<p> En rigor, el G-8 se mantiene unido sólo por el temor de perder –a la corta o a la larga- el manejo del Fondo Monetario Internacional. Si la coalición que encabeza Lagarde fuese frustrada por las presiones de los grandes emergentes, habrá caído –en primer término- el acuerdo de 1945 entre Estados Unidos y Europa occidental. Vale decir, el FMI a la posterior UE y el Banco Mundial a EE.UU.</p>
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<div>Para Washington, esa capitis diminutio implicaría el fin de la hegemonía y la irrupción de China, India, Rusia, Brasil, etc., en las grandes ligas. En cambio, Bruselas renunciará al coliderazgo mundial y arriesgará el declive o la marginación. No extraña, pues, que los europeos hayan desplegado una unidad poco vista en muchos años.</div>
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<div>Lagarde emergió de dos factores: el veloz oportunismo del proponente, Nicolas Sarkozy, y las vacilaciones de Angela Merkel. La candidata inclusive aprovechó dos circunstancias en apariencia opuestas: su amistad de Dominique Strauss-Kahn y el efecto pro Sarkozy del escándalo en el panorama electoral francés.</div>
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<div>Esa conjunción de elementos explica que la propia ONU, vía consejo de seguridad, se mueva en favor de Lagarde. Ni siquiera se tiene en cuenta que el británico David Cameron tenía su candidato, George Brown, apoyado por los países escandinavos. Un detalle final: el ex director gerente del FMI respaldó por teléfono a su compatriota Lagarde. </div>
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Christine Lagarde y el precio de dirigir el FMI
La frustrada reunión del grupo de los 8 en Deauville trasunta un contexto geopolítico inquietante. Si la ministra de hacienda francesa obtiene el cargo de Strauss-Kahn, será el último reducto de una Unión Europea paulatinamente más marginal.