lunes, 23 de diciembre de 2024

La gran crisis global: ¿Cómo pudimos equivocarnos tanto?

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Para la gente común, la profundidad de esta crisis planetaria es incomprensible. En especial por no haber recibido previo aviso de quienes se suponía que no podían ser sorprendidos. Tal vez hacía falta un apasionado mea culpa como este, para reconciliar a la profesión con la opinión pública.

&ldquo;&iquest;D&oacute;nde est&aacute;bamos los economistas mientras se gestaba la crisis?&rdquo;, se pregunta Barry Eichengreen (*). &ldquo;&iquest;Qu&eacute; ense&ntilde;aban las escuelas de negocios a quienes luego asesorar&iacute;an a los que optaron por arriesgar demasiado? Un profundo an&aacute;lisis sobre la poderosa influencia del entorno social, que encumbra a los conformistas y desoye a los rebeldes.<br />
Esta es la condensaci&oacute;n de un ensayo m&aacute;s extenso publicado por Eichengreen en la &uacute;ltima edici&oacute;n de <em>The Nacional Interest</em>.<br />
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La gran crisis del cr&eacute;dito ha puesto en duda muchas de las cosas que cre&iacute;amos saber sobre econom&iacute;a. Cre&iacute;amos que la pol&iacute;tica monetaria hab&iacute;a logrado controlar el ciclo comercial. Cre&iacute;amos que con el cambio de pol&iacute;ticas en los bancos centrales &ndash;que garantizaban inflaci&oacute;n baja y estable&ndash; la volatilidad era cosa del pasado; que esos cambios garantizaban la &ldquo;Gran Moderaci&oacute;n&rdquo;. Cre&iacute;amos que las instituciones financieras y los mercados hab&iacute;an aprendido a autorregularse, que los inversores pod&iacute;an ser librados a sus propios medios. Cre&iacute;amos, en suma, que hab&iacute;amos aprendido a evitar una calamidad financiera como la de 1929. <br />
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Ahora sabemos que en muchas cosas est&aacute;bamos equivocados. La Gran Moderaci&oacute;n era una ilusi&oacute;n. Las pol&iacute;ticas monetarias que buscan baja inflaci&oacute;n con exclusi&oacute;n de otras variables pueden acumular vulnerabilidades. Confiar en que los inversores se autorregulen es como pretender que los ni&ntilde;os decidan lo que comen. Esas equivocaciones nos llevaron a una crisis econ&oacute;mica y financiera que va a rivalizar con la del 29. <br />
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La pregunta es c&oacute;mo pudimos equivocarnos tanto. Una interpretaci&oacute;n dice que la teor&iacute;a econ&oacute;mica b&aacute;sica estuvo mal planteada. Lo &uacute;nico que queda por hacer es borr&oacute;n y cuenta nueva. Otra interpretaci&oacute;n dice que el problema no fue tanto la teor&iacute;a sino la lectura que se hizo de ella &ndash;una lectura selectiva moldeada por el entorno social. Ese entorno social invitaba a quienes deb&iacute;an tomar decisiones financieras a elegir teor&iacute;as que alentaban la toma excesiva de riesgos. El medio social inhib&iacute;a a quienes intentaran denunciar actos de corrupci&oacute;n no solo en funcionarios en instituciones financieras, sino en economistas cuya reputaci&oacute;n aport&oacute; justificaci&oacute;n intelectual a decisiones financieras. La consecuencia fue que los acad&eacute;micos que advirtieron sobre el posible desastre fueron ignorados. Y el resultado fue una calamidad econ&oacute;mica global a escala no vista en cuatro generaciones. <br />
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<strong>&ldquo;Valor en riesgo&rdquo;</strong><br />
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Entonces, &iquest;d&oacute;nde estaban los que fijaban la agenda intelectual mientras se gestaba la crisis?&iquest;Por qu&eacute; no vieron que el tren iba a descarrilar? M&aacute;s a&uacute;n, &iquest;por qu&eacute; se asociaron activamente con el sector financiero en la preparaci&oacute;n de la escena para el colapso?<br />
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Para los economistas en las escuelas de negocios la respuesta es sencilla. Las escuelas de negocios se ven como proveedoras de insumos para los negocios. As&iacute; como General Motors da a sus proveedores las especificaciones para las planchas que necesita para sus carrocer&iacute;as, J. P. Morgan explica el ingeniero financiero qu&eacute; necesita y las escuelas de negocios lo brindan. <br />
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Despu&eacute;s de la crisis de 1987, Dennis Weatherstone, presidente de JP Morgan, pidi&oacute; que todos los d&iacute;as, a las 4 de la tarde, le entregaran un &ldquo;informe diario&rdquo; sobre cu&aacute;nto perder&iacute;a su firma si al d&iacute;a siguiente las cosas anduvieran mal. Sus colegas adoptaron la misma costumbre. Ese informe comenz&oacute; a llamarse &ldquo;valor en riesgo&rdquo; y pronto las escuelas de negocios empezaron a ofrecer graduados con conocimientos para redactar esos informes. &ldquo;Valor en riesgo&rdquo; era una cifra y el proceso para obtenerla. Al poco tiempo ese proceso se hab&iacute;a hecho un lugar en los programas de estudio. <br />
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Era correcto actualizar informaci&oacute;n sobre el riesgo de hacer negocios. No lo era, en cambio, creer que ese riesgo se pod&iacute;a reducir a una cifra calculada mediante ecuaciones matem&aacute;ticas basadas en un conjunto de datos. Hacer que la m&aacute;quina escupiera una cifra era sencillo. Otra cosa era decidir qu&eacute; poner en el modelo. Eso requer&iacute;a imaginar la fuerza de los cimbronazos que pod&iacute;an afectar los valores. Requer&iacute;a saber qu&eacute; otras variables agregar ante la innovaci&oacute;n financiera y nuevos acontecimientos. Hacer eso requer&iacute;a profesionalismo y creatividad. El informe &ldquo;valor en riesgo&rdquo; es como la dinamita: puede ser herramienta en unas manos y bomba en otras. <br />
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Era un simple modelo que debi&oacute; haberse considerado como punto de partida para un estudio serio. En cambio fue tomado (por decisores, inversores y reguladores) al pie de la letra. Eso muestra la atracci&oacute;n seductora que ejerce una teor&iacute;a cuando es elegante. Al reducir el riesgo a un n&uacute;mero, todos supusieron que se pod&iacute;a controlar. <br />
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Ahora sabemos que la brecha que existe entre un supuesto y la realidad es, a veces, demasiado grande. Esos modelos no solo no eran realistas, eran armas econ&oacute;micas de destrucci&oacute;n masiva. <br />
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Durante algunos a&ntilde;os los que confiaban en esas construcciones artificiales se las ingeniaron siempre para explicar las cosas a su favor. Episodios de alta volatilidad, como el crac de 1987, eran forzados tambi&eacute;n dentro del modelo explicando que serv&iacute;an para recordar que siempre existe la posibilidad de grandes <em>shocks</em>. Como la innovaci&oacute;n financiera era gradual, los modelos estimados sobre datos hist&oacute;ricos segu&iacute;an siendo representaciones razonables en el c&aacute;lculo de riesgos. <strong><br />
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Los consumidores de la teoría económica, tendieron a elegir aquellos elementos de esa rica literatura que más favorecían sus propios intereses. Igualmente censurable, los productores de esa teoría, que se beneficiaban con ella tanto pecuniaria como psíquicamente, mostraron poca tendencia a objetar. Así se comprende cómo fue que la gran mayoría de los profesionales de la economía se mantuvo beatíficamente silenciosa y, ciertamente, ignorante del riesgo de desastre financiero. <br />
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Siendo tan poderosa la presión por la conformidad social, ¿estamos condenados los economistas a repetir errores pasados? ¿Seguiremos siempre la última moda intelectual, oscilando brutalmente –como los inversores cuya conducta pretendemos moldear– entre la exuberancia irracional y la desesperación por el funcionamiento de los mercados? ¿No es la nuestra una forma demasiado errática de ver las cosas? ¿y no es, por tanto, demasiado poco confiable nuestro consejo para que se apoyen en él quienes fijan la política económica?<br />
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<strong>Una razón para la esperanza</strong><br />
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Tal vez. Pero en medio de tanta desgracia, hay al menos una razón para la esperanza. En el último decenio hubo una silenciosa revolución en la práctica de la economía. Durante muchos años fueron los teóricos los que gozaban de superioridad intelectual. Con su habilidad para resolver complicadas operaciones matemáticas, eran los miembros más prestigiosos de la profesión. <br />
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En comparación, los métodos de los economistas empíricos, que buscaban analizar datos de la realidad, lucían rudimentarios. En los años 70, hacer análisis estadístico significaba entrar datos en tarjetas perforadas y someterlos al centro de computación de la universidad. Luego de varias horas, con suerte y si el programa no fallaba, se obtenían los resultados (hablo por experiencia propia). El clásico análisis económico empírico, en cambio, utilizaba datos obtenidos por observación y escritos a mano. Parecía la ciencia frente a la improvisación. No sorprende entonces que los teóricos se mostraran condescendientes con sus colegas empíricos y fueran los amos del gallinero intelectual. <br />
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Pero la revolución tecnológica cambió la disposición del territorio intelectual. Ahora la laptop que poseen todos los graduados tiene más memoria que la que tenía el centro de computación de la universidad tres décadas atrás. Ahora los graduados en economía pueden tomar datos generados por las tarjetas de lealtad de los supermercados y combinarlos con información sobre temperatura según códigos postales para ver cómo el clima afecta el consumo de cerveza. <br />
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La cantidad de datos usados hoy en economía empírica es enorme. Ahora es del lado empírico donde se está expandiendo la capacidad para hacer investigación de alta calidad, sea para el tema de las ventas de cerveza o del comportamiento de los mercados. Y, curiosamente, ahora los más solicitados son los graduados orientados hacia la demostración empírica. <br />
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Los economistas jóvenes <em>top </em>se inclinan cada vez más hacia el empirismo. Dedican su tiempo no a vuelos teóricos de la imaginación sino a observar los hechos de la realidad. Su trabajo está enraizado concretamente en la observación del mundo real y tiene, por eso, menos probabilidad de bandearse según la última moda de pensamiento. O al menos eso esperamos. <br />
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En el pasado siglo 20 triunfó la economía deductiva. Teóricos talentosos y hábiles fijaban la agenda intelectual. Esa misma habilidad les permitía construir modelos con infinidad de posibles implicancias. Eso significaba que los políticos podían elegir a su antojo. La teoría terminó siendo, entonces, demasiado maleable como para brindar una guía confiable a la política. <br />
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El siglo 21 será, en cambio, la era de la economía inductiva, donde el control y asesoramiento de los empíricos estará basado en la observación concreta de los mercados y sus habitantes. El trabajo en economía, incluida la construcción de modelos abstractos por los teóricos, estará guiado mucho más por la observación del mundo real. Era hora. <br />
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¿Debería esto asegurar que podremos evitar otra crisis? Lamentablemente no existe tal certidumbre. La única forma de estar seguros de no volver a caer por las escaleras es no bajarnos de la cama. Pero al menos los economistas, habiendo observado la historia de los accidentes, ya no van a recomendar que se quiten las barandas protectoras.<br />
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(*) Barry Eichengreen es profesor de Economía y Ciencia Política en la Universidad de California, Berkeley.

<strong>Señales ignoradas</strong><br /> <br /> Pero con el tiempo, los recuerdos del crac de 1987 se disiparon. En los datos usados por los ingenieros financieros, el crac se convirtió en una observación. Había ecos, como el colapso de <em>Long-Term Capital Management </em>en 1998, que debió ser salvado por la Reserva Federal. Pero esas señales de advertencia fueron prácticamente ignoradas. <br /> <br /> Se pensaba que las mismas políticas que habían reducido la volatilidad de la inflación también habían reducido mágicamente la volatilidad de los mercados financieros. <br /> <br /> Mientras tanto, la desregulación avanzaba. Los recuerdos del desastre de los años 30 que habían motivado la adopción de restricciones como la ley Glass-Steagall , que separaba la banca comercial de la de inversión, se desdibujaron con el tiempo. <br /> <br /> Eso inclinó la balanza política hacia aquellos que, por razones ideológicas, favorecieron la regulación permisiva. Mientras tanto, las instituciones financieras, que en principio prohibían incursionar en ciertas líneas de negocios, encontraron formas de sortear esas restricciones, fomentando la idea que la regulación estricta era fútil. <br /> <br /> Con la eliminación de techos regulatorios en las tasas de interés que podían pagar los depositantes, los bancos comerciales tuvieron que competir por financiamiento ofreciendo tasas más altas, que a su vez los obligaron a adoptar políticas más arriesgadas de préstamos y de inversión para que las cuentas les cerraran. Con la entrada de agencias intermediarias baratas y la eliminación de comisiones fijas sobre la compra-venta de activos, agentes bursátiles como Bear Stearns, que antes se ganaban cómodamente la vida con esas comisiones, se vieron obligados a incursionar en negocios más riesgosos. <br /> <br /> Pero si la aceleración del cambio debió haber llamado a la cautela, el acostumbramiento en administrar riesgos alentó lo contrario. Como la “administración del riesgo” se había reducido a un simple problema de ingeniería, los empresarios en general y los empresarios financieros en particular, creyeron que era seguro usar más apalancamiento e invertir en activos más volátiles. <br /> <br /> Por supuesto, los expertos en riesgo podrían haber aclarado que los modelos “valor en riesgo” habían sido hechos en base a datos correspondientes a un período de muy baja volatilidad. Podrían haber aclarado que los modelos diseñados para prevenir pérdidas sobre títulos respaldados por hipotecas residenciales habían sido calculados sobre datos válidos para años en que los precios de las propiedades subían y las ejecuciones hipotecarias no se conocían. Podrían haber advertido sobre el alto grado de incertidumbre que rodeaba sus estimaciones. Pero ellos sabían perfectamente de qué lado calentaba el sol. <br /> <br /> La alta gerencia prefirió asumir riesgos adicionales, porque si al arrojar los dados salía siete recibirían premios monumentales, mientras que si miraban para otro lado lo peor que podían esperar era un paracaídas de oro. Si la estrategia de inversión prometía altos retornos para hoy pero ponía en peligro la viabilidad futura de la empresa, el problema era para otros. Si un funcionario <em>junior </em>se atrevía a advertir a los miembros de la comisión de inversiones que estaban asumiendo riesgos indebidos, ponía en peligro su futuro en la compañía. Y lo mismo ocurría en toda la cadena de mandos. <br /> <br /> Queda claro, entonces, por qué no sonaron los timbres de alarma. Pero ¿dónde estaban los profesores de las escuelas de negocios mientras se desarrollaban estos acontecimientos? Respuesta: estaban escribiendo libros sobre “valor en riesgo”. Las escuelas de negocios son clasificadas por sus publicaciones y compiten entre sí según cómo logran colocar a sus graduados. Como los bancos contrataban graduados formados en “valor en riesgo”, las escuelas de negocios tenían un incentivo para brindar esa especialidad. <br /> <br /> Pero ¿y los doctorados en economía (como el que yo dicto)? Los departamentos <em>top </em>que otorgan doctorados rara vez envían sus graduados a posiciones en bancos o empresas; muchos van a dar clase a otras universidades. Claro que, llegado el caso, no se oponen al ocasional trabajito de consultoría, generalmente a cambio de una remuneración excelente.<br /> <br /> <strong>Honorarios generosos</strong><br /> <br /> Generosos honorarios se pusieron entonces a disposición de aquellos dispuestos a dar conferencias en playas o centros de ski como parte del entretenimiento ofrecido por, digamos, bancos de inversión a sus clientes más importantes. Aunque no todos aceptaban, sí hubo una tendencia subconsciente a abrazar los argumentos de los colegas más “exitosos” en una disciplina donde el dinero –en este caso ganado mediante conferencias y asesoramientos– era el denominador común del éxito. <br /> <br /> Los que predijeron el desastre hipotecario terminaron haciéndose famosos. Pero esa fama solo llega ex <em>post facto</em>. Cuanto más subían los precios de las propiedades y más equivocadas parecían las predicciones de su caída, más solitarios quedaban los intelectuales no conformistas. Los sociólogos tal vez estén más familiarizados que los economistas con los costos físicos de la no conformidad. Pero como hay mucha demanda de servicios de los economistas, ellos tienen un incentivo económico más fuerte que sus colegas en otras disciplinas para adaptarse a la visión dominante. Los costos de discrepar –económicos y psíquicos– son para ellos mucho más altos. <br /> <br /> ¿Por qué machacar sobre estas cosas? Porque no fue que la teoría económica no tuviera nada que decir sobre las debilidades estructurales y conflictos de interés que prepararon el camino hacia el desastre actual. En realidad, gran parte de la teoría económica moderna se centra específicamente en los problemas genéricos que crearon esta crisis. El problema no fue la incapacidad para imaginar que pudieran surgir conflictos de interés, abusos de posición y comportamiento de rebaño, sino la incapacidad para aplicar esos conocimientos al mundo real. <br /> <br /> Lo que nos llevó a este marasmo no fue falta de imaginación académica. No fue que los economistas no pudieran reconocer el rol de los factores sociales y psicológicos en la toma de decisiones ni que carecieran de las herramientas para vislumbrar las implicancias. Más bien, el problema fue una lectura parcial y con anteojeras de la literatura que planteaba los conflictos de interés entre los distintos agentes de la empresa (la “teoría de la agencia”).

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