En China, el campo es un tigre duro de montar

“Nuevo agro socialista” es el lema promovido estos días por el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao. Como en India, el objeto es achicar la creciente brecha entre el campo y las ciudades... en el corto plazo. No será fácil.

10 marzo, 2006

Por supuesto, el objetivo final es generar una economía física sostenible en el largo plazo. Pero, como viene sucediendo desde los años 70, hay serios problemas para destrabar la reforma agraria, acortar la brecha social y prevenir estallidos campesinos, lacra del viejo imperio desde sus orígenes. De ahí que el reciente congreso de partido Nacional Popular (comunista) haya puesto el agro en el centro del nuevo plan quinquenal 2006-10.

Durante los últimos 27 años, por cierto, China ha hecho notables progresos. Las ciudades están en auge. La modernización parece imparable. Hablando en números, el producto bruto interno nominal ha ido subiendo de US$ 200.000 millones en 1978 a 2,7 billones el año pasado, aunque debe recordarse que se trata de 1.300 millones de habitantes. El intercambio exterior alcanzó US$ 1,4 billón, con casi 102.000 millones de superávit y aporta casi un quinto del crecimiento registrado por el PBI nominal (9,9%, si bien analistas occidentales estiman exagerada la cifra).

También en 2005, el país absorbió US$ 60.300 millones en inversión externa directa y exportó 6.900 millones en colocaciones no financieras. A fin de diciembre, las reservas internacionales sumaban casi US$ 820.000 millones y eran segundas en el mundo, luego de las japonesas.

Pero toda esa expansión ha sido cualquier cosa menos equitativa. El crecimiento urbano sigue superando ampliamente el rural, rasgo también típico del capitalismo en topa su historia. En 2005, el ingreso por persona alcanzó US$ 1.310 en las ciudades, contra apenas 405 en las aldeas, poco más en 1,10 dólar al día, un nivel africano. La disparidad ha subido de 1,8 a 3,2 veces entre 1978 y hoy.

En general, el décimo más pobre recibe sólo 1% del ingreso nominal nacional. Entretanto, el décimo más rico se queda con 50%. Aun en áreas urbanas, las disparidades son impresionantes: 20% de los habitante más pobre suman apenas 2,7% de ingreso, mientras el 20% más rico se queda con 60%.

Estas brechas se manifiestan en otras formas. El desempleo urbano “oficial” se ubica en 4,2% de la población activa, pero el rural –cuya mensura no se difunde- tal vez sea el cuádruple. Así lo trasunta la migración de 200 millones de campesinos (más que los habitantes de Brasil o Méjico) a las ciudades en los últimos años, cantidad que Beijing admite.

Esa masa representa una parte relevante de la población rural total, estimada entre 800 y 900 millones. En las urbes, esos recienvenidos son tratados como ciudadanos de segunda o tercera clase, especialmente los que no hablan buen mandarín. Pero en el campo no les va mejor, pues el nivel de educación y atención médica es bastante inferior.

Por otra parte, esa población carece de instrumentos legales, pues ni siquiera posee la tierra que trabaja. No puede, entonces, impedir que los funcionarios se la confisquen para proyectos industriales, energéticos o habitacionales. Hay ahí una ironía: como en Rusia, en la época imperial los campesinos estaban sujetos a la gleba y, como en Rusia, el régimen comunista la substituyó por propiedad colectiva, controlada en realidad por burócratas.

El gobierno central no ignora esos problemas. En rigor, Beijing empezó a advertir sobre tensiones socioeconómicas en el interior años antes de que la comunidad internacional de negocios se ocupase del asunto. Por ende, el crecimiento económico general ya no se considera viable o sostenible en el largo plazo, como ocurrió en la URSS bajo Nikita Jruschchov. En lo tocante al gobierno chino, ha optado por recobrar control sobre las economías provinciales y su meta es reducir a todo trapo la brecha ciudad-campo.

Justamente, esos esfuerzos han puesto en primer plano un tema más fondo: la corrupción sistémica y endémica –otro legado del imperio- prevalente en estratos provinciales. El malestar social estalla en la intersección entre disparidades económicas y corrupción local.

Más de una generación después de que Deng Xiaoping iniciara el programa de reforma y apertura, el país se acerca a un punto crítico. Los cambios económicos y financieros –igual que en India- han desbordado las transformaciones sociopolíticas. Se recalientan, pues, las tensiones históricas entre costa e interior, campo y ciudades, clases educadas y el resto. La trama social se agrieta y queda en tela de juicio la capacidad del gobierno central para manejar situaciones extremas. En el corazón europeo del capitalismo, a Francia le sucedió algo parecido meses atrás.

Los síntomas son claros. Las protestas locales se ponen violentas cuando se trata proyectos habitacionales en desmedro de cultivos. La inestabilidad social se aproxima a las urden del litoral. Hay peligro de que China pierda atractivo para inversores extranjeros, lo cual iniciaría una espiral de deterioro socioeconómico. El proceso también promoveré quiebres en la relación de Beijing con las provincias, donde existen antiguos antecedentes separatistas.

A primera vista, el espectacular suceso económico chino es fruto de un proyecto quintaesencialmente oriental (no “asiático”, como está de moda decir), o sea “crecimiento por el crecimiento mismo”. Japón, Taiwán, Surcorea y los tigres del sudeste también apostaban a vastos flujos de capitales poco preocupados por problemas sociales o políticos. La idea era que, con fondos y oportunidades laborales en ascenso, las cosas eventualmente se encaminarían.

Pero China no era Japón ni Surcorea, cuyas instituciones resultaron más flexibles y donde se aplicaron formas peculiares de democracia. En el viejo imperio, ciudades y provincias costeras absorbieron inversiones en industrias, que aprovechaban la promoción oficial y la mano de obra barata, sin trabas sindicales. La cosa llegó a tal punto que, en este momento, el gigante de las motocicletas Lifang quiere comprar una planta de motores brasileña para desmontarla y mudarla al oeste de China.

Las áreas rurales, durante milenios columna vertebral de la economía china-, más las industrias pesadas y el petróleo (claves de la república y régimen posterior a 1949), fueron perdiendo relevancia. La concentración de riqueza en el litoral fue al principio fuente de tensiones menores, merced a restricciones a la migración del campo a las urbes –otro rasgo histórico-, pero muchas de ellas ya no tienen vigencia.

El auge costero creó oportunidades para transferir la corrupción sistémica del interior, vía funcionarios provinciales y burócratas de partido, que aprovecharon la ola de inversiones exógenas como fuente de sobornos y coimas. Con el tiempo, armaron feudos de connivencia y nepotismo (similares a San Luis, Salta, Corrientes o La Rioja).

Ese factor explica por qué anteriores intentos de encarar el desarrollo desigual fracasaron. Cada vez que Jiang Zemin (entonces presidente) o Zhu Rongji (primer ministro) trataban desviar recursos o flujos financieros al interior, surgían fuerte objeciones de las ricas provincias litorales. En cuanto a corrupción, las campañas lanzadas acababan comprometiendo a la propia cúpula de Beijing. Esa conjunción de efectos no deseados diluía las campañas, pues Jiang y Zhu formaban parte de la “mafia de Shanghai”, punto axial de la corrupción organizada.

Eso cambió con el advenimiento de Hu y Wen, provenientes de áreas rurales (cuna también de Mao Zedong). De ahí su estrategia para recobrar control sobre los gobiernos provinciales y los funcionarios locales del partido, como forma de domeñar el poder de los campesinos. Emulando al partido Revolucionario Institucional mejicano en sus comienzos, lo que ambos buscan es convocar esa masa para presionar sobre los dirigentes locales para que acaten la autoridad de Beijing.

Por supuesto, el objetivo final es generar una economía física sostenible en el largo plazo. Pero, como viene sucediendo desde los años 70, hay serios problemas para destrabar la reforma agraria, acortar la brecha social y prevenir estallidos campesinos, lacra del viejo imperio desde sus orígenes. De ahí que el reciente congreso de partido Nacional Popular (comunista) haya puesto el agro en el centro del nuevo plan quinquenal 2006-10.

Durante los últimos 27 años, por cierto, China ha hecho notables progresos. Las ciudades están en auge. La modernización parece imparable. Hablando en números, el producto bruto interno nominal ha ido subiendo de US$ 200.000 millones en 1978 a 2,7 billones el año pasado, aunque debe recordarse que se trata de 1.300 millones de habitantes. El intercambio exterior alcanzó US$ 1,4 billón, con casi 102.000 millones de superávit y aporta casi un quinto del crecimiento registrado por el PBI nominal (9,9%, si bien analistas occidentales estiman exagerada la cifra).

También en 2005, el país absorbió US$ 60.300 millones en inversión externa directa y exportó 6.900 millones en colocaciones no financieras. A fin de diciembre, las reservas internacionales sumaban casi US$ 820.000 millones y eran segundas en el mundo, luego de las japonesas.

Pero toda esa expansión ha sido cualquier cosa menos equitativa. El crecimiento urbano sigue superando ampliamente el rural, rasgo también típico del capitalismo en topa su historia. En 2005, el ingreso por persona alcanzó US$ 1.310 en las ciudades, contra apenas 405 en las aldeas, poco más en 1,10 dólar al día, un nivel africano. La disparidad ha subido de 1,8 a 3,2 veces entre 1978 y hoy.

En general, el décimo más pobre recibe sólo 1% del ingreso nominal nacional. Entretanto, el décimo más rico se queda con 50%. Aun en áreas urbanas, las disparidades son impresionantes: 20% de los habitante más pobre suman apenas 2,7% de ingreso, mientras el 20% más rico se queda con 60%.

Estas brechas se manifiestan en otras formas. El desempleo urbano “oficial” se ubica en 4,2% de la población activa, pero el rural –cuya mensura no se difunde- tal vez sea el cuádruple. Así lo trasunta la migración de 200 millones de campesinos (más que los habitantes de Brasil o Méjico) a las ciudades en los últimos años, cantidad que Beijing admite.

Esa masa representa una parte relevante de la población rural total, estimada entre 800 y 900 millones. En las urbes, esos recienvenidos son tratados como ciudadanos de segunda o tercera clase, especialmente los que no hablan buen mandarín. Pero en el campo no les va mejor, pues el nivel de educación y atención médica es bastante inferior.

Por otra parte, esa población carece de instrumentos legales, pues ni siquiera posee la tierra que trabaja. No puede, entonces, impedir que los funcionarios se la confisquen para proyectos industriales, energéticos o habitacionales. Hay ahí una ironía: como en Rusia, en la época imperial los campesinos estaban sujetos a la gleba y, como en Rusia, el régimen comunista la substituyó por propiedad colectiva, controlada en realidad por burócratas.

El gobierno central no ignora esos problemas. En rigor, Beijing empezó a advertir sobre tensiones socioeconómicas en el interior años antes de que la comunidad internacional de negocios se ocupase del asunto. Por ende, el crecimiento económico general ya no se considera viable o sostenible en el largo plazo, como ocurrió en la URSS bajo Nikita Jruschchov. En lo tocante al gobierno chino, ha optado por recobrar control sobre las economías provinciales y su meta es reducir a todo trapo la brecha ciudad-campo.

Justamente, esos esfuerzos han puesto en primer plano un tema más fondo: la corrupción sistémica y endémica –otro legado del imperio- prevalente en estratos provinciales. El malestar social estalla en la intersección entre disparidades económicas y corrupción local.

Más de una generación después de que Deng Xiaoping iniciara el programa de reforma y apertura, el país se acerca a un punto crítico. Los cambios económicos y financieros –igual que en India- han desbordado las transformaciones sociopolíticas. Se recalientan, pues, las tensiones históricas entre costa e interior, campo y ciudades, clases educadas y el resto. La trama social se agrieta y queda en tela de juicio la capacidad del gobierno central para manejar situaciones extremas. En el corazón europeo del capitalismo, a Francia le sucedió algo parecido meses atrás.

Los síntomas son claros. Las protestas locales se ponen violentas cuando se trata proyectos habitacionales en desmedro de cultivos. La inestabilidad social se aproxima a las urden del litoral. Hay peligro de que China pierda atractivo para inversores extranjeros, lo cual iniciaría una espiral de deterioro socioeconómico. El proceso también promoveré quiebres en la relación de Beijing con las provincias, donde existen antiguos antecedentes separatistas.

A primera vista, el espectacular suceso económico chino es fruto de un proyecto quintaesencialmente oriental (no “asiático”, como está de moda decir), o sea “crecimiento por el crecimiento mismo”. Japón, Taiwán, Surcorea y los tigres del sudeste también apostaban a vastos flujos de capitales poco preocupados por problemas sociales o políticos. La idea era que, con fondos y oportunidades laborales en ascenso, las cosas eventualmente se encaminarían.

Pero China no era Japón ni Surcorea, cuyas instituciones resultaron más flexibles y donde se aplicaron formas peculiares de democracia. En el viejo imperio, ciudades y provincias costeras absorbieron inversiones en industrias, que aprovechaban la promoción oficial y la mano de obra barata, sin trabas sindicales. La cosa llegó a tal punto que, en este momento, el gigante de las motocicletas Lifang quiere comprar una planta de motores brasileña para desmontarla y mudarla al oeste de China.

Las áreas rurales, durante milenios columna vertebral de la economía china-, más las industrias pesadas y el petróleo (claves de la república y régimen posterior a 1949), fueron perdiendo relevancia. La concentración de riqueza en el litoral fue al principio fuente de tensiones menores, merced a restricciones a la migración del campo a las urbes –otro rasgo histórico-, pero muchas de ellas ya no tienen vigencia.

El auge costero creó oportunidades para transferir la corrupción sistémica del interior, vía funcionarios provinciales y burócratas de partido, que aprovecharon la ola de inversiones exógenas como fuente de sobornos y coimas. Con el tiempo, armaron feudos de connivencia y nepotismo (similares a San Luis, Salta, Corrientes o La Rioja).

Ese factor explica por qué anteriores intentos de encarar el desarrollo desigual fracasaron. Cada vez que Jiang Zemin (entonces presidente) o Zhu Rongji (primer ministro) trataban desviar recursos o flujos financieros al interior, surgían fuerte objeciones de las ricas provincias litorales. En cuanto a corrupción, las campañas lanzadas acababan comprometiendo a la propia cúpula de Beijing. Esa conjunción de efectos no deseados diluía las campañas, pues Jiang y Zhu formaban parte de la “mafia de Shanghai”, punto axial de la corrupción organizada.

Eso cambió con el advenimiento de Hu y Wen, provenientes de áreas rurales (cuna también de Mao Zedong). De ahí su estrategia para recobrar control sobre los gobiernos provinciales y los funcionarios locales del partido, como forma de domeñar el poder de los campesinos. Emulando al partido Revolucionario Institucional mejicano en sus comienzos, lo que ambos buscan es convocar esa masa para presionar sobre los dirigentes locales para que acaten la autoridad de Beijing.

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