A cuatro años, la guerra al terrorismo sigue generando dudas

“Cuatro años han pasado desde los ataques de Al Qa’eda contra Estados Unidos. Pero resulta difícil concebir un conflicto más difícil de evaluar. Algunos sostienen que no es una guerra en sentido cabal y verla así distorsiona el análisis”.

15 septiembre, 2005

Así señala George Friedman en el Stratfor Geopolitical Intelligence Report. Pero, acota, “otros afirman que la cuestión sólo se entiende en términos bélicos”. Este sector se divide a su vez en dos grupos: uno cree que EE.UU. está ganando, otro que está perdiendo. La confusión abarca el tema de si Irak forma parte de lo que George Walker Bush define como “guerra al terrorismo” (o contra Al Qa’eda). Por ende, no existe siquiera acuerdo en cuanto al éxito o el fracaso norteamericano.

Parte del dilema parece simple resultado de la politiquería partidista, que impide la unidad nacional. Pero es un mito que los estadounidenses se unan ante una emergencia bélica externa: basta recordar las guerras con Méjico y España en el siglo XIX. El problema actual, por otra parte, es la falta de un marco de referencia para evaluar esta guerra.

Para empezar, hay cinco componente de la realidad:

1. Al Qa’eda atacó el 11 de septiembre de 2001. Desde entonces, ha habido hechos similares en Europa occidental y países musulmanes, pero no ya en EE.UU.

2. EE.UU. invadió Afganistán un mes después y desalojó a los talibán de las ciudades principales, sin derrotarlos. Washington tampoco ha podido capturar a Osama bin Laden, si bien algunos aliados arrestaron a elementos relevantes para su red. Hoy, los talibán se han reagrupado y dirigen la insurgencia.

3. EE.UU. invadió Irak recién en marzo de 2003, pero el gobierno sostuvo que eso era parte de la guerra contra Al Qa’eda. Sus críticos observaron que el régimen de Bagdad no tenía nada que ver con el grupo ni sus actividades.

4. Washington fracasó en ganar esa guerra rápidamente, como esperaba. Por el contrario, sus fuerzas se encontraron con una guerrilla sunní difícil, que plantea severos desafíos militares y políticos.

5. También Al Qa’eda falló en su meta política primordial: provocar alzamientos y crear un régimen afín en por lo menos un país musulmán importante. De hecho, varios estados islámicos siguen cooperando con Washington.

Desde el principio, entonces, nunca estuvo claro si EE.UU. consideraba o no beligerante a Al Qa’eda. Esto creaba ya un problema clave, Por el contrario, Gran Bretaña no lidió con esas dudas hasta los recientes ataques en Londres.

La confusión empezó con el término “guerra al terrorismo”. El terrorismo es, en realidad, un método de intimidación a la población civil, con el objeto de abrir brechas entre ellas y el gobierno (aunque a menudo sus efectos sean opuestos). Por tanto, las motivaciones de Al Qa’eda eran o son políticas, aunque las tiña una retórica pseudo religiosa. El problema es que un estado no puede hacerle la guerra a métodos, motivos ni retóricas: necesita una fuerza enemiga.

Ahora bien, hay quienes sostienen que la guerra sólo puede tener lugar entre estados nacionales y Al Qa’eda no lo es. Friedman disiente: “Al Qa’eda no es un estado, pero es o ha sido una fuerza organizada, coherente, que emplea la violencia con fines políticos. Al centrarse en una ‘guerra contra el terrorismo’, empero, EE.UU. ha ido creando confusión.

En medio de ese lío surgió una confusión más honda, Irak. Desde el comienzo, no estuvo claro por qué se lo invadía. El gobierno de Bush ofreció tres explicaciones: había armas de destrucción masiva (ADM), Bagdad era cómplice de Al Qa’eda y un eventual régimen democrático ayudaría a frenar el terrorismo.

Ninguna de esas explicaciones tenía asidero. Al revés del mito, Bush no se lanzó a pronto contra Irak: había estado aludiendo públicamente casi un año antes de hacerlo. Eso no habría ocurrido si realmente Washington hubiese creído que Saddam era capaz de fabricar bombas o proyectiles nucleares. Por tanto, ése no era el tema.

En segundo lugar, tampoco lo eran los imaginarios entre Bagdad y el terrorismo islámico. Ideológicamente, más bien, Saddam era enemigo de todo cuan Osaba representaba. El dictador era un militarista secular, bin Laden un líder religioso, casi un santón. El argumento sobre imponer la democracia era tan tardío como insustancial: en verdad, Bush había bloqueado varios intentos de promover estados democráticos (Bosnia, Chechenia. Kosovo).

Los adversarios del presidente imperial argüían que la invasión era parte de una estrategia a largo plazo, planeada años antes, para controlar Levante, petróleo inclusive. A criterio de Friedman, la invasión tenía tres propósitos reales muy diferentes:

1. Presionar a Riyadh, que estaba permitiendo flujos financieros saudíes hacia Al Qa’eda, para cooperar con la inteligencia norteamericana. La presencia de tropas en el noroeste apuntaba en ese sentido.
2. Controlar el país más estratégico de la zona, Irak (tiene siete vecinos) y usarlo como base de operaciones contra regímenes que cooperasen con Al Qa’eda.
3. Demostrar al mundo musulmán que EE.UU. ya no es tan débil ni vacilante como antes del 11 de septiembre. Washington sabía que la invasión pondría furioso al Islam, pero también contaba con asustarlo.

En la óptica del Startfor Geopolitical Intelligence, pues, “Bush quería extorsionar a los saudíes, usar Irak como base militar y atemorizar a los musulmanes. Pero no quería admitirlo en público y por eso pergeñó justificaciones implausibles, actuando con la idea de una fulminante victoria.

Ahí es donde las cosas se le salen de control. El peor fracaso de la inteligencia norteamericana no fue septiembre de 2001 ni la inexistencia de ADM en Irak. Fue la ilusión de que los iraquíes no resistirían a las fuerzas de ocupación y que la guerra cesaría pronto.

Washington no previó que Saddam hubiese preparado el país para una persistente guerra de guerrillas, con recursos humanos, material y financieros suficientes para meter a EE.UU. y en lodazal donde se debate. A ese fracaso se añadió una deficiente cadena de mandos, empezando por la cúpula. A fines de abril de 2003, Donald Rumsfeld continuaba negando que estuviera ocurriendo lo que ocurría. Recién en julio, cuando reemplazó al general Thomas Franks por John Abizaid en el comando central de Irak (cuando ya llegaban a EE.UU. filas de ataúdes con soldados adentro), el gobierno admitió lo evidente. En esos cuarenta a sesenta días de demora en ver la realidad, se hicieron humo las posibilidades de arrancar de cuajo los brotes guerrilleros. A cuatro años de las torres gemelas, entonces, Friedman saca cuatro conclusiones: (1) no se han repetido ataques a territorio norteamericano, (2) ningún país musulmán ha caído en manos de simpatizantes de Al Qa’eda, pero (3) Washington no triunfa aún en Irak ni Afganistán y (4) bin Laden o sus clones siguen libres y están listos para nuevos golpes.

Así señala George Friedman en el Stratfor Geopolitical Intelligence Report. Pero, acota, “otros afirman que la cuestión sólo se entiende en términos bélicos”. Este sector se divide a su vez en dos grupos: uno cree que EE.UU. está ganando, otro que está perdiendo. La confusión abarca el tema de si Irak forma parte de lo que George Walker Bush define como “guerra al terrorismo” (o contra Al Qa’eda). Por ende, no existe siquiera acuerdo en cuanto al éxito o el fracaso norteamericano.

Parte del dilema parece simple resultado de la politiquería partidista, que impide la unidad nacional. Pero es un mito que los estadounidenses se unan ante una emergencia bélica externa: basta recordar las guerras con Méjico y España en el siglo XIX. El problema actual, por otra parte, es la falta de un marco de referencia para evaluar esta guerra.

Para empezar, hay cinco componente de la realidad:

1. Al Qa’eda atacó el 11 de septiembre de 2001. Desde entonces, ha habido hechos similares en Europa occidental y países musulmanes, pero no ya en EE.UU.

2. EE.UU. invadió Afganistán un mes después y desalojó a los talibán de las ciudades principales, sin derrotarlos. Washington tampoco ha podido capturar a Osama bin Laden, si bien algunos aliados arrestaron a elementos relevantes para su red. Hoy, los talibán se han reagrupado y dirigen la insurgencia.

3. EE.UU. invadió Irak recién en marzo de 2003, pero el gobierno sostuvo que eso era parte de la guerra contra Al Qa’eda. Sus críticos observaron que el régimen de Bagdad no tenía nada que ver con el grupo ni sus actividades.

4. Washington fracasó en ganar esa guerra rápidamente, como esperaba. Por el contrario, sus fuerzas se encontraron con una guerrilla sunní difícil, que plantea severos desafíos militares y políticos.

5. También Al Qa’eda falló en su meta política primordial: provocar alzamientos y crear un régimen afín en por lo menos un país musulmán importante. De hecho, varios estados islámicos siguen cooperando con Washington.

Desde el principio, entonces, nunca estuvo claro si EE.UU. consideraba o no beligerante a Al Qa’eda. Esto creaba ya un problema clave, Por el contrario, Gran Bretaña no lidió con esas dudas hasta los recientes ataques en Londres.

La confusión empezó con el término “guerra al terrorismo”. El terrorismo es, en realidad, un método de intimidación a la población civil, con el objeto de abrir brechas entre ellas y el gobierno (aunque a menudo sus efectos sean opuestos). Por tanto, las motivaciones de Al Qa’eda eran o son políticas, aunque las tiña una retórica pseudo religiosa. El problema es que un estado no puede hacerle la guerra a métodos, motivos ni retóricas: necesita una fuerza enemiga.

Ahora bien, hay quienes sostienen que la guerra sólo puede tener lugar entre estados nacionales y Al Qa’eda no lo es. Friedman disiente: “Al Qa’eda no es un estado, pero es o ha sido una fuerza organizada, coherente, que emplea la violencia con fines políticos. Al centrarse en una ‘guerra contra el terrorismo’, empero, EE.UU. ha ido creando confusión.

En medio de ese lío surgió una confusión más honda, Irak. Desde el comienzo, no estuvo claro por qué se lo invadía. El gobierno de Bush ofreció tres explicaciones: había armas de destrucción masiva (ADM), Bagdad era cómplice de Al Qa’eda y un eventual régimen democrático ayudaría a frenar el terrorismo.

Ninguna de esas explicaciones tenía asidero. Al revés del mito, Bush no se lanzó a pronto contra Irak: había estado aludiendo públicamente casi un año antes de hacerlo. Eso no habría ocurrido si realmente Washington hubiese creído que Saddam era capaz de fabricar bombas o proyectiles nucleares. Por tanto, ése no era el tema.

En segundo lugar, tampoco lo eran los imaginarios entre Bagdad y el terrorismo islámico. Ideológicamente, más bien, Saddam era enemigo de todo cuan Osaba representaba. El dictador era un militarista secular, bin Laden un líder religioso, casi un santón. El argumento sobre imponer la democracia era tan tardío como insustancial: en verdad, Bush había bloqueado varios intentos de promover estados democráticos (Bosnia, Chechenia. Kosovo).

Los adversarios del presidente imperial argüían que la invasión era parte de una estrategia a largo plazo, planeada años antes, para controlar Levante, petróleo inclusive. A criterio de Friedman, la invasión tenía tres propósitos reales muy diferentes:

1. Presionar a Riyadh, que estaba permitiendo flujos financieros saudíes hacia Al Qa’eda, para cooperar con la inteligencia norteamericana. La presencia de tropas en el noroeste apuntaba en ese sentido.
2. Controlar el país más estratégico de la zona, Irak (tiene siete vecinos) y usarlo como base de operaciones contra regímenes que cooperasen con Al Qa’eda.
3. Demostrar al mundo musulmán que EE.UU. ya no es tan débil ni vacilante como antes del 11 de septiembre. Washington sabía que la invasión pondría furioso al Islam, pero también contaba con asustarlo.

En la óptica del Startfor Geopolitical Intelligence, pues, “Bush quería extorsionar a los saudíes, usar Irak como base militar y atemorizar a los musulmanes. Pero no quería admitirlo en público y por eso pergeñó justificaciones implausibles, actuando con la idea de una fulminante victoria.

Ahí es donde las cosas se le salen de control. El peor fracaso de la inteligencia norteamericana no fue septiembre de 2001 ni la inexistencia de ADM en Irak. Fue la ilusión de que los iraquíes no resistirían a las fuerzas de ocupación y que la guerra cesaría pronto.

Washington no previó que Saddam hubiese preparado el país para una persistente guerra de guerrillas, con recursos humanos, material y financieros suficientes para meter a EE.UU. y en lodazal donde se debate. A ese fracaso se añadió una deficiente cadena de mandos, empezando por la cúpula. A fines de abril de 2003, Donald Rumsfeld continuaba negando que estuviera ocurriendo lo que ocurría. Recién en julio, cuando reemplazó al general Thomas Franks por John Abizaid en el comando central de Irak (cuando ya llegaban a EE.UU. filas de ataúdes con soldados adentro), el gobierno admitió lo evidente. En esos cuarenta a sesenta días de demora en ver la realidad, se hicieron humo las posibilidades de arrancar de cuajo los brotes guerrilleros. A cuatro años de las torres gemelas, entonces, Friedman saca cuatro conclusiones: (1) no se han repetido ataques a territorio norteamericano, (2) ningún país musulmán ha caído en manos de simpatizantes de Al Qa’eda, pero (3) Washington no triunfa aún en Irak ni Afganistán y (4) bin Laden o sus clones siguen libres y están listos para nuevos golpes.

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