Por Jorge Raventos (*)
Lo que vale la pena observar es que las grietas entre coaliciones y al interior de ellas, que siguen ocupando la atención de buena parte de la dirigencia política y de la mayoría de los analistas, ocultan ahora el cambio de situación, que va ganando forma, en parte a la vista de quienes quieran apreciarla y en parte por debajo de los radares.
En verdad, la grieta entre coaliciones empezó a perder significado a partir del debate sobre el acuerdo con el Fondo, que fue un verdadero parteaguas en el sistema político.
Ambas coaliciones principales -el oficialismo y Juntos por el Cambio- se vieron sacudidas por esa discusión. El Frente de Todos terminó de exponer en público tanto sus profundas divergencias como la imposibilidad (y falta de deseo de una de las partes: la que mostró su condición minoritaria tanto en la Cámara de Diputados como en la de Senadores) de emplear algún pegamento mágico para reunir lo que está quebrado.
Después de desnudar su verdadera fuerza en el Congreso -entre los diputados y senadores del Frente de Todos-, la galaxia K se ha dedicado a mostrar su voluntad de obstaculizar o deshacer las políticas que se habilitan a partir del acuerdo que fracasó en evitar por la vía parlamentaria.
Hasta ahora el kirchnerismo amenazaba con fuerzas pasadas, que sus opositores elegían exagerar y sus aliados internos temían enfrentar. De noche todos los gatos son pardos. Cuando se encienden las luces la realidad luce diferente. El cristicamporismo es una minoría -intensa, y significativa en el conurbano, pero una minoría- en el seno del peronismo y si consigue influencia es más por complicidad de sus víctimas que por fuerza propia.
En la coalición opositora, entre el peso adquirido por el radicalismo, la astucia estratégica de Elisa Carrió y su Coalición Cívica y la moderación, discreta pero activa, de un sector del Pro, se consiguió salvar la unidad, conteniendo la actitud del sector que se referencia en Mauricio Macri, reticente a colaborar en la aprobación del convenio con el FMI. De hecho, Juntos por el Cambio aportó los votos indispensables para la aprobación (y, en Diputados, más votos que el oficialismo, carcomido por la disidencia K).
Facciones, disidencias y método homeopático
La aprobación del acuerdo no se logró sobre la lógica de las rigideces facciosas, sino sobre una coincidencia transcoaliciones, basada en la presión de las circunstancias (el país estaba a punto de caer en un catastrófico default institucional con el FMI) y en la madurez y capacidad de diálogo de algunos actores, que más allá de sus pertenencias partidarias pudieron construir una base amplia de sustentación par la aprobación del instrumento.
Si bien se mira, se trató de un primer acuerdo de gobernabilidad. La gobernabilidad requiere una base amplia de representatividad, acuerdos, capacidad de diálogo y una autoridad fuerte y legitimada para tomar decisiones en momentos cruciales. Los intolerantes se autoexcluyen de ese perfil.
El logro del objetivo (convenio con el FMI) y el triunfo sobre sus opositores internos (K y tribus adheridas) ofrecían a Alberto Fernández la chance de despejar la falencia fundamental que presenta su gobierno: la falta de confianza que deriva de una autoridad presidencial ausente y de una administración en la que los sectores que cuestionan sus políticas fundamentales ocupan posiciones de poder y parecen inamovibles, reforzando así la abrumadora impresión de un gobierno intervenido, débil y vacilante.
Con el acuerdo de refinanciación encaminado y la evidencia irrefutable del debilitamiento del sector que le ha marcado límites durante estos dos años, el gobierno de Alberto Fernández tiene que hacerse cargo de la gestión del país hasta que finalice su período.
El conjunto del sistema político ha ingresado en una etapa de redefinición a partir del debate y la aprobación del acuerdo y todos los actores principales -en primer lugar, sus más significativos apoyos internos: gremios, gobernadores, movimientos sociales- esperan que la Casa Rosada suelte lastre y encare las reformas destinadas a frenar la inflación galopante y a facilitar la inversión, el empleo, la productividad, las exportaciones, el acuerdo social, la seguridad.
La vulnerabilidad principal es la ausencia de una autoridad clara y un rumbo firme. Eso requiere generar confianza, algo que no se consigue con palabras (menos aún con palabras zigzagueantes) sino con decisiones que muestren que se ha comprendido la naturaleza de la situación.
Situaciones como la de un secretario de Comercio que sólo apela (para fracasar) a instrumentos anacrónicos y que, además, provoca roces inconvenientes con el sector que más dólares aporta a la economía deben ser solucionadas de inmediato.
Lo mismo que la continuidad a cargo del sector energético de funcionarios que bloquean las políticas acordadas con el Fondo.
Fernández podría haber empleado la ocasión de la agresiva disidencia de sus adversarios limpiando -así fuera parcialmente, en primera instancia- parte de sus equipos, prioritariamente los que ocupan funciones e imponen medidas (o las inmovilizan) que conspiran contra los planes del gobierno y contra la mejor convivencia con factores económicos y sociales estratégicos (como el campo).
Algunos de los cuadros más relevantes del gobierno instaron al Presidente a tomar ese camino y esperaron que lo adoptara. Pero Fernández optó, nuevamente, por la homeopatía: alguna señal de autonomía pero insistencia en una táctica que le entrega la iniciativa a sus adversarios. Él parece esperar que el camporismo admita su condición de fuerza minoritaria (aunque sectorialmente significativa) y se discipline.
O (ilusión que aspira a ser taimada) que sean los K los que se aparten y rompan la coalición. ¡Como si ya no lo hubieran hecho! Rompen la coalición, cuestionan al gobierno…pero lo que no hacen es abandonar los cargos que reportan poder y recursos.
2023 y el día menos pensado
En la conducta de ambos actores (Fernández y el critinocamporismo) parece haber un determinante central: sus actitudes frente a las elecciones de 2023. Fernández sigue alegando que sólo hay chances de ganarlas si perdura la unidad que supo haber en 2019; desde el sector adversario existe la convicción de que no hay posibilidad alguna de triunfo si se confirmara el rumbo que (así sea tímidamente) ha emprendido Fernández con el acuerdo con el Fondo y, si se aplicara el programa que se deduciría de ello.
Por ese motivo, el sector K pretende mostrarse abiertamente opuesto a la gestión del gobierno. No abandonan los cargos porque entienden que les pertenecen (ya que siguen atribuyéndose condición mayoritaria en el FdeT) y tienen dos grandes perspectivas ante sí: provocar la quiebra del giro que Fernández tímidamente insinúa o esperar las elecciones de 2023, fortaleciéndose en el distrito más numeroso (y hasta el momento más acogedor para ellos), la provincia de Buenos Aires, el conurbano.
Lo que dejan al desnudo estos cálculos es la ignorancia de la situación de fondo. El gobierno afronta ya mismo el riesgo de una vorágine inflacionaria que, más temprano que tarde, tendrá consecuencias en otras esferas, no sólo en la pérdida del poder de compra de los salarios y la caída del comercio y la producción.
Para mantener la carrera con la inflación (y de acuerdo a lo convenido con el Fondo), el Banco Central seguirá subiendo la tasa de interés para que los ahorros no pierdan en relación al costo de vida, sofocando el crédito productivo y beneficiando formalmente al mundo Lelic: los bancos obtienen mayor rentabilidad con esas letras que prestando a empresas o particulares. Pero esa mecánica corre el riesgo de despertar una sensación de riesgo en los ahorristas, que -justificadamente o no- pueden en determinado punto temer que sus entidades, con una acumulación muy grande de créditos ante el Estado, queden financieramente descolocados por un pague diós oficial. Los fantasmas de un corralito pueden desatar estampidas.
Ese escenario -que la situación internacional, con el eje en la invasión de Ucrania por el Kremlin y sus corolarios económicos, vuelve más tenso-, se agrava cuando el país parece navegar sin timón. En esas condiciones, 2023 es una hipótesis que puede modificarse el día menos pensado, si una situación de ingobernabilidad adquiere tintes dramáticos. Con una modificación de esa naturaleza mutarían los escenarios, los cronogramas y la composición de las opciones.
La música de la necesidad
Si la situación se desplegara en ese rumbo, seguramente volvería a imponerse la lógica de la necesidad que prevaleció para la aprobación del acuerdo con el Fondo: se haría notoriamente indispensable la construcción de una base amplia de gobierno, supeditando a ella las divergencias partidarias y apoyándose en un programa de emergencia aprobado por toda esa base.
No son muchos los que están pensando en esa posibilidad, pero lo que sí es evidente es que algunos actores están trabajando hace ya algún tiempo en mantener abiertas las puertas del diálogo político y predicar el alejamiento de la grieta en búsqueda de nuevos consensos en la idea de políticas de Estado que abran un horizonte de estabilidad de una o dos décadas, más allá de los cambios de gobierno.
La Cámara de Diputados es un ámbito donde se busca ejercer esa lógica (la figura de Sergio Massa se esfuerza, a menudo con éxito, en cumplir un papel de articulador y conector); entre los gobernadores, en el Norte Grande ya se ha constituido una entidad que agrupa a mandatarios de distintas líneas políticas, que hacen eje en los intereses regionales comunes por encima de los encuadres partidarios.
El jefe de gabinete, Juan Manzur, una de las figuras del Norte Grande, procura transmitir esa filosofía entre otros mandatarios, algo que se ha empezado a notar con el voto sobre el acuerdo con el Fondo en la Cámara de Senadores, que es la cámara de las provincias. Desde la oposición, el gobernador de Jujuy (y presidente de la UCR) Gerardo Morales sostiene una clara plataforma de convergencia con otras fuerzas moderadas.
Sindicatos y empresarios están también trabajando en ideas de cooperación que vayan más allá de la coyuntura (sin ignorar a ésta, por supuesto).
La melodía de los conflictos remanentes (grietas internas e interpartidarias, atracción hipnótica por una elección fechada para dentro de más de 90 semanas) se seguirá oyendo, pero la realidad está imponiendo ya una música diferente.
En la nueva configuración empiezan a distinguirse comportamientos diferenciados. Por ejemplo, un sector del peronismo no kirchnerista (el círculo que rodea al Presidente e insiste en impulsar el “albertismo”) empieza a modificar su actitud ante el camporismo.
Si hasta hace unos días se esforzaba por maquillar las divergencias, en vísperas de la votación en la cámara baja -según indica el bien informado sitio web La Política on Line- “le sugieren al presidente que si La Cámpora vota en contra del acuerdo con el FMI, rompa con el kirchnerismo y cambie el gabinete (…) Le pidieron al presidente que aproveche la insubordinación y rompa con la organización del hijo de la vicepresidenta (…) apuntan también a las cajas manejadas por La Cámpora, en especial el PAMI y la Anses”. Según aquel medio, los albertistas insisten en que “Alberto tiene que mostrar autonomía porque de lo contrario se le hará cuesta arriba el resto del mandato”. Más vale tarde que nunca. Más de un mes atrás, esta columna señalaba: “Las urgencias de la crisis y la necesidad de poner en marcha el acuerdo con el Fondo (versus la idea de bloquearlo, que difunden los amigos del cristinismo) insinúan un momento de definición existencial que no se resuelve con banderas blancas”.
Otros sectores del peronismo también van tomando distancia de la galaxia K. Incluso la base social sobre la que el cristinismo se apoya (los sectores más vulnerables del Gran Buenos Aires, especialmente en el segundo y tercer cordón del conurbano); allí el respaldo a la vicepresidenta decae. Aunque -según encuestas- sigue en algunas municipios superando el 50 por ciento de opiniones favorables, pero esas cifras son menores de las que mostraba en el pasado más lejano y también en el más reciente.
Con el acuerdo de refinanciación encaminado (sólo resta la esperada aprobación del board del Fondo) y la evidencia irrefutable del debilitamiento del sector que le ha marcado límites durante estos dos años, el gobierno de Alberto Fernández tiene que hacerse cargo de la gestión del país durante los meses que restan de su período. “Ahora que el lobo no está”, como decía el refrán infantil.
Fernández también haría bien en tomar en cuenta los cambios que ha sufrido la situación. El conjunto del sistema político ha ingresado en una etapa de redefinición a partir del debate y la aprobación del acuerdo con el FMI y todos los actores principales -en primer lugar, sus más significativos apoyos internos: gremios, gobernadores, movimientos sociales- esperan que el gobierno suelte lastre y, más que empezar una guerra tardía contra la inflación, impulse las necesarias reformas realistas que faciliten la inversión, el empleo, la productividad, las exportaciones, el acuerdo social, la seguridad.
Entre las prioridades está generar confianza, algo que no se consigue con palabras (menos aún con palabras zigzagueantes) sino con decisiones que muestren que se ha comprendido la naturaleza de la situación. Situaciones como la de un secretario de Comercio que sólo apela (para fracasar) a instrumentos anacrónicos y que, además, provoca roces inconvenientes con el sector que más dólares aporta a la economía deben ser solucionadas de inmediato. Lo mismo que la continuidad a cargo del sector energético de funcionarios que bloquean las políticas acordadas con el Fondo.
La lista de señales indispensables para recuperar la confianza (en especial, la del propio peronismo) es más extensa, pero hay que empezar por lo prioritario. La marcha irá indicando con claridad por dónde seguir, ya que es obvio que las resistencias no se agotaron en los recintos del Congreso.
(*) Directivo de la Fundación Segundo Centenario.