Los cambios políticos y tecnológicos que sacuden al mundo
están generando transformaciones importantes en la industria, semejantes
a las de las revoluciones industriales de los siglos XVIII y XIX. Esta
tercera revolución industrial &endash;igual que las dos que
la precedieron&endash; promete cambios contundentes en nuestro nivel
de vida. También promete una menor desigualdad en la distribución
de la riqueza y una mayor libertad en todo el planeta.
No todos coinciden con estas afirmaciones. El temor y la resistencia
al cambio son reales, palpables, generalizados. Y muchas de las personas
envueltas en el cambio lo viven con dolor. Quienes perdieron el trabajo
como resultado del downsizing no se sienten un “recurso liberado”. Sienten
el dolor de la incertidumbre, el fracaso y la reducción del salario
que es probable que experimenten &endash;por lo menos al principio&endash;
al conseguir un nuevo empleo. Hasta los que tienen trabajo viven con incertidumbre
y temor la posibilidad de convertirse en futuros desocupados o padecer
cambios importantes en la naturaleza misma de su trabajo.
Lamentablemente, el ser humano suele responder a los cambios tratando
de evitar el dolor que producen, pero esto empeora las cosas en lugar de
mejorarlas. Nuestro desafío como sociedad &endash;y como individuos&endash;
es enfrentar el dolor del cambio para que podamos cosechar los beneficios
que es capaz de darnos.
¿Tiene Estados Unidos estómago suficiente como para hacerlo?
Lo dudo. Basta con observar la forma en que hemos culpado a los ambiciosos
ejecutivos de los sufrimientos y el dolor que nos causó el downsizing.
Pero esto tampoco es nuevo. En las dos revoluciones industriales previas
hubo también una intensa demanda de protección a las fuerzas
del cambio y una denodada búsqueda de chivos expiatorios.
Las naciones occidentales podrían tener un día que enfrentar
al equivalente moderno de los luditas ingleses que destruyeron la maquinaria
textil en la Inglaterra de principios del siglo XIX. Hacia fines de ese
siglo, los “ejércitos industriales” &endash;bandas de hombres
desleales integradas por desocupados, vagabundos y algunos delincuentes&endash;
circulaban por las calles de Estados Unidos exigiendo que los liberaran
de “los males de la competencia asesina, el reemplazo del trabajo manual
por la maquinaria, la excesiva inmigración de mongoles y mendigos,
la maldición de los terratenientes extranjeros…”.
Ese ludita moderno llamado Unabomber predice en su manifiesto que “el
sistema tecnológico industrial atravesará un período
de ajuste prolongado y doloroso (…) que reducirá permanentemente
a los seres humanos (…) a (…)meras piezas de la maquinaria social (…)
privando a las personas de su dignidad y su autonomía”.
La idea de que podemos volver a los días “seguros” de nuestro
pasado económico encierra un concepto erróneo. Aceptar el
deseo social del downsizing para cosechar los beneficios de una mejor tecnología
y de la especialización y el comercio internacionales es un primer
paso necesario para enfrentar el dolor personal y sumamente visible &endash;pero
transitorio&endash; que el downsizing nos provoca. Al actuar de este
modo podemos ayudar a canalizar estos “recursos liberados” nuevamente hacia
un trabajo productivo. Si no lo hacemos, detendremos la transferencia y
seguiremos esterilizando recursos.
Pero, ¿no existe un tercer camino? Si es así, me resulta
imposible identificarlo. Consideremos el caso de Europa, donde es difícil
y costoso despedir trabajadores. Hay una compleja trama de programas que
implementan el llamado contrato social del que participan planes para el
desempleo, salarios mínimos, atención médica, jubilaciones,
etc., destinados a proteger a la gente de las contracciones, la incertidumbre,
el desempleo y los acontecimientos adversos. El resultado es una mano de
obra sumamente costosa y una actitud de resistencia por parte de los empleadores
a contratar nuevo personal del que quizá nunca puedan desvincularse.
Si a esto le sumamos disposiciones que limitan la competencia y el comercio,
el resultado ha sido una economía estancada sin una creación
neta de empleo durante los últimos 20 años.
En cambio, en Estados Unidos, donde a pesar de muchas políticas
restrictivas todavía tenemos más libertad para el downsizing,
más apertura a la competencia y el comercio y mayores posibilidades
de ingresar a la industria, hemos logrado un aumento neto de 30 millones
de nuevos puestos de trabajo desde 1979.
Nuestro desafío está en encontrar la manera de ayudar
a la gente a realizar los cambios necesarios, alentando mercados laborales
fluidos, mejores programas de capacitación e información
y una mejor comprensión de las razones por las que se necesitan
los cambios. Si no logramos hacerlo, perderemos o aplazaremos muchos de
los beneficios que promete la tercera revolución industrial. La
felicidad es el resultado de la forma en la que encaramos los problemas
que tenemos, y el cambio es un problema que nos acompañará
siempre.
Para comprobar que lo dicho es cierto consideremos la experiencia vivida
por unos 1.200 empleados de General Motors despedidos de la planta de Van
Nuys, en California, en 1990. De acuerdo con un artículo aparecido
en The New York Times en noviembre de 1993, un año después
del cierre de la planta, estos trabajadores seguían cobrando entre
85% y 100% de sus salarios brutos, lo que le costó a General Motors
más de US$ 3.000 millones entre 1990 y 1993, período durante
el cual la empresa experimentó en Estados Unidos una pérdida
de US$ 17.000 millones.
El premio, que era parte del dispendioso Programa de Beneficios de Ingresos
Garantizados que la empresa había acordado con el sindicato de trabajadores
de las automotrices, estipulaba que los trabajadores recibirían
estos beneficios hasta que: (1) fallecieran, (2) se jubilaran, (3) perdieran
la antigüedad por razones ajenas al despido, (4) aceptaran un paquete
de compra propuesto por GM, (5) se negaran a presentarse a una entrevista
de empleo sin una causa razonable o se negaran a aceptar una oferta de
trabajo que estuvieran en condiciones de realizar para la misma compañía,
(6) no pudieran cumplir con los requisitos de información exigidos
por el programa o (7) dejaran de presentar una solicitud de empleo dentro
de la empresa. Es interesante observar que rechazar un cargo temporario
de medio tiempo no era una razón válida para perder el beneficio.
Esa política les pagó a los empleados desocupados de GM por
quedarse en casa sin hacer nada y privó a la economía en
su conjunto de sus valiosos servicios.
John Domínguez, veterano electricista con 22 años de oficio,
se quejó ante el Times después de un año y dijo: “Se
gana buen dinero, pero es denigrante (…) Estar sentado esperando que
llegue el correo es muy frustrante, especialmente cuando se tienen habilidades
para ofrecer pero no trabajo”. Para esos trabajadores, recibir un sueldo
por no hacer nada no resultó ser el paraíso que esperaban.
Pero a pesar de su infelicidad, no pudieron reponerse y salir a trabajar.
El ejemplo de General Motors nos demuestra algo que muchos de nosotros
preferiríamos no ver. Al aliviar a los trabajadores despedidos de
la carga financiera, la empresa virtualmente les aseguró que no
tendrían que tomar las decisiones personales y dolorosas necesarias
para el cambio. Lo que hizo fue prolongar su desdicha. Ningún organismo
central &endash;ni el gobierno, ni las empresas ni los sindicatos&endash;
puede resolver el dilema que enfrentan los trabajadores desplazados. Sólo
los trabajadores mismos poseen el conocimiento necesario para realizar
el cambio y para descubrir los puntos de coincidencia entre sus preferencias
y talentos, y un trabajo o carrera profesional alternativos.
© Forbes ASAP / MERCADO
(*) Michael Jensen es profesor de la Escuela de Negocios de Harvard.
Tiene un doctorado en finanzas de la Universidad de Chicago y es fundador
del Journal of Financial Economics. También es presidente de Social
Science Electronic Publishing.
