Desde hace algo más de un mes, la Argentina atraviesa la crisis política y económica más seria de los últimos nueve años.
Las denuncias de corrupción en el Senado precipitaron cambios en el gabinete y hasta la renuncia del vicepresidente de la Nación.
La crisis política impactó de lleno en la economía, cuya situación ya era endeble desde el comienzo mismo de la administración De la Rúa.
La causa, según reconocen los analistas, es la incertidumbre que la cuestión política genera en esos grupos llamados genéricamente los mercados y los inversores.
Las consecuencias, como es notorio, son el vertiginoso ascenso de las tasas de riesgo país y de los intereses que debe pagar el Estado por sus deudas. Y, claro está, la prolongación de una recesión ya demasiado prolongada.
Entretanto, las principales figuras políticas del país cruzan chicanas como si estuvieran en plena campaña electoral y decenas de economistas, banqueros y hasta bancarios compiten para firmar el pronóstico más apocalíptico.
Un político tan avezado como el ex presidente Raúl Alfonsín hace confusas declaraciones sobre la deuda externa. Para que nada quede claro, luego las relativiza a medias y a medias las reivindica.
Otro político tan avezado como el ex presidente Carlos Menem niega estar empeñado en desestabilizar al Gobierno pero asegura que “no hay gobernabilidad”.
Menem, quien en sus 10 años de gobierno aumentó sustantivamente la carga impositiva e instaló la mayor libertad de mercado que se recuerde en la Argentina, reclama bajar los impuestos y aplicar políticas keynesianas.
No menciona, en cambio, que su administración no sólo no dejó los fondos necesarios para financiar esas políticas, sino que, incluso, legó un déficit público sustancialmente mayor al admitido por la Ley de Responsabilidad Fiscal.
Parece insólito que las opiniones más mesuradas sobre la situación hayan sido expresadas por los ex ministros de Economía Domingo Cavallo y Roberto Alemann, insospechables de profesar simpatías hacia el partido del presidente Fernando de la Rúa.
El espejo de Estados Unidos
Mientras todo eso sucede en la Argentina, en Estados Unidos aún no se sabe, dos días después de las elecciones, quién será el próximo presidente de la nación más poderosa del mundo.
Al momento de escribirse estas líneas, era altamente probable que resultara consagrado por el colegio electoral el candidato republicano, George Bush (hijo), pese a haber obtenido casi 200.000 votos menos que el demócrata, Al Gore.
Podría señalarse, no sin razón, que suena insólito que una situación como ésa pueda tener lugar en el principal bastión de la democracia moderna.
Pero la ley –regla de juego conocida y aceptada por candidatos, electores y votantes antes de saber el resultado del comicio– admite que eso pueda pasar.
Por eso, nadie se escandaliza ante la probabilidad de que durante los próximos cuatro años el país sea gobernado por un candidato que no es el más votado.
Una vez al tanto de la singular situación, Gore afirmó su respeto a la Constitución y a la ley electoral. “Somos una nación basada en el imperio de la ley”, dijo.
Ni los políticos –empezando por el candidato más votado pero probablemente derrotado– ponen en duda la gobernabilidad, ni los mercados invocan razones de incertidumbre para disparar tasas y cotizaciones. En las sociedades maduras, con ciertas cosas no se juega.
En la Argentina los colegios electorales pasaron a la historia en virtud de la reforma constitucional de 1994.
En consecuencia, podría parecer anecdótico recordar las declaraciones amenazantes de peronistas y radicales antes de la reunión de los colegios electorales de 1983 y 1989.
No lo es tanto si se considera que la mayoría de los protagonistas fundamentales de esos episodios siguen siendo, aún hoy, las principales figuras políticas del país.
A propósito de los mercados
Si de anécdotas se trata, tal vez ésta, sucedida un día de 1983, sirva para comprender la lógica de los mercados.
Entonces, el autor de estas líneas era un joven –y poco experto– cronista acreditado por una agencia noticiosa ante el Ministerio de Economía.
Como todos los días, a primera hora de esa tarde hizo su habitual ronda telefónica de consultas en bancos y financieras, para saber cómo habían operado los mercados y elaborar, sobre esa base, su reporte diario.
Las cinco o seis fuentes consultadas ese día fueron unánimes: las tasas de interés y el dólar paralelo –el tipo de cambio libre en esa época tan regulada– se habían disparado brutalmente porque había corrido el rumor de que el ministro de Economía, a la sazón Jorge Wehbe, había sufrido un infarto.
El cronista recordó inmediatamente que Wehbe, un hombre ya mayor, había tenido un episodio cardíaco bastante antes de asumir por tercera vez la jefatura del Palacio de Hacienda, por lo que la versión le pareció creíble.
No obstante, antes de escribir su informe llamó al jefe de prensa del ministro, para chequear la información.
Sin demasiada preocupación, el funcionario respondió que sabía del rumor, pero que nada tenía que ver con la realidad.
El cronista terminó la nota, en la que mencionó el rumor y la desmentida oficial. Al rato, lo sorprendió una llamada del jefe de prensa: “¿Podés bajar? El ministro quiere verte”.
Tras los saludos de rigor, Wehbe explicó al cronista que lo había citado sólo para que pudiera comprobar, sin intermediarios, que gozaba de buena salud.
“Bueno, doctor, pero si nada de esto es cierto, ¿cómo puede originarse una versión como ésta?”, preguntó el inexperto cronista.
El cronista jamás olvidó la respuesta: “En los mercados financieros y cambiarios operan personas que, sólo con rumores, aunque luego se desmientan, pueden ganar muchísimo dinero en un rato. Por lo tanto, son capaces de matar a sus propias madres por una hora o dos. ¿Cómo no me van a poner un infarto a mí?”.
Desde hace algo más de un mes, la Argentina atraviesa la crisis política y económica más seria de los últimos nueve años.
Las denuncias de corrupción en el Senado precipitaron cambios en el gabinete y hasta la renuncia del vicepresidente de la Nación.
La crisis política impactó de lleno en la economía, cuya situación ya era endeble desde el comienzo mismo de la administración De la Rúa.
La causa, según reconocen los analistas, es la incertidumbre que la cuestión política genera en esos grupos llamados genéricamente los mercados y los inversores.
Las consecuencias, como es notorio, son el vertiginoso ascenso de las tasas de riesgo país y de los intereses que debe pagar el Estado por sus deudas. Y, claro está, la prolongación de una recesión ya demasiado prolongada.
Entretanto, las principales figuras políticas del país cruzan chicanas como si estuvieran en plena campaña electoral y decenas de economistas, banqueros y hasta bancarios compiten para firmar el pronóstico más apocalíptico.
Un político tan avezado como el ex presidente Raúl Alfonsín hace confusas declaraciones sobre la deuda externa. Para que nada quede claro, luego las relativiza a medias y a medias las reivindica.
Otro político tan avezado como el ex presidente Carlos Menem niega estar empeñado en desestabilizar al Gobierno pero asegura que “no hay gobernabilidad”.
Menem, quien en sus 10 años de gobierno aumentó sustantivamente la carga impositiva e instaló la mayor libertad de mercado que se recuerde en la Argentina, reclama bajar los impuestos y aplicar políticas keynesianas.
No menciona, en cambio, que su administración no sólo no dejó los fondos necesarios para financiar esas políticas, sino que, incluso, legó un déficit público sustancialmente mayor al admitido por la Ley de Responsabilidad Fiscal.
Parece insólito que las opiniones más mesuradas sobre la situación hayan sido expresadas por los ex ministros de Economía Domingo Cavallo y Roberto Alemann, insospechables de profesar simpatías hacia el partido del presidente Fernando de la Rúa.
El espejo de Estados Unidos
Mientras todo eso sucede en la Argentina, en Estados Unidos aún no se sabe, dos días después de las elecciones, quién será el próximo presidente de la nación más poderosa del mundo.
Al momento de escribirse estas líneas, era altamente probable que resultara consagrado por el colegio electoral el candidato republicano, George Bush (hijo), pese a haber obtenido casi 200.000 votos menos que el demócrata, Al Gore.
Podría señalarse, no sin razón, que suena insólito que una situación como ésa pueda tener lugar en el principal bastión de la democracia moderna.
Pero la ley –regla de juego conocida y aceptada por candidatos, electores y votantes antes de saber el resultado del comicio– admite que eso pueda pasar.
Por eso, nadie se escandaliza ante la probabilidad de que durante los próximos cuatro años el país sea gobernado por un candidato que no es el más votado.
Una vez al tanto de la singular situación, Gore afirmó su respeto a la Constitución y a la ley electoral. “Somos una nación basada en el imperio de la ley”, dijo.
Ni los políticos –empezando por el candidato más votado pero probablemente derrotado– ponen en duda la gobernabilidad, ni los mercados invocan razones de incertidumbre para disparar tasas y cotizaciones. En las sociedades maduras, con ciertas cosas no se juega.
En la Argentina los colegios electorales pasaron a la historia en virtud de la reforma constitucional de 1994.
En consecuencia, podría parecer anecdótico recordar las declaraciones amenazantes de peronistas y radicales antes de la reunión de los colegios electorales de 1983 y 1989.
No lo es tanto si se considera que la mayoría de los protagonistas fundamentales de esos episodios siguen siendo, aún hoy, las principales figuras políticas del país.
A propósito de los mercados
Si de anécdotas se trata, tal vez ésta, sucedida un día de 1983, sirva para comprender la lógica de los mercados.
Entonces, el autor de estas líneas era un joven –y poco experto– cronista acreditado por una agencia noticiosa ante el Ministerio de Economía.
Como todos los días, a primera hora de esa tarde hizo su habitual ronda telefónica de consultas en bancos y financieras, para saber cómo habían operado los mercados y elaborar, sobre esa base, su reporte diario.
Las cinco o seis fuentes consultadas ese día fueron unánimes: las tasas de interés y el dólar paralelo –el tipo de cambio libre en esa época tan regulada– se habían disparado brutalmente porque había corrido el rumor de que el ministro de Economía, a la sazón Jorge Wehbe, había sufrido un infarto.
El cronista recordó inmediatamente que Wehbe, un hombre ya mayor, había tenido un episodio cardíaco bastante antes de asumir por tercera vez la jefatura del Palacio de Hacienda, por lo que la versión le pareció creíble.
No obstante, antes de escribir su informe llamó al jefe de prensa del ministro, para chequear la información.
Sin demasiada preocupación, el funcionario respondió que sabía del rumor, pero que nada tenía que ver con la realidad.
El cronista terminó la nota, en la que mencionó el rumor y la desmentida oficial. Al rato, lo sorprendió una llamada del jefe de prensa: “¿Podés bajar? El ministro quiere verte”.
Tras los saludos de rigor, Wehbe explicó al cronista que lo había citado sólo para que pudiera comprobar, sin intermediarios, que gozaba de buena salud.
“Bueno, doctor, pero si nada de esto es cierto, ¿cómo puede originarse una versión como ésta?”, preguntó el inexperto cronista.
El cronista jamás olvidó la respuesta: “En los mercados financieros y cambiarios operan personas que, sólo con rumores, aunque luego se desmientan, pueden ganar muchísimo dinero en un rato. Por lo tanto, son capaces de matar a sus propias madres por una hora o dos. ¿Cómo no me van a poner un infarto a mí?”.