que gobernó el país durante 70 años como feudo propio.
¿Por qué? Porque Fox apostó todo al Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio (ANLC) y convirtió la economía en una gigantesca maquila. De paso, sin obtener ninguna concesión política o social (inmigrantes, trabajadores indocumentados) por parte de la Casa Blanca. No es casual que el salario mínimo siga por debajo de los US$ 150 mensuales.
En otras economías latinoamericanas, la cartilla del Consenso fue asimilada por el FMI. Pero, a diferencia de su original, incluyó recetas no tan ostensibles, pero muy peligrosas. Una de ellas, elaborada para sostener la convertibilidad rígida argentina, una vez pasado su lapso virtuoso (1991-4, esquema Brady mediante), se tradujo en “contabilidad creativa”. O sea, cosmética para calafatear las cuentas públicas y disimular el imparable déficit fiscal, contracara del “uno por uno” y la apertura irrestricta a flujos de capital especulativo sin monitoreo alguno.
Si bien el objeto de ese maquillaje era opuesto a los de Enron y otros (ahí se trataba de inflar ingresos), las consecuencias han sido también escandalosas. Pero el caso norteamericano no involucraba a un presunto guardián internacional de la ortodoxia y las buenas prácticas contables. En este plano, el FMI ha sido lo opuesto a la Securities & Exchange Commission (SEC, comisión federal de valores).
En verdad, lo que desvela al Fondo, igual que a la más ortodoxa OCDE, es “la proliferación de gobiernos de izquierda”, citando a Venezuela, Brasil, Bolivia, Uruguay y Argentina (al parecer, para las huestes de Rodrigo Rato Chile es de derechas). Como lo observa un medio tan insospechable de populismo como el “Wall Street Journal”, el FMI “impuso reformas de largo alcance, que abarcaban vender activos estatales, bajar drásticamente gravámenes aduaneros, abrirse a todo tipo de inversión exógena, practicar la astringencia crediticia y reducir salarios reales”.
El propio organismo armó, de 1989 a 2004, casi setenta paquetes financieros. Muchos de ellos, “para paliar problemas creados por salvatajes anteriores, también manejados por el FMI”. La cartilla fondista llegó a sugerir, en medio de una fenomenal fuga de fondos especulativos, generada por la crisis sistémica internacional de 1997/8, abrirse todavía más a ese tipo de flujos.
Como actitud política, lo del Fondo se parece a las aspiraciones senatoriales de Carlos S.Ménem, como si nada hubiese pasado. Su destino, empero, no será un feudo riojano, sino una ofensiva de zapa montada en el entorno neoconservador de Geroge W.Bush para ir desarmando la entidad. Así lo dejan entrever dos síntomas: la exclusión virtual del FMI en las tendidas del G-7 y la inesperada bienvenida del vicepresidente Richard Cheney a su colega argentino.
Aludiendo al último decenio (1993-2004), la entidad atribuye el pobre crecimiento a la “ineptitud de esos países para abrir sus economías y flexibilizar leyes laborales, además de los altos niveles de corrupción estatal”. Esto plantea dos dudas: ¿por qué México, que virtualmente se unió a la economía norteamericana, obtuvo apenas una parte de los beneficios que prometía el pensamiento de mercado?
La otra pregunta es más fácil: ¿acaso sólo existe la corrupción pública? Estados Unidos muestra lo contrario. En la actual década, han estallado escándalos privados cuyos costos superan inclusive a bancarrotas soberanas: WorldCom licuó activos por US$ 104.000 millones –algo más que el cese de pagos argentino- y salió de la convocatoria con una quita de 83% . Su sucesora, MCI, ahora se vende por apenas US$ 6.000 millones. Pero ahí no hay “comités de bonistas” financiando interminables campañas de medios.
Indiferente al mundo real, el Fono vuelve a recomendar casi la misma receta del extinto Consenso de Washington, 1989: blindar a los bancos centrales de las presiones políticas, privatizar todo cuanto se pueda y fomentar la precariedad laboral. Justamente mientras, en México, Vicente Fox puede acabar el mandato en 2006 con su endeble partido desplazado del poder por al PRI. O sea, el que gobernó el país durante 70 años como feudo propio.
¿Por qué? Porque Fox apostó todo al Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio (ANLC) y convirtió la economía en una gigantesca maquila. De paso, sin obtener ninguna concesión política o social (inmigrantes, trabajadores indocumentados) por parte de la Casa Blanca. No es casual que el salario mínimo siga por debajo de los US$ 150 mensuales.
En otras economías latinoamericanas, la cartilla del Consenso fue asimilada por el FMI. Pero, a diferencia de su original, incluyó recetas no tan ostensibles, pero muy peligrosas. Una de ellas, elaborada para sostener la convertibilidad rígida argentina, una vez pasado su lapso virtuoso (1991-4, esquema Brady mediante), se tradujo en “contabilidad creativa”. O sea, cosmética para calafatear las cuentas públicas y disimular el imparable déficit fiscal, contracara del “uno por uno” y la apertura irrestricta a flujos de capital especulativo sin monitoreo alguno.
Si bien el objeto de ese maquillaje era opuesto a los de Enron y otros (ahí se trataba de inflar ingresos), las consecuencias han sido también escandalosas. Pero el caso norteamericano no involucraba a un presunto guardián internacional de la ortodoxia y las buenas prácticas contables. En este plano, el FMI ha sido lo opuesto a la Securities & Exchange Commission (SEC, comisión federal de valores).
En verdad, lo que desvela al Fondo, igual que a la más ortodoxa OCDE, es “la proliferación de gobiernos de izquierda”, citando a Venezuela, Brasil, Bolivia, Uruguay y Argentina (al parecer, para las huestes de Rodrigo Rato Chile es de derechas). Como lo observa un medio tan insospechable de populismo como el “Wall Street Journal”, el FMI “impuso reformas de largo alcance, que abarcaban vender activos estatales, bajar drásticamente gravámenes aduaneros, abrirse a todo tipo de inversión exógena, practicar la astringencia crediticia y reducir salarios reales”.
El propio organismo armó, de 1989 a 2004, casi setenta paquetes financieros. Muchos de ellos, “para paliar problemas creados por salvatajes anteriores, también manejados por el FMI”. La cartilla fondista llegó a sugerir, en medio de una fenomenal fuga de fondos especulativos, generada por la crisis sistémica internacional de 1997/8, abrirse todavía más a ese tipo de flujos.
Como actitud política, lo del Fondo se parece a las aspiraciones senatoriales de Carlos S.Ménem, como si nada hubiese pasado. Su destino, empero, no será un feudo riojano, sino una ofensiva de zapa montada en el entorno neoconservador de Geroge W.Bush para ir desarmando la entidad. Así lo dejan entrever dos síntomas: la exclusión virtual del FMI en las tendidas del G-7 y la inesperada bienvenida del vicepresidente Richard Cheney a su colega argentino.