En los últimos días, el gobierno de Javier Milei, dejó filtrar a la prensa un borrador de proyecto de ley que rompe con toda la tradición sarmientina en Educación en la Argentina y en casi toda Latinoamérica (Nota de editor: en una próxima nota el autor se dedicará a una comparativa con un país que abandonó esa tradición en la década de los 90). Tras las elecciones de medio término envalentonado por su reconfirmación en las urnas, el gobierno nacional impulsa nuevas reformas en el marco de lo que se propone como “La batalla cultural”. Pero, ¿qué cambios traerían estas singulares propuestas? Intentaré en pocas líneas contarte en esta nota.
El borrador del proyecto de Ley de Libertad Educativa (PLL) propone un cambio radical en la forma en que Argentina entiende y gestiona su sistema educativo, desmantelando los cimientos de la actual Ley de Educación Nacional (LEN), que tiene su antecedente en la Ley 1420 de 1884 basada en los principios de obligatoriedad, laicidad, centralidad del Estado en la organización, financiamiento y administración del sistema, igualdad, control social y currículo común. Así este borrador, sustituye un modelo basado en la responsabilidad indelegable del Estado por uno centrado en la libertad de elección individual y la competencia de mercado. Atención acá: estamos ante una discusión que va mucho más allá de la burocracia escolar: es un debate sobre el rol de la Educación en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria, y sobre quién, en última instancia, debe garantizar que todos los niños y jóvenes tengan las mismas oportunidades.
La diferencia fundamental entre ambos marcos legales se encuentra en su concepción del derecho a la educación. La LEN la considera un “bien público y un derecho social” , lo que automáticamente carga al Estado con la obligación principal de asegurarla y proveerla. Esta visión se alinea con la idea de que los derechos sociales son garantizados por el gobierno, priorizando la igualdad de oportunidades y la eliminación activa de las diferencias sociales y regionales. Bajo este paraguas, se garantiza que los recursos se orienten hacia los más desfavorecidos.
En contraposición, el PLL redefine la educación como un “derecho humano esencial ejercido en libertad”. El principio rector deja de ser la igualdad para convertirse en la libertad educativa, entendida como la potestad de elegir métodos y proyectos educativos. No es lo mismo, aunque suene parecido. Con este cambio, el rol del Estado se encoge drásticamente. De ser el “responsable principal e indelegable de proveer”, pasa a ser un actor accesorio, secundario, cuya función se limita a garantizar la accesibilidad y la validez de los títulos. Esto significa que, si la iniciativa privada o las familias pueden proveer la educación, el Estado debe hacerse a un costado. Por otro lado, el foco de la PLL se desplaza hacia la promoción de la excelencia y la preparación para el trabajo, dando prioridad a la igualdad de resultados y la competencia.
Este cambio de paradigma tiene un impacto directo en el rol de las familias. Mientras la LEN las ve como el “agente natural y primario”, manteniendo la responsabilidad de la provisión en el Estado, el PLL les otorga un “derecho preferente” a guiar la formación de sus hijos según sus propias ideas y creencias. Esto, sumado al reconocimiento de la sociedad civil como el ámbito principal de organización de la educación, no hace más que desplazar el control centralizado del gobierno hacia la elección individual y, algo que es clave para la creación de un “mercado de la Educación”, hacia la competencia entre instituciones tanto públicas como privadas.
En el plano operativo, la PLL propone una autonomía institucional y pedagógica amplia para las escuelas. Esto les permitiría definir sus normas internas, sus propios planes de estudio (con un límite de contenidos mínimos) y sus políticas de admisión y disciplina. La intervención estatal se ve acotada por principios de “necesidad, subsidiariedad, razonabilidad y proporcionalidad”. De hecho, si hay dudas, se establece que debe prevalecer siempre la solución más favorable a la libertad de enseñar y aprender. Esta “autonomía blindada” , particularmente de las escuelas privadas y de las formas alternativas como el homeschooling, desafía la capacidad del Estado para mantener la unidad y coherencia del sistema educativo nacional.
Una de las propuestas más llamativas en la gestión es la introducción de los Consejos Escolares de Padres en las escuelas públicas. Estos Consejos tendrían el poder clave de nombrar y remover al Director de la institución, buscando que la gestión se vuelva más eficiente al trasladar el control a la comunidad de “usuarios” (los padres). Sin embargo, este “cogobierno parental” es un mecanismo radical que, si bien busca exigir resultados a nivel local, su éxito queda supeditado a la (in)capacidad de los padres y al riesgo de inestabilidad institucional por luchas políticas y hasta personales internas.
Otro cambio estructural con un potencial conflictivo enorme es la clasificación de la educación general básica como “servicio esencial”. El objetivo es garantizar la continuidad mínima del servicio educativo durante un conflicto. Si bien la ley actual garantiza los derechos laborales de los docentes y la clasificación no garantiza igualmente la calidad del servicio educativo durante esos conflictos, esta nueva clasificación implica una clara restricción al derecho constitucional a la huelga. Tal como se advierte en el análisis, es de esperar que esta medida genere fuertes disputas legales con los sindicatos docentes.
Pero el verdadero motor del cambio, el que toca el corazón del modelo y lo convierte en una propuesta de mercado, es la nueva estructura de financiación. La LEN obliga al Estado a garantizar que el presupuesto de Educación no sea menor al 6% del Producto Bruto Interno (PBI). El PLL, al derogar la ley actual, elimina automáticamente esta garantía. Esta pérdida del piso de gasto, si bien da flexibilidad fiscal, expone la inversión educativa a la decisión presupuestaria anual y la fragiliza.
Pero aún más significativo es el cambio en la forma de asignar el dinero público. La LEN establece que los aportes a la educación privada se rigen por “criterios de justicia social”, y que el subsidio se dirige a la oferta, es decir, a la escuela. En todo caso en el subsistema público el criterio es el mismo. El PLL invierte este principio e introduce el mecanismo de “vales educativos (vouchers)”. Este sistema transforma la financiación, ya que el subsidio pasa a la demanda, es decir, a la familia, para que el dinero público “siga al estudiante”. El objetivo es claro: incentivar a las escuelas a competir por matrícula y calidad, creando un mercado educativo competitivo donde la calidad de la escuela se vuelve vital para su supervivencia.
Para que este modelo de competencia funcione, se vuelve fundamental la transparencia y la evaluación. Mientras la LEN restringe la difusión de los resultados de las evaluaciones para evitar la estigmatización de alumnos, docentes e instituciones, la PLL elimina esta protección. Exige una evaluación censal anual y obliga a publicar la información “desagregada por institución educativa”. La publicación de resultados por escuela es la herramienta que permite a los padres tomar decisiones informadas sobre dónde usar el financiamiento estatal, convirtiendo el rendimiento escolar en un factor de supervivencia.
El modelo se completa con un cambio en la carrera docente, que pasa de basarse en concursos de antecedentes y oposición con garantía de estabilidad a reorganizarse en base a “mérito, calidad, evaluación de ingreso y periódica”. La estabilidad y el progreso se vinculan directamente al “desempeño satisfactorio” y a los resultados de aprendizaje de los alumnos. Introducir un modelo de alta exigencia, vinculando la supervivencia profesional a los resultados, inevitablemente genera el riesgo de que los docentes más capacitados migren a escuelas con mejor rendimiento, perjudicando a las instituciones más vulnerables.
En resumen, la PLL propone un quiebre con la tradición legal argentina. Se cambia el modelo de “Estado benefactor” por un “Estado subsidiario” , despojando a la educación de su rol principal como herramienta de justicia social para optimizarla a través de la competencia entre proveedores. El Estado deja de ser el responsable principal y se convierte en un garante que financia la demanda.
El principal desafío operativo de esta reforma es, sin duda, la segregación escolar. La combinación de la eliminación del piso de gasto del 6% del PIB con la llegada de los vales educativos y la publicación de resultados por institución es la tormenta perfecta. Al financiarse la demanda, las familias con más recursos e información estarán incentivadas a migrar a centros privados o públicos que muestren mejor rendimiento, llevándose consigo los vales educativos (el financiamiento estatal). Esto corre el riesgo de dejar a las escuelas públicas en zonas vulnerables con menos recursos y apoyo social, profundizando las brechas y transformando la educación en un servicio segmentado por capacidad de elección, en lugar de un derecho garantizado por igual para todos. Así, el “sueño de la libertad educativa” corre el riesgo de convertirse en una “pesadilla de desigualdad”.
Por Flavio Luis Buccino, maestro y especialista en gestión educativa












