Chile: un sistema jubilatorio no tan bueno como dicen

Hace casi una generación, Chile inició una experiencia, emulada desde entonces en una veintena de países, que hoy seduce a George W.Bush: privatizar las jubilaciones. Fue un excelente negocio financiero, pero no tanto para la gente.

9 febrero, 2005

La idea era, y es, un sistema para financier pensiones donde aporten empleados, empresas y el gobierno. Una vez lanzado, durante un régimen militar sin parlamento ni opinión pública, millones de asalariados sufrían una quita de 10%, destinada a cuentas que podían controlar sólo en teoría. Años después, Argentina copiaría la receta, virtualmente sin fiscalización del congreso e impuesto por Domingo F.Cavallo y su entorno.

Según el programa chileno, que Bush cita como modelo del suyo, esos aportes se convertirían en inversiones que, a su vez, estimularían crecimiento y generarían altos retornos para capitalizarse, al final, en jubilaciones superiores a las del régimen convencional (o de reparto).

Ahora que la primera generación del sistema empieza a jubilarse, los aportantes descubren que las remuneraciones percibidas son inferiores a las que prometía la publicidad de los fondos privados. Pese al éxito del programa en términos económicos y financieros, el estado sigue desviando miles de millones de dólares a una red de seguridad para quienes cuyos aportes no han alcanzado siquiera para una jubilación mínima (US$ 140 mensuales).

Este fondo de emergencia cubre otros segmentos a la intemperie. Por ejemplo, autónomos, trabajadores temporarios y demás mano de obra asociada a la economía informal. Se han quedado fuera del sistema. y constituyen casi la mitad de la fuerza laboral chilena. La gran prensa trasandina, orientada a los sectores de altos ingresos y la pequeña burguesía urbana, no repara en esos desajustes que empañan el “milagro chileno”.

Aun aportantes de clase medias que han contribuido regularmente empiezan a advertir que sus cuentas privadas fueron objeto de saqueos, vía comisiones y honorarios ocultos. Por esa senda –similar a la argentina-. han sufrido desagios de hasta 33% y no alcanzan ya para una jubilación como la que habrían cobrado según el antiguo sistema de reparto. Por ende, mucha gente, de pronto en inesperados y serios aprietos, se vuelve hacia el gobierno en pos de soluciones.

“Es evidente que el sistema exige reformas”, admitió ante el “New York Times” y el “Wall Street Journal” Ricardo Scolari, ministro de Trabajo y Seguridad social. “El esquema tiene algunos puntos fuertes, pero es absolutamente imposible que un sistema de esta naturaleza resuelva las necesidades económicas de gente se acerca a la vejez”. Palabras fuertes, que no suelen publicarse en Chile ni en Argentina.

Al formular propuestas de similar tenor en Estados Unidos, la Casa Blanca ha tratado de superar algunos de los problemas actuales de Chile o futuros de Argentina. Por ejemplo, se sugiere techos para las comisiones de las administradoras de fondos y que la mayor parte de las futuras jubilaciones se abone vía el tradicional régimen de remuneraciones garantidas (por el estado).

Sin embargo, las modalidades en el cono sur difieren el modelo analizado en Washington. En el caso chileno, la adhesión fue obligada por un régimen militar cuya cabeza (Augusto Pinochet Ugarte) era tan dictatorial como venal. Pero su gestión económica fue otra cosa y, en el tema jubilaciones, se aseguró de que nuevo sistema coincidiera con años de superávit fiscal y externo. Por razones muy distintas, Argentina en los 90 y EE.UU. hoy eran o son máquinas de fabricar endeudamiento público. Ninguna de ambas estaba ni está en condiciones de prefinanciar esquemas masivos de jubilación privada.

El caso chileno deja claro, además, de crear cuentas privadas no resuelve muchos de los problemas que debieran afrontar EE.UU., la Unión Europea o Japón, donde sigue dominando el régimen de reparto –cada nuevo jubilado cobra de los aportes hechos por la población activa-, en órbita del estado.

En total, Chile ha gastado más de US$ 66.000 millones en beneficios jubilatorios desde que la privatización está en vigencia. Pese a proyecciones iniciales, según las cuales el sistema estaría solventándose solo a esta altura, el financiamiento estatal complementario insume más de 25% del presupuesto, casi tanto como salud y educación juntos.

Ante la seguridad de que la brecha “siga como ahora o quizás aumente” , Scolari presume, Santiago contempla una nueva serie de reformas. Incluyendo ventajas para quienes se jubilen con más edad. Los problemas, a la sazón, han aparecido pese a lo que parecía el punto más fuerte del sistema privado: un 10% anual de retorno sobre inversiones. Esto lo lograron los fondos colocándose en acciones y bonos privados, lo cual –sostienen esas entidades-“promovió veinte años de expansión económica a las mayores tasas de Latinoamérica”.

A eso los críticos responden que el sistema privado ha sido bueno para Chile, pero malo para la mayoría de chilenos. En Argentina, ni siquiera ha promovido crecimiento real. No es casual que, en ambos países, las encuestas digan casi lo mismo: si pudiera volver a optar, 90% de quienes están en el sistema de capitalización volverían al de reparto.

Una de las objeciones es que los aportantes están obligados a pagar comisiones exorbitantes a los fondos administradores. El monto exacto sigue cuidadosamente soslayado, hasta por el gobierno. Pero un reciente estudio del Banco Mundial estima que de 25 a 33% de lo aportado al sistema por alguien que se haya jubilado en 2002 quedó en manos de los administradores.

Muchos chilenos ignoran cuánto pagan y quién se queda con tanto. ¿Por qué? Por un viejo truco del negocio financiero: “los informes trimestrales que recibe el aportante son imposibles de entender para un lego”, confiesa Guillermo Larraín, superintendente de fondos jubilatorios. Pero, sugestivamente, la autoridad no parece hacer nada, ni siquiera obligar a que se informe con claridad al público.

En Chile, Argentina o EE.UU., quienes defienden el sistema señalan que sus altos retornos son proporcionales a los riesgos corridos. Pero ese mismo informe del Banco Mundial resta relevancia al argumento, notando que –en los 90- “apenas tres compañías representaban la mitad de las acciones negociados en la pequeñas bolsa de Santiago. Los fondos se limitan a seguir la manada y se colocan en lo que parecen los papeles más seguros. No corren riesgos”.

La idea era, y es, un sistema para financier pensiones donde aporten empleados, empresas y el gobierno. Una vez lanzado, durante un régimen militar sin parlamento ni opinión pública, millones de asalariados sufrían una quita de 10%, destinada a cuentas que podían controlar sólo en teoría. Años después, Argentina copiaría la receta, virtualmente sin fiscalización del congreso e impuesto por Domingo F.Cavallo y su entorno.

Según el programa chileno, que Bush cita como modelo del suyo, esos aportes se convertirían en inversiones que, a su vez, estimularían crecimiento y generarían altos retornos para capitalizarse, al final, en jubilaciones superiores a las del régimen convencional (o de reparto).

Ahora que la primera generación del sistema empieza a jubilarse, los aportantes descubren que las remuneraciones percibidas son inferiores a las que prometía la publicidad de los fondos privados. Pese al éxito del programa en términos económicos y financieros, el estado sigue desviando miles de millones de dólares a una red de seguridad para quienes cuyos aportes no han alcanzado siquiera para una jubilación mínima (US$ 140 mensuales).

Este fondo de emergencia cubre otros segmentos a la intemperie. Por ejemplo, autónomos, trabajadores temporarios y demás mano de obra asociada a la economía informal. Se han quedado fuera del sistema. y constituyen casi la mitad de la fuerza laboral chilena. La gran prensa trasandina, orientada a los sectores de altos ingresos y la pequeña burguesía urbana, no repara en esos desajustes que empañan el “milagro chileno”.

Aun aportantes de clase medias que han contribuido regularmente empiezan a advertir que sus cuentas privadas fueron objeto de saqueos, vía comisiones y honorarios ocultos. Por esa senda –similar a la argentina-. han sufrido desagios de hasta 33% y no alcanzan ya para una jubilación como la que habrían cobrado según el antiguo sistema de reparto. Por ende, mucha gente, de pronto en inesperados y serios aprietos, se vuelve hacia el gobierno en pos de soluciones.

“Es evidente que el sistema exige reformas”, admitió ante el “New York Times” y el “Wall Street Journal” Ricardo Scolari, ministro de Trabajo y Seguridad social. “El esquema tiene algunos puntos fuertes, pero es absolutamente imposible que un sistema de esta naturaleza resuelva las necesidades económicas de gente se acerca a la vejez”. Palabras fuertes, que no suelen publicarse en Chile ni en Argentina.

Al formular propuestas de similar tenor en Estados Unidos, la Casa Blanca ha tratado de superar algunos de los problemas actuales de Chile o futuros de Argentina. Por ejemplo, se sugiere techos para las comisiones de las administradoras de fondos y que la mayor parte de las futuras jubilaciones se abone vía el tradicional régimen de remuneraciones garantidas (por el estado).

Sin embargo, las modalidades en el cono sur difieren el modelo analizado en Washington. En el caso chileno, la adhesión fue obligada por un régimen militar cuya cabeza (Augusto Pinochet Ugarte) era tan dictatorial como venal. Pero su gestión económica fue otra cosa y, en el tema jubilaciones, se aseguró de que nuevo sistema coincidiera con años de superávit fiscal y externo. Por razones muy distintas, Argentina en los 90 y EE.UU. hoy eran o son máquinas de fabricar endeudamiento público. Ninguna de ambas estaba ni está en condiciones de prefinanciar esquemas masivos de jubilación privada.

El caso chileno deja claro, además, de crear cuentas privadas no resuelve muchos de los problemas que debieran afrontar EE.UU., la Unión Europea o Japón, donde sigue dominando el régimen de reparto –cada nuevo jubilado cobra de los aportes hechos por la población activa-, en órbita del estado.

En total, Chile ha gastado más de US$ 66.000 millones en beneficios jubilatorios desde que la privatización está en vigencia. Pese a proyecciones iniciales, según las cuales el sistema estaría solventándose solo a esta altura, el financiamiento estatal complementario insume más de 25% del presupuesto, casi tanto como salud y educación juntos.

Ante la seguridad de que la brecha “siga como ahora o quizás aumente” , Scolari presume, Santiago contempla una nueva serie de reformas. Incluyendo ventajas para quienes se jubilen con más edad. Los problemas, a la sazón, han aparecido pese a lo que parecía el punto más fuerte del sistema privado: un 10% anual de retorno sobre inversiones. Esto lo lograron los fondos colocándose en acciones y bonos privados, lo cual –sostienen esas entidades-“promovió veinte años de expansión económica a las mayores tasas de Latinoamérica”.

A eso los críticos responden que el sistema privado ha sido bueno para Chile, pero malo para la mayoría de chilenos. En Argentina, ni siquiera ha promovido crecimiento real. No es casual que, en ambos países, las encuestas digan casi lo mismo: si pudiera volver a optar, 90% de quienes están en el sistema de capitalización volverían al de reparto.

Una de las objeciones es que los aportantes están obligados a pagar comisiones exorbitantes a los fondos administradores. El monto exacto sigue cuidadosamente soslayado, hasta por el gobierno. Pero un reciente estudio del Banco Mundial estima que de 25 a 33% de lo aportado al sistema por alguien que se haya jubilado en 2002 quedó en manos de los administradores.

Muchos chilenos ignoran cuánto pagan y quién se queda con tanto. ¿Por qué? Por un viejo truco del negocio financiero: “los informes trimestrales que recibe el aportante son imposibles de entender para un lego”, confiesa Guillermo Larraín, superintendente de fondos jubilatorios. Pero, sugestivamente, la autoridad no parece hacer nada, ni siquiera obligar a que se informe con claridad al público.

En Chile, Argentina o EE.UU., quienes defienden el sistema señalan que sus altos retornos son proporcionales a los riesgos corridos. Pero ese mismo informe del Banco Mundial resta relevancia al argumento, notando que –en los 90- “apenas tres compañías representaban la mitad de las acciones negociados en la pequeñas bolsa de Santiago. Los fondos se limitan a seguir la manada y se colocan en lo que parecen los papeles más seguros. No corren riesgos”.

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