FMI: lo que Rato afrontará, Argentina inclusive

El 4 de mayo, Rodrigo Rato será elegido director gerente del Fondo Monetario Internacional. Nunca un español estuvo ahí, y antes que un italiano. Medió el respaldo de la Unión Europea. No sólo la de los 15 sino, también, la de los 25.

1 mayo, 2004

El ex ministro de Hacienda contó con apoyo de Estados Unidos (accionista dominante) y toda Latinoamérica. Pero éste fue inicial y aquél apenas formal, al cabo del proceso de selección. No obstante, Rato también usufructuó la ausencia de opositores con peso y, además, el interés en no repetir la “impasse” que llevó al cargo a un Helmut Köhl desvaído, sin carácter, en 2000.

Podría decirse que el directorio del FMI le hizo caso a Joseph Stiglitz, ex econometrista jefe del Banco Mundial y duro crítico de ambas entidades. A criterio del Nobel económico 2001, “el Fondo precisaba un ministro de Hacienda o un presidente de banco central vinculado a mercados emergentes”. En términos europeos, España sigue siendo emergente y, además, Rato está familiarizado con los países periféricos y en desarrollo.

Pero el gran problema es qué papel debiera desempeñar un organismo que cumple sesenta años y, luego de morir su cofundador (John Maynard, lord Keynes, nada menos), fue convirtiéndose en un gestor por cuenta banca comercial. En especial, anglosajona y holandesa.

Por supuesto, las funciones del FMI respecto de economías emergentes y subdesarrolladas están en pleno debate. Paralelamente, la entidad está presionada para atender preferentemente los intereses de los socios más fuertes y sus respectivos sistemas financieros. No por nada la vicepresidencia está en manos norteamericanas: Anne Kruege, némesis de cualquier país en aprietos.

Resulta un tanto curioso, entonces, que el último análisis global del Fondo (el reciente World Economic Outlook) sea tan crítico de los miembros dominantes. Directamente, los define como el mayor riesgo al crecimiento del mundo.

Ello no es óbice para, en general, se le reproche a la institución dedicarse más a remediar crisis –a menudo mal- que a prevenirlas, mediante una supervisión más estrecha sobre los miembros. Pero, hace algunos meses, el FMI fue el primero en lanzar una severa advertencia a EE.UU. por su adicción al déficit, el endeudamiento y las rebajas tributarias a grandes empresas, rentistas bursátiles y gente de amplios recursos.

No obstante la extrema gravedad de los problemas fiscales estadounidenses, muchos analistas insisten en que la peor herencia que Köhler le deja a Rato es la “crisis argentina” (como sostienen dos adalides de la ortodoxia financiera, el “Financial Times” y “The “Economist”). Es más: el “peligro argentino” amenaza a acreedores privados.

En otras palabras, si Krueger no frena los planteos “heterodoxos” de John Taylor, el Fondo habrá dejado de cumplir su misión post Keynes: proteger los intereses del negocio financiero. Para más abundancia, Taylor es secretario de Hacienda de EE.UU., el principal accionista del Fondo y responsable por la presencia de Krueger en un alto cargo.

Sea como fuere, los hombros de Rato soportarán la masa de créditos pendientes, otorgados a países en problemas. Al frente del pelotón aparecen Brasil (US$ 27.000 millones), Turquía (23.000 millones) y Argentina (15.000 millones). El total, US$ 65.000 millones, representa 43% de los 150.000 millones disponibles en la caja del Fondo.

Ahora bien ¿por qué la “crisis argentina” domina la escena, siendo la menor de esas tres deudoras?. “Simple. Porque Argentina –explicaba hace tiempo Stiglitz- no tiene el peso geopolítico de Brasil ni la posición estratégica de Turquía”. Puede añadirse que tampoco cuenta con una diplomacia de la calidad brasileña ni con 70 millones de habitantes.

Un ortodoxo como Stanley Fischer, antecesor de Krueger en ese cargo, niega que esos créditos sean excesivos. A juicio del actual vicepresidente de Citigroup, “la idea de que un prestamista de última instancia tenga una cartera equilibrada es incorrecta. Está en la naturaleza del FMI exponerse al riesgo planteado por unos pocos países en apuros”.

Por supuesto, el caso argentino tiene sus bemoles. El régimen de convertibilidad rígida impuesto en 1991, con una moneda atada al dólar (y un dólar inicial subvaluado 8% respecto de su precio real), empezó a derrumbarse en 1996 pero, todavía durante 2001, Köhler seguía prestando. Casi todos sabían que la paridad fija no aguantaba, pero el equipo a cargo del asunto (Teresa Ter Minassian, Anup Singh, Krueger, etc.) hizo lo imposible para prolongarla.

Desde fines de 2002, la oficina de evaluaciones independientes del Fondo está preparando un informa exhaustivo sobre el papel y la acción en la crisis argentina. Sus peores objeciones hacen a la pertinacia en sostener la convertibilidad. Un sistema apto para crisis –la megainflación de 1988/90-, no para sostener varios años una economía reprimarizada y tecnológicamente retrasada (herencia del régimen de 1976/83) en un contexto de imprudencia fiscal y corrupción sistémica.

Dentro y fuera del FMI, muchos creen que su apoyo a la Argentina continuó en 2001 debido a presiones del Grupo de los 7 y, particularmente, de EE.UU. Aun así, Jeffrey Sachs sostiene que “como máximo, el Fondo exacerbó la catástrofe y, como mínimo, no hizo nada para frenarla. Las consecuencias durarán muchos años”.

El ex ministro de Hacienda contó con apoyo de Estados Unidos (accionista dominante) y toda Latinoamérica. Pero éste fue inicial y aquél apenas formal, al cabo del proceso de selección. No obstante, Rato también usufructuó la ausencia de opositores con peso y, además, el interés en no repetir la “impasse” que llevó al cargo a un Helmut Köhl desvaído, sin carácter, en 2000.

Podría decirse que el directorio del FMI le hizo caso a Joseph Stiglitz, ex econometrista jefe del Banco Mundial y duro crítico de ambas entidades. A criterio del Nobel económico 2001, “el Fondo precisaba un ministro de Hacienda o un presidente de banco central vinculado a mercados emergentes”. En términos europeos, España sigue siendo emergente y, además, Rato está familiarizado con los países periféricos y en desarrollo.

Pero el gran problema es qué papel debiera desempeñar un organismo que cumple sesenta años y, luego de morir su cofundador (John Maynard, lord Keynes, nada menos), fue convirtiéndose en un gestor por cuenta banca comercial. En especial, anglosajona y holandesa.

Por supuesto, las funciones del FMI respecto de economías emergentes y subdesarrolladas están en pleno debate. Paralelamente, la entidad está presionada para atender preferentemente los intereses de los socios más fuertes y sus respectivos sistemas financieros. No por nada la vicepresidencia está en manos norteamericanas: Anne Kruege, némesis de cualquier país en aprietos.

Resulta un tanto curioso, entonces, que el último análisis global del Fondo (el reciente World Economic Outlook) sea tan crítico de los miembros dominantes. Directamente, los define como el mayor riesgo al crecimiento del mundo.

Ello no es óbice para, en general, se le reproche a la institución dedicarse más a remediar crisis –a menudo mal- que a prevenirlas, mediante una supervisión más estrecha sobre los miembros. Pero, hace algunos meses, el FMI fue el primero en lanzar una severa advertencia a EE.UU. por su adicción al déficit, el endeudamiento y las rebajas tributarias a grandes empresas, rentistas bursátiles y gente de amplios recursos.

No obstante la extrema gravedad de los problemas fiscales estadounidenses, muchos analistas insisten en que la peor herencia que Köhler le deja a Rato es la “crisis argentina” (como sostienen dos adalides de la ortodoxia financiera, el “Financial Times” y “The “Economist”). Es más: el “peligro argentino” amenaza a acreedores privados.

En otras palabras, si Krueger no frena los planteos “heterodoxos” de John Taylor, el Fondo habrá dejado de cumplir su misión post Keynes: proteger los intereses del negocio financiero. Para más abundancia, Taylor es secretario de Hacienda de EE.UU., el principal accionista del Fondo y responsable por la presencia de Krueger en un alto cargo.

Sea como fuere, los hombros de Rato soportarán la masa de créditos pendientes, otorgados a países en problemas. Al frente del pelotón aparecen Brasil (US$ 27.000 millones), Turquía (23.000 millones) y Argentina (15.000 millones). El total, US$ 65.000 millones, representa 43% de los 150.000 millones disponibles en la caja del Fondo.

Ahora bien ¿por qué la “crisis argentina” domina la escena, siendo la menor de esas tres deudoras?. “Simple. Porque Argentina –explicaba hace tiempo Stiglitz- no tiene el peso geopolítico de Brasil ni la posición estratégica de Turquía”. Puede añadirse que tampoco cuenta con una diplomacia de la calidad brasileña ni con 70 millones de habitantes.

Un ortodoxo como Stanley Fischer, antecesor de Krueger en ese cargo, niega que esos créditos sean excesivos. A juicio del actual vicepresidente de Citigroup, “la idea de que un prestamista de última instancia tenga una cartera equilibrada es incorrecta. Está en la naturaleza del FMI exponerse al riesgo planteado por unos pocos países en apuros”.

Por supuesto, el caso argentino tiene sus bemoles. El régimen de convertibilidad rígida impuesto en 1991, con una moneda atada al dólar (y un dólar inicial subvaluado 8% respecto de su precio real), empezó a derrumbarse en 1996 pero, todavía durante 2001, Köhler seguía prestando. Casi todos sabían que la paridad fija no aguantaba, pero el equipo a cargo del asunto (Teresa Ter Minassian, Anup Singh, Krueger, etc.) hizo lo imposible para prolongarla.

Desde fines de 2002, la oficina de evaluaciones independientes del Fondo está preparando un informa exhaustivo sobre el papel y la acción en la crisis argentina. Sus peores objeciones hacen a la pertinacia en sostener la convertibilidad. Un sistema apto para crisis –la megainflación de 1988/90-, no para sostener varios años una economía reprimarizada y tecnológicamente retrasada (herencia del régimen de 1976/83) en un contexto de imprudencia fiscal y corrupción sistémica.

Dentro y fuera del FMI, muchos creen que su apoyo a la Argentina continuó en 2001 debido a presiones del Grupo de los 7 y, particularmente, de EE.UU. Aun así, Jeffrey Sachs sostiene que “como máximo, el Fondo exacerbó la catástrofe y, como mínimo, no hizo nada para frenarla. Las consecuencias durarán muchos años”.

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