Aquel clásico aforismo caracteriza las controversias que agitan al oficialismo y a la oposición mientras la nave del gobierno avanza a paso firme en dirección al iceberg y el sillón del timonel aparece vacío.
Por Pascual Albanese (*)
La persistencia de las tendencias inflacionarias determina el ritmo de una crisis que exigirá, antes de fin de año, y por lo tanto mucho antes del comienzo de la campaña electoral de 2023, una drástica redefinición del sistema de poder político instaurado en la Argentina a partir del 10 de diciembre de 2019.
Aunque las estrategias y planes electorales sean un ejercicio obligado en las mesas de arena de los principales actores políticos, esa previa redefinición convierte en abstractas a las múltiples elucubraciones, hipótesis y alternativas barajadas sobre la próxima contienda presidencial.
Las decisiones tomadas con objetivos electorales adquieren entonces impactos en el corto plazo que escapan a la intención originaria de sus autores. El análisis de la situación requiere concentrar la atención no tanto en la voluntad de los protagonistas como en los resultados concretos de sus actos, en sus efectos sobre la realidad de las cosas.
El epicentro de la situación es el debilitamiento de la autoridad presidencial. Ese vacío de poder agrava la crisis de un gobierno incapaz de guiar el curso de los acontecimientos.
En el oficialismo emerge una disputa entre “dos impotencias”. El núcleo hegemónico de la coalición gobernante, encabezado por Cristina Kirchner, intenta tomar distancia del fracaso, pero no puede hacerlo en plenitud sin padecer las consecuencias de semejante decisión, que en el corto plazo implicaría la pérdida del control sobre ciertos resortes de poder fundamentales (“cajas”) para el sostén de su aparato político-territorial, como la ANSES, el PAMI e YPF, y en el mediano plazo el reconocimiento explícito ante la opinión pública del fracaso del experimento ideado por la vicepresidenta cuando designó a Alberto Fernández como “su” candidato para las elecciones de 2019.
Como señaló en tono desafiante Andrés Larroque, Ministro de Gobierno bonaerense pero ante todo secretario general de La Cámpora, “el gobierno es nuestro”. Pero esa definición, que en caso de divorcio anticiparía un juicio por la división de bienes, supone también la ineludible obligación de hacerse cargo del fracaso.
“El canto del cisne”
La alternativa, institucionalmente inobjetable, de que Cristina Kirchner asuma directamente las riendas del gobierno, lejos de constituir una salida a la crisis, sería apenas un paso más en su profundización. Implicaría, más bien, el equivalente político del “canto del cisne”, aquel cántico extraordinario que esas aves entonan antes de morir.
Por su parte, Fernández y su equipo no están en condiciones de expulsar al “kirchnerismo” del aparato del Estado sin desatar una confrontación abierta que determinaría su salida anticipada del poder. El resultado de esta “disputa de impotencias” es lo que, en otras circunstancias históricas y distintos protagonistas, el sociólogo Juan Carlos Portantiero bautizó como “empate hegemónico”. Cuando nadie gana y nadie pierde lo único que avanza es una crisis cuyo termómetro (de ninguna manera su causa) en este caso específico es la tasa de inflación.
Pero la aceleración de esa crisis también golpeó a Juntos por el Cambio, cuya estrategia consiste en mantenerse lejos del gobierno, conservar a toda costa su unidad, acentuar su perfil opositor y fijar reglas de juego que le permitan ungir a su fórmula presidencial en las próximas elecciones abiertas, simultáneas y obligatorias, bajo la certeza de que la evolución de los acontecimientos garantizaría casi naturalmente su retorno al poder en diciembre de 2023.
Pero esa bucólica percepción de la realidad tropieza ahora con los efectos económicos de corto plazo generados por el vacío de poder y la consiguiente necesidad de preservar la gobernabilidad.
Ya la ratificación legislativa del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional había sido posible sólo por el respaldo de las bancadas opositoras en ambas cámaras del Congreso, obligada a evitar otra cesación de pagos de la Argentina, y ese consenso, más o menos explícito, resultará indispensable e inevitable para la viabilizar la implementación de las principales medidas derivadas de ese entendimiento.
Tal el caso, por ejemplo, del inminente incremento de las tarifas de la electricidad, el gas y el transporte público, que en las próximas semanas dominará la agenda pública y será el nuevo eje del conflicto en el Frente de Todos.
Juntos por el Cambio está atravesado por una división que más que en razones ideológicas o programáticas está signada por el posicionamiento de sus dirigentes. Más que entre “halcones” y “palomas”, la cuestión se suscita entre quienes tienen responsabilidad de gobierno y quienes carecen de ella. Los gobernadores radicales de Jujuy, Gerardo Morales, Mendoza, Rodolfo Suárez, y Corrientes, Gustavo Valdés, y el Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, están forzado a atender las urgencias de la coyuntura.
Mauricio Macri y Patricia Bullrich en el PRO, Alfredo Cornejo en el radicalismo, Elisa Carrió en la Coalición Cívica y Miguel Angel Pichetto en el flamante Encuentro Republicano Federal no tienen esos condicionamientos.
Pero esa asimetría conlleva otra diferencia, relevante en momentos de crisis: quienes gobiernan participan de la toma de decisiones, los demás no. En contraposición, la libertad de acción incentiva la prédica “antisistema” de Javier Milei, quien más allá de su histrionismo y sus diatribas contra “la casta” sintoniza con un cambio significativo en las tendencias de un sector de la opinión pública, originado en la estampida inflacionaria, una modificación que comienza a traducirse expresiones de protesta como la registrada en la multitudinaria movilización agropecuaria del pasado sábado 23 de abril, que contó con el apoyo de la clase media de los centros urbanos y con la simpatía mayoritaria de la opinión pública.
Gobernadores y la autopreservación
Por aquello de que la naturaleza aborrece al vacío, esa descomposición en el vértice del poder nacional potencia el protagonismo de los poderes territoriales, tanto a nivel provincial como municipal. Por debajo de esa confrontación irresoluble que se libra en el Frente de Todos, pero también obligados a intervenir en la coyuntura, aunque sólo sea como un mecanismo de autopreservación, asoman los gobernadores peronistas de las provincias del interior, inmersos en un escenario en que la ausencia de un liderazgo aglutinante genera una situación de extrema horizontalidad que dificulta consensos y definiciones.
La reaparición de las clásicas oficinas del Consejo Federal de Inversiones (CFI) como ámbito de reunión de los mandatarios provinciales, una imagen que rememora los episodios previos a la crisis de diciembre de 2001, revela un estado de inquietud generalizada que hasta ahora se traduce en una certeza y una incógnita.
La certeza es la decisión mayoritaria de adelantar las fechas de las elecciones provinciales y separarlas de la contienda presidencial, de modo de no quedar a merced de un resultado adverso. En esas deliberaciones participa activamente, y por derecho propio, el Jefe de Gabinete, el tucumano Juan Manzur, en uso de licencia como gobernador de Tucumán, provincia que fue la primera en confirmar ese adelantamiento.
Pero la incógnita que constituye el epicentro del debate suscitado entre los gobernadores reside en cómo hacer frente a las derivaciones institucionales de un colapso en la cúpula del poder.
En medio de esta atmósfera de incertidumbre cobró relevancia el almuerzo “transversal” realizado en San Isidro en la residencia del ex gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, con la presencia de Morales, de su colega de Córdoba, Juan Schiaretti, los diputados nacionales Emilio Monzó, Rogelio Frigerio, Graciela Camaño y Florencio Randazzo, el intendente de Rosario, Pablo Javkin, y el ex gobernador radical de Chaco, Angel Rozas.
En realidad, el encuentro careció de connotación electoral, ya que estuvo precisamente focalizado en la preocupación común acerca de la necesidad de establecer un “reaseguro de gobernabilidad” frente a una profundización de la crisis que podría detonar antes de fin de año. Los comensales coincidieron en analizar en detalle la relación de fuerzas existente en el Parlamento, en especial en la Cámara de Diputados.
El fantasma de una Asamblea Legislativa, una hipótesis apenas susurrada en el asado en la casa de Urtubey, ronda también en sectores empresarios. A nadie puede escapar que la ruptura expuesta en la dupla presidencial fortalece el protagonismo del titular de la Cámara de Diputados, Sergio Massa, visualizado no sólo como un mediador en la controversia interna del Frente de Todos sino también, y fundamentalmente, como puente para el diálogo entre el oficialismo y la oposición, una condición pavimentada por su añeja amistad personal con Morales y Rodríguez Larreta. No es casual que Massa haya planteado la necesidad de discutir en el ámbito parlamentario “cuatro o cinco acuerdos básicos” para afrontar mancomunadamente la conflictiva situación que se avecina.
De allí que la publicitada y estéril discusión sobre la eventual incorporación de Milei a Juntos por el Cambio resulte mucho menos significativa que las acusaciones lanzadas contra Morales por su negociación con Massa sobre la integración del Consejo de la Magistratura y las advertencias de Macri al gobernador jujeño, pero también a Rodríguez Larreta, sobre los peligros que, a su juicio, encierran sus vínculos con el presidente de la Cámara de Diputados.
La estratagema legal
La tormenta desatada a partir de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que declaró la inconstitucionalidad de la ley que regía la integración del Consejo de la Magistratura ratificó el agotamiento del espacio de maniobra de Cristina Kirchner, quien después de haber denunciado un “golpe institucional” y de amenazar con desencadenar un conflicto de poderes, terminó por acatar el fallo y recurrir a una estratagema legal para cubrir una de las nuevas vacantes abiertas.
Perdido por perdido, la vicepresidenta alienta ahora una movilización para exigir la renuncia de Horacio Rossatti a la presidencia del Consejo y un proyecto de ley de ampliación del número de miembros de la Corte, dos objetivos de imposible materialización en las actuales circunstancias.
Pero en la ejecución de esa maniobra defensiva para encubrir su derrota en la contienda con la Corte Suprema por la integración del Consejo de la Magistratura, Cristina Kirchner tomó una decisión drástica que trasciende las motivaciones que la inspiraron.
Porque la fractura de la bancada del Frente de Todos en el Senado y la reaparición del bloque de Unidad Ciudadana, con quince senadores, separado del bloque del Frente Nacional y Popular, con veintiún senadores, genera una dinámica rupturista difícil de frenar que seguramente tendrá manifestación en los acontecimientos que se avecinan.
Resulta una causalidad cargada de sentido que la embestida de la vicepresidenta contra la Corte tenga como blanco a un tribunal que en la actualidad está integrado por cuatro miembros y que alberga en su seno a un trío de inequívoca filiación peronista. El presidente del cuerpo ya no es Carlos Rosenkrantz, un magistrado con simpatías por el radicalismo, sino Rosatti, ex intendente municipal de Santa Fe, ex diputado en la convención constituyente de 1994, ex alto funcionario del gobierno de Carlos Reutemann y ex Ministro de Justicia de Néstor Kirchner. Ricardo Lorenzetti, que también proviene del peronismo santafecino) y Juan Carlos Maqueda, un veterano dirigente del peronismo de Córdoba, completan ese triunvirato (oriundo de la Región Centro (corazón de la Argentina agroindustrial) que era catalogado como “la mayoría peronista” durante el gobierno de Mauricio Macri, quien después se arrepintió públicamente de haber propuesto a Rosatti para desempeñar esa función.
En la década del 90, el diputado radical Raúl Baglini, en un célebre teorema que lleva su nombre, estableció que “cuando más lejos se está del poder más irresponsables son los enunciados políticos, cuando más cerca más sensatos y razonables se vuelven”. Baglini acuñó su teorema para caracterizar el momento en que una fuerza de oposición mutaba sus posiciones ante la posibilidad de acceder al gobierno. Desde su negativa a refrendar el acuerdo con el FMI hasta sus críticas frontales al Ministro de Economía, Martín Guzmán, y su abierta confrontación con la Corte, el “kirchnerismo” ratifica en los hechos la vigencia de la tesis de Baglini también para el caso inverso: la creciente radicalización en sus planteos acompaña a su paulatino pero inexorable desaparición no como corriente política pero sí como una alternativa del poder para la Argentina que viene.
En este escenario de creciente vacío de poder, los acontecimientos evocan la célebre descripción de Antonio Gramsci sobre las particulares situaciones históricas donde “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. En este contexto, el otrora famoso “segundo semestre”, que en el gobierno de Macri fue alguna vez proclamado como el momento propicio para una “lluvia de inversiones” que jamás llegaron, esta vez está señalado en el almanaque político como el tiempo para el estallido de una crisis de gobernabilidad y la única discusión auténticamente relevante gira entonces alrededor de quiénes y cómo habrán de afrontar sus consecuencias.
(*) Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico y cofundador del centro de reflexión para la acción política Segundo Centenario.