EE.UU. Esparta está liquidando el sueño de una cuarta Roma

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Tras la derrota electoral, neoconservadores, moderados y liberales vuelven a preguntarse en qué de imperio Bush convietió al país. Al parecer, su perfil político se halla más cerca de los lacedemonios que de los primeros césares.

Hasta 2004, en las primeras fases de la guerra iraquí o la persistencia de la afgana, los intelectuales debatían en torno de una sola obsesión: Estados Unidos como avatar de la antigua Roma. Para el pintoresco ultraderechista Newt Gingrich –curiosamente, “newt” significa mojarrita-, era una especie de “imperio benigno”. Aún no se conocían los abusos en Abú Ghreib ni Guantánamo, claro.

En la concepción de Michael Lind, un republicano tradicional, su país “sigue siendo una república virgen de ambiciones imperiales, pero responsable del orden mundial en tanto única superpotencia militar”. El fracaso en Irak está cambiando ese perfil color de rosa. En el otro extremo, el historiador liberal Niall Ferguson (“Colossus”, 2005) sostiene que “es un imperio sin mentalidad apropiada, por lo cual niega serlo”.

No obstante, el siglo XXI –proclaman casi todos estos analistas, entre ellos varios demócratas- serán tan norteamericano como el segundo tramo del XX. “La comunidad internacional nos verá como guías, faro de libertad y democracia”, se entusiasma Maximilian Boot, un teórico que reivindica “la necesidad del imperialismo”. Pero, desde hace dos años, el debate viene mutando. Hoy, muchos intelectuales estadounidenses, especialmente de centroizquierda (la izquierda propiamente dicha casi no existe), no niegan que EE.UU. sea un imperio. Pero se preguntan de qué clase.

Hasta el momento, cunde una conclusión inquietante: no es una nueva Roma, sino una nueva Esparta. Su poder no es económico, político ni moral, sino puramente militar. Por ende, la “pax americana” es fruto no de consenso, sino de imposición, y su impronta ultraconservadora impide un sereno debate de ideas. Aunque todavía no manifieste rasgos dictatoriales, exporta un modelo de “democracia” cada día más resistido y encarna una “globalización del resentimiento” (Ferguson) que amenaza convertir este siglo en antiamericano,

No hace muchos años, como reacción a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, una marea de libros hablaban del destino manifiesto. Más tarde, cuando el terrorismo mayorista ya alcanzó España, Gran Bretaña, India y Pakistán, se esfumó buena parte de la singularidad norteamericana como objeto de esa violencia.

Aun quienes no niegan el imperio, lo ven de otra manera. En “The good fight” (2006), Peter Beinart sostiene que la diplomacia dura y la guerra “deben fundarse en una actitud tolerante, progresista”. Ex director de “The new republic”, apoyó a George W.Bush al principios de la aventura iraquí, se arrepintió y aboga hoy por “un imperio blando, pues sólo las prácticas democráticas pueden derrotar el terrorismo internacional y restituirnos estatura ética. De lo contrario, ese terrorismo habrá triunfado y será imposible de eliminar”. Días atrás, el financista húngaro George Sörös apelaba a Henri Bergson –no a Josef Strauss- en defensa de la sociedad estilo europeo.

De una forma u otra, el esquema imperial suele explicarse o justificarse desde perspectivas históricas. En “The house of war: the Pentagon and its disastrous growth”, James Carroll –un católico liberal- denuncia que “EE.UU. es rehén del negocio bélico y ve la política exterior desde la misma óptica que los prusianos Karl von Clausewitz y Otto Bismarck”. Como Esparta, el país “se ha convertido en un estado fortaleza, condicionado por los servicios de inteligencia, que gasta cada vez más. Por lo menos hasta los tiempos de Diocleciano, Roma no era deudora neta”.

El historiador Stephen Kinzer (ex “New York times”) comparte esa visión en “Overthrow”, donde reseña un siglo de cambios involutivos, entre la ocupación de Hawái o Filipinas (1893/5) y la de Irak. Desde el golpe contra la reina Liliuokalani, Washington ha tirado abajo o contribuido a derribar quince gobiernos.

Algunos, como los de Mohammed Mossadegh en Irán (1953), Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) o Salvador Allende en Chile (1973), eran legítimos pero molestaban a grandes empresas norteamericanas (United Fruit, Anglo-American Petroleum) o a la CIA. Hoy, defender los malos negocios de Halliberton –o sea, Richard Cheney- puede llegar a costar un billón de dólares, advierte Lee Hamilton, coautor con James Baker del informe bipartidario Irak.

Hasta 2004, en las primeras fases de la guerra iraquí o la persistencia de la afgana, los intelectuales debatían en torno de una sola obsesión: Estados Unidos como avatar de la antigua Roma. Para el pintoresco ultraderechista Newt Gingrich –curiosamente, “newt” significa mojarrita-, era una especie de “imperio benigno”. Aún no se conocían los abusos en Abú Ghreib ni Guantánamo, claro.

En la concepción de Michael Lind, un republicano tradicional, su país “sigue siendo una república virgen de ambiciones imperiales, pero responsable del orden mundial en tanto única superpotencia militar”. El fracaso en Irak está cambiando ese perfil color de rosa. En el otro extremo, el historiador liberal Niall Ferguson (“Colossus”, 2005) sostiene que “es un imperio sin mentalidad apropiada, por lo cual niega serlo”.

No obstante, el siglo XXI –proclaman casi todos estos analistas, entre ellos varios demócratas- serán tan norteamericano como el segundo tramo del XX. “La comunidad internacional nos verá como guías, faro de libertad y democracia”, se entusiasma Maximilian Boot, un teórico que reivindica “la necesidad del imperialismo”. Pero, desde hace dos años, el debate viene mutando. Hoy, muchos intelectuales estadounidenses, especialmente de centroizquierda (la izquierda propiamente dicha casi no existe), no niegan que EE.UU. sea un imperio. Pero se preguntan de qué clase.

Hasta el momento, cunde una conclusión inquietante: no es una nueva Roma, sino una nueva Esparta. Su poder no es económico, político ni moral, sino puramente militar. Por ende, la “pax americana” es fruto no de consenso, sino de imposición, y su impronta ultraconservadora impide un sereno debate de ideas. Aunque todavía no manifieste rasgos dictatoriales, exporta un modelo de “democracia” cada día más resistido y encarna una “globalización del resentimiento” (Ferguson) que amenaza convertir este siglo en antiamericano,

No hace muchos años, como reacción a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, una marea de libros hablaban del destino manifiesto. Más tarde, cuando el terrorismo mayorista ya alcanzó España, Gran Bretaña, India y Pakistán, se esfumó buena parte de la singularidad norteamericana como objeto de esa violencia.

Aun quienes no niegan el imperio, lo ven de otra manera. En “The good fight” (2006), Peter Beinart sostiene que la diplomacia dura y la guerra “deben fundarse en una actitud tolerante, progresista”. Ex director de “The new republic”, apoyó a George W.Bush al principios de la aventura iraquí, se arrepintió y aboga hoy por “un imperio blando, pues sólo las prácticas democráticas pueden derrotar el terrorismo internacional y restituirnos estatura ética. De lo contrario, ese terrorismo habrá triunfado y será imposible de eliminar”. Días atrás, el financista húngaro George Sörös apelaba a Henri Bergson –no a Josef Strauss- en defensa de la sociedad estilo europeo.

De una forma u otra, el esquema imperial suele explicarse o justificarse desde perspectivas históricas. En “The house of war: the Pentagon and its disastrous growth”, James Carroll –un católico liberal- denuncia que “EE.UU. es rehén del negocio bélico y ve la política exterior desde la misma óptica que los prusianos Karl von Clausewitz y Otto Bismarck”. Como Esparta, el país “se ha convertido en un estado fortaleza, condicionado por los servicios de inteligencia, que gasta cada vez más. Por lo menos hasta los tiempos de Diocleciano, Roma no era deudora neta”.

El historiador Stephen Kinzer (ex “New York times”) comparte esa visión en “Overthrow”, donde reseña un siglo de cambios involutivos, entre la ocupación de Hawái o Filipinas (1893/5) y la de Irak. Desde el golpe contra la reina Liliuokalani, Washington ha tirado abajo o contribuido a derribar quince gobiernos.

Algunos, como los de Mohammed Mossadegh en Irán (1953), Jacobo Arbenz en Guatemala (1954) o Salvador Allende en Chile (1973), eran legítimos pero molestaban a grandes empresas norteamericanas (United Fruit, Anglo-American Petroleum) o a la CIA. Hoy, defender los malos negocios de Halliberton –o sea, Richard Cheney- puede llegar a costar un billón de dólares, advierte Lee Hamilton, coautor con James Baker del informe bipartidario Irak.

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