Con pocas excepciones, el mundo entero organiza su producción económica de la misma forma: el capital en manos privadas y la producción motivada por las ganancias. Es la primera vez en la historia que ocurre esto. En el pasado, el capitalismo siempre tuvo que coexistir con otras formas de organización de la producción: esclavitud, servidumbre, caza, pesca y recolección, o agricultura en pequeña escala.
Pero aunque abunden las teorías sobre la próxima desaparición de ese sistema económico, la verdad ineludible es que el capitalismo llegó para quedarse y no enfrenta competidores. Las sociedades del mundo han incorporado el espíritu materialista y competitivo que inculca el capitalismo, sin los cuales caen los ingresos, aumenta la pobreza y se detiene el progreso tecnológico.
La verdadera batalla, en cambio, se da en el seno del mismo capitalismo, entre dos modelos que se torean mutuamente y que difieren en sus aspectos políticos, económicos y sociales.
Uno – el de Europa, Norteamérica y muchos otros países – es un sistema liberal meritocrático que concentra la mayor parte de la producción en el sector privado, permite que triunfe el talento e intenta garantizar oportunidades para todos con, por ejemplo, educación gratuita. El otro, dirigido por el Estado y representado principalmente por China, privilegia el crecimiento económico y limita los derechos políticos y cívicos de los individuos.
Esos dos tipos de capitalismo compiten entre sí pero están entrelazados. Son conexiones y colisiones que alimentan una competencia entre Oriente y Occidente que se ha hecho más intensa por las diferencias en sus respectivos modelos de capitalismo. Es esa competencia la que dará forma al futuro de la economía global.