Al cabo de siglos, Rusia oscila de Borís Godunov a Pedro el grande

La temporada electoral ha arrancado un poco temprano en Moscú. Falta más de un año, pero todos discuten sobre “la cuestión 2008”. En otras palabra, la sucesión o la continuidad de Vladyímir Putin, lo más parecido a un tsar desde Alejandro III.

1 enero, 2007

Las sucesiones en el Kremlin han sido traumáticas durante siglos, en mucho porque la monarquía rusa siempre fue una institución volátil y la legalidad jamás ha dejado de ser muy endeble. ¿Seguirá hoy el país más grande del mundo presa de su borrascosa historia? Los antecedentes no dan para el optimismo. Tras algunas generaciones más o menos tranquilas, la primera dinastía nacional (los ruríkidas) se extinguió en 1598. Desde entonces, abundaron crisis y tomas violentas de la corona.

Terminando el siglo XVI, a la sazón, Borís Godunov ocupaba el centro de la escena moscovita. Antes fue primer ministro de su cuñado Fyódor (Teodoro), hijo de Iván IV, el terrible. En 1597, Borís hizo matar a Dmitri, un niño retrasado e hijo del difunto tsar. Más tarde, un “falso Dmitri” –apoyado por Polonia-Lituania, una alianza por entonces más fuerte que Rusia- usurpó el trono (Borís había muerto por causas naturales, una rareza), pero lo asesinaron poco después.

Ya en el siglo XIX, Alyexandr Pushkin escribió un drama histórico notable. Obra y autor fueron objeto desospechas políticas desde el estreno en 1831. Su tragedia sigue representándose en países de habla eslava, pero en el mundo occidental ha quedado identificada con una genial ópera compuesta, cuarenta años después, por Modyest Musorgskiy.

¿Qué pasaría si Pushkin viviese y publicase en la actualidad? Especialmente, mientras una ola de crímenes afecta a opositores o personajes molestos para el régimen. Por supuesto, nadie podría haber escrito el “Borís” a principios del 1600. No mucho antes, Iván el terrible había sido envenenado por su suegra, cómplice de los boyardos. El “avtokrátor” (se usaba el término bizantino) sobrevivió y ejecutó en masa a los conspiradores, líderes religiosos inclusive.

Así lo describe, magnificamente, la trilogía cinematográfica de Syerguiéi Einsenshtein en los años 30. Es decir, bajo Stalin, un “tsar” que fue liquidado en 1953. Pero, en 1916, otros boyardos envenenaban al falso monje Rasputin. Como eso falló, lo estrangularon, lo cosieron a balazos y lo tiraron al río. Algunos supersticiosos creen que la masacre de la familia Románov (1917) fue una venganza de Rasputin. Esa dinastía subió al trono en 1613, cuando los aspirantes a la corona de Iván habían terminado de matarse entre sí.

En Rusia, el pasado suele proyectar sombras largas. Si se hiciera hoy un plebiscito, la constitución podría reformarse y Vladyímir Putin obtendría un tercer término en el trono. Como Borís, sería aclamado por el pueblo, pese a ciertos métodos poco santos para quitarse opositores de encima. El país vive una época de fervor nacionalista e imperialista, similar a los generados por Pedro el grande o Catalina II.

Al frente de una Rusia estable e impetuosa –aunque no sin severos problemas socioeconómicos-, la popularidad de Putin tiene un componente inimaginable para Iván, Borís o Pedro: el imperialismo petrolero. Por otra parte, una densa trama de intereses creados le asegura un poder del cual dependen ellos mismos.

Bajo su égida, los desaprensivos oligarcas que dominaban el régimen de Borís Yeltsin –todos venían de la corrupta “nomyenklatura” soviética- fueron domesticados látigo en mano (como los nobles bajo Pedro el grande). Se los obligó a abandonar la política, en tanto el estado recobraba control sobre activos económicos básicos. Quienes se opusieron fueron encarcelados (Míjail Jodokovsky), comprados (Roman Abrámov) u objeto de atentados (Borís Beryedzovsky).

Hoy el problema es hallar un garante fiable para el sistema, o sea un sucesor fiel. Algunas versiones apuntan a Dmitri Medvyédyev, primer ministro ligado a Gazprom, Otras, a Syeghyéi Ivànov, confidente de Putin y, como él, veterano del ex KGB. El presidente –imitando a Néstor Kirchner- ha ido desactivando figuras con peso propio; por ejemplo, el ex “premier” Míjail Kasyánov, ahora un duro crítico interno.

Entretanto, algunos cortesanos ansiosos lo presionan para quedarse en el trono. Sin aludir a reformas constitucionales, Putin les asegura que retendrá influencia sobre su eventual sucesor. Esto sería innovativo en Rusia, donde cada sucesor a la corona –salvo los débiles o idiotas- cambiaba de libreto y, a menudo, deshacía lo que su antecesor había hecho. Así ocurrió con Stalin, Jrushchov y Bryezhnov, para tomar casos soviéticos.

Sin duda, Putin ha restaurado poder y prestigio, pero le falta una concepción clara sobre la identidad y el papel de Rusia en el mundo. Algunos creen que la tiene, pero que no le gusta a Occidente. No obstante, la modernización muestra retrasos. Por eso, no hay candidatos aptos para una sucesión sin obstáculos y el “avtokrátor” podría tentarse y poner un clon. Además, la historia señala que la democracia jamás echó raíces en Rusia. Tampoco en China ni en una larga lista de países en desarrollo, para no hablar del bloque musulmán.

A criterio de algunos románticos occidentales, Putin no debiera esperar a 2008 para mejorar la imagen del régimen. Amén de investigar en serio la reciente ola de asesinatos políticos, que incluyen a dos periodistas (Pavyel Klyábnikov. Anna Politkóvskaya), el vice del banco central (Andryéi Kozlov) o el agente Alyexandr Litviñenko, hacen falta gestos espectaculares.

Uno de ellos sería invitar a papa Benito XVI a visitar Rusia. Ello contribuiría a cerrar el cisma de 1054, aunque haya sido en realidad productos del choque entre Bizancio y Roma. En el siglo XI, Moscú era apenas un remoto obispado inferior a Kíyev. Ocurre que, en el siglo XXI, la mayoría de católicos orientales está en países eslavos, no ya en el ex imperio Otomano.

.

A primera vistas no parece difícil, pues Josef Ratzinger ya abrió su propia “Ostpolitik, yendo a Turquía y reuniéndose con el patriarca de Constantinopla (Estambul), en teoría cabeza de toda la iglesia católica ortodoxa. Pero e poder real reside en Moscú, la “tercera Roma”. Ahí, las memorias son largas y no olvidan, verbigracia, que el papado envió a la Orden teutónica, siglos XI y XII, para echar a los rusos del Báltico. Alyexandr Ñevsky y otros ruríkidas la derrotaron. En tiempo de Iván, el papado –mediante la muy católica Polonia- quiso inferferir en la sucesión de Iván IV. Por fin, alrededor de 1600, una misión jesuita operaba al servcio del falso Dmitri y sus aliados polacos.

Las sucesiones en el Kremlin han sido traumáticas durante siglos, en mucho porque la monarquía rusa siempre fue una institución volátil y la legalidad jamás ha dejado de ser muy endeble. ¿Seguirá hoy el país más grande del mundo presa de su borrascosa historia? Los antecedentes no dan para el optimismo. Tras algunas generaciones más o menos tranquilas, la primera dinastía nacional (los ruríkidas) se extinguió en 1598. Desde entonces, abundaron crisis y tomas violentas de la corona.

Terminando el siglo XVI, a la sazón, Borís Godunov ocupaba el centro de la escena moscovita. Antes fue primer ministro de su cuñado Fyódor (Teodoro), hijo de Iván IV, el terrible. En 1597, Borís hizo matar a Dmitri, un niño retrasado e hijo del difunto tsar. Más tarde, un “falso Dmitri” –apoyado por Polonia-Lituania, una alianza por entonces más fuerte que Rusia- usurpó el trono (Borís había muerto por causas naturales, una rareza), pero lo asesinaron poco después.

Ya en el siglo XIX, Alyexandr Pushkin escribió un drama histórico notable. Obra y autor fueron objeto desospechas políticas desde el estreno en 1831. Su tragedia sigue representándose en países de habla eslava, pero en el mundo occidental ha quedado identificada con una genial ópera compuesta, cuarenta años después, por Modyest Musorgskiy.

¿Qué pasaría si Pushkin viviese y publicase en la actualidad? Especialmente, mientras una ola de crímenes afecta a opositores o personajes molestos para el régimen. Por supuesto, nadie podría haber escrito el “Borís” a principios del 1600. No mucho antes, Iván el terrible había sido envenenado por su suegra, cómplice de los boyardos. El “avtokrátor” (se usaba el término bizantino) sobrevivió y ejecutó en masa a los conspiradores, líderes religiosos inclusive.

Así lo describe, magnificamente, la trilogía cinematográfica de Syerguiéi Einsenshtein en los años 30. Es decir, bajo Stalin, un “tsar” que fue liquidado en 1953. Pero, en 1916, otros boyardos envenenaban al falso monje Rasputin. Como eso falló, lo estrangularon, lo cosieron a balazos y lo tiraron al río. Algunos supersticiosos creen que la masacre de la familia Románov (1917) fue una venganza de Rasputin. Esa dinastía subió al trono en 1613, cuando los aspirantes a la corona de Iván habían terminado de matarse entre sí.

En Rusia, el pasado suele proyectar sombras largas. Si se hiciera hoy un plebiscito, la constitución podría reformarse y Vladyímir Putin obtendría un tercer término en el trono. Como Borís, sería aclamado por el pueblo, pese a ciertos métodos poco santos para quitarse opositores de encima. El país vive una época de fervor nacionalista e imperialista, similar a los generados por Pedro el grande o Catalina II.

Al frente de una Rusia estable e impetuosa –aunque no sin severos problemas socioeconómicos-, la popularidad de Putin tiene un componente inimaginable para Iván, Borís o Pedro: el imperialismo petrolero. Por otra parte, una densa trama de intereses creados le asegura un poder del cual dependen ellos mismos.

Bajo su égida, los desaprensivos oligarcas que dominaban el régimen de Borís Yeltsin –todos venían de la corrupta “nomyenklatura” soviética- fueron domesticados látigo en mano (como los nobles bajo Pedro el grande). Se los obligó a abandonar la política, en tanto el estado recobraba control sobre activos económicos básicos. Quienes se opusieron fueron encarcelados (Míjail Jodokovsky), comprados (Roman Abrámov) u objeto de atentados (Borís Beryedzovsky).

Hoy el problema es hallar un garante fiable para el sistema, o sea un sucesor fiel. Algunas versiones apuntan a Dmitri Medvyédyev, primer ministro ligado a Gazprom, Otras, a Syeghyéi Ivànov, confidente de Putin y, como él, veterano del ex KGB. El presidente –imitando a Néstor Kirchner- ha ido desactivando figuras con peso propio; por ejemplo, el ex “premier” Míjail Kasyánov, ahora un duro crítico interno.

Entretanto, algunos cortesanos ansiosos lo presionan para quedarse en el trono. Sin aludir a reformas constitucionales, Putin les asegura que retendrá influencia sobre su eventual sucesor. Esto sería innovativo en Rusia, donde cada sucesor a la corona –salvo los débiles o idiotas- cambiaba de libreto y, a menudo, deshacía lo que su antecesor había hecho. Así ocurrió con Stalin, Jrushchov y Bryezhnov, para tomar casos soviéticos.

Sin duda, Putin ha restaurado poder y prestigio, pero le falta una concepción clara sobre la identidad y el papel de Rusia en el mundo. Algunos creen que la tiene, pero que no le gusta a Occidente. No obstante, la modernización muestra retrasos. Por eso, no hay candidatos aptos para una sucesión sin obstáculos y el “avtokrátor” podría tentarse y poner un clon. Además, la historia señala que la democracia jamás echó raíces en Rusia. Tampoco en China ni en una larga lista de países en desarrollo, para no hablar del bloque musulmán.

A criterio de algunos románticos occidentales, Putin no debiera esperar a 2008 para mejorar la imagen del régimen. Amén de investigar en serio la reciente ola de asesinatos políticos, que incluyen a dos periodistas (Pavyel Klyábnikov. Anna Politkóvskaya), el vice del banco central (Andryéi Kozlov) o el agente Alyexandr Litviñenko, hacen falta gestos espectaculares.

Uno de ellos sería invitar a papa Benito XVI a visitar Rusia. Ello contribuiría a cerrar el cisma de 1054, aunque haya sido en realidad productos del choque entre Bizancio y Roma. En el siglo XI, Moscú era apenas un remoto obispado inferior a Kíyev. Ocurre que, en el siglo XXI, la mayoría de católicos orientales está en países eslavos, no ya en el ex imperio Otomano.

.

A primera vistas no parece difícil, pues Josef Ratzinger ya abrió su propia “Ostpolitik, yendo a Turquía y reuniéndose con el patriarca de Constantinopla (Estambul), en teoría cabeza de toda la iglesia católica ortodoxa. Pero e poder real reside en Moscú, la “tercera Roma”. Ahí, las memorias son largas y no olvidan, verbigracia, que el papado envió a la Orden teutónica, siglos XI y XII, para echar a los rusos del Báltico. Alyexandr Ñevsky y otros ruríkidas la derrotaron. En tiempo de Iván, el papado –mediante la muy católica Polonia- quiso inferferir en la sucesión de Iván IV. Por fin, alrededor de 1600, una misión jesuita operaba al servcio del falso Dmitri y sus aliados polacos.

Compartir:
Notas Relacionadas

Suscripción Digital

Suscríbase a Mercado y reciba todos los meses la mas completa información sobre Economía, Negocios, Tecnología, Managment y más.

Suscribirse Archivo Ver todos los planes

Newsletter


Reciba todas las novedades de la Revista Mercado en su email.

Reciba todas las novedades