Por supuesto, Juan-Claude Trichet, pálido presidente del BCE, salió a explicar la decisión hablando de “perspectivas de estabilidad en precios a mediano plazo”. Pero en París una comida cuesta € 35 por persona y en Roma la pizza es prohibitiva para los propios italianos. No obstante, el peor problema reside en los cinco millones de desocupados alemanes.
Ni Trichet ni, mucho menos, la estólida burocracia del BCE (importada del Bundesbank, reducto de “recetas de mercado” para mejorar productividad) parecen preocuparse de ese asunto, Pero la masa de desempleados llega, por primera vez desde 1933 –“annus mirabilis” si los hubo-, a cinco millones. El hecho de que, en los días finales de la Reichsrepublik (Weimar), eso representase 30% y hoy represente “sólo” 12%, no cambia el trasfondo.
De un modo un otro, el pacto de estabilidad (1996) se hace trizas por el peso de los propios números, no por obra de gobiernos que ya no pueden cumplir con la “meta mágica” (3% del PBI como máximo para el déficit fiscal). Tampoco ayuda que la Comisión Europea –no el BCE, un supervisor sin voluntad de ejercer sus facultades- siga dispensando, año a año, a los socios transgresores porque pesan mucho. Se trata, claro, de Alemania, Francia e Italia.
Para Trichey y sus colegas, la responsabilidad les cabe a precios petroleros, desequilibrios globales y presiones político-gremiales. En los casos alemán e italiano, por cierto, los sindicatos influyen. Pero banqueros y conglomerados empresarios no parecen reparar en que esa “volatilidad global” no es ajena a la Unión Europea, hoy la primera economía del mundo.
La acción gremial ilustra los nexos sociales y políticos entre un pacto de estabilidad agonizante (Eurozona) y la UE en sí. Mientras el parlamento de Estrasburgo se ilusiona con una lírica constitución que podría ser víctima de plebiscitos locales o una “Europa de los 25” bastante endeble, la competencia de “economías en desarrollo” recién incorporadas, vía salarios no superiores a un quinto de los prevalentes en Alemania o Francia, puede llevar a una guerra entre economías centrales y periféricas… dentro de la propia UE.
Aun sin rozar ese extremo, muchos analistas se preguntan qué pasará con el euro como moneda única. Por ahora, su vigencia se reduce a doce “socios viejos” y nadie habla de cómo extenderla de los nuevos. Máxime porque falta un eslabón en la cadena: Gran Bretaña y sus aliados nórdicos “de facto”, Suecia, Dinamarca (están en la UE, pero no en la Eurozona) e Islandia (ni siquiera está en la UE).
Por supuesto, Juan-Claude Trichet, pálido presidente del BCE, salió a explicar la decisión hablando de “perspectivas de estabilidad en precios a mediano plazo”. Pero en París una comida cuesta € 35 por persona y en Roma la pizza es prohibitiva para los propios italianos. No obstante, el peor problema reside en los cinco millones de desocupados alemanes.
Ni Trichet ni, mucho menos, la estólida burocracia del BCE (importada del Bundesbank, reducto de “recetas de mercado” para mejorar productividad) parecen preocuparse de ese asunto, Pero la masa de desempleados llega, por primera vez desde 1933 –“annus mirabilis” si los hubo-, a cinco millones. El hecho de que, en los días finales de la Reichsrepublik (Weimar), eso representase 30% y hoy represente “sólo” 12%, no cambia el trasfondo.
De un modo un otro, el pacto de estabilidad (1996) se hace trizas por el peso de los propios números, no por obra de gobiernos que ya no pueden cumplir con la “meta mágica” (3% del PBI como máximo para el déficit fiscal). Tampoco ayuda que la Comisión Europea –no el BCE, un supervisor sin voluntad de ejercer sus facultades- siga dispensando, año a año, a los socios transgresores porque pesan mucho. Se trata, claro, de Alemania, Francia e Italia.
Para Trichey y sus colegas, la responsabilidad les cabe a precios petroleros, desequilibrios globales y presiones político-gremiales. En los casos alemán e italiano, por cierto, los sindicatos influyen. Pero banqueros y conglomerados empresarios no parecen reparar en que esa “volatilidad global” no es ajena a la Unión Europea, hoy la primera economía del mundo.
La acción gremial ilustra los nexos sociales y políticos entre un pacto de estabilidad agonizante (Eurozona) y la UE en sí. Mientras el parlamento de Estrasburgo se ilusiona con una lírica constitución que podría ser víctima de plebiscitos locales o una “Europa de los 25” bastante endeble, la competencia de “economías en desarrollo” recién incorporadas, vía salarios no superiores a un quinto de los prevalentes en Alemania o Francia, puede llevar a una guerra entre economías centrales y periféricas… dentro de la propia UE.
Aun sin rozar ese extremo, muchos analistas se preguntan qué pasará con el euro como moneda única. Por ahora, su vigencia se reduce a doce “socios viejos” y nadie habla de cómo extenderla de los nuevos. Máxime porque falta un eslabón en la cadena: Gran Bretaña y sus aliados nórdicos “de facto”, Suecia, Dinamarca (están en la UE, pero no en la Eurozona) e Islandia (ni siquiera está en la UE).