El futuro de Irak en el mundo árabe

    Para el mundo árabe, Estados Unidos ha usado siempre su poder a favor
    de los reaccionarios y el statu quo. Los estados que respaldarán a Bush
    serán Kuwait y Qatar. El primero, por las violaciones sufridas en 1990-91
    a manos de Irak; el segundo, porque hace tiempo adoptó la política
    de abierta asociación con el poder americano. Por lo demás, el
    mundo árabe va a replegarse y a tratar de quedar al margen. En su mayoría,
    los gobernantes prefieren una guerra corta, pocas bajas y el menor riesgo posible
    para ellos… además de la oportunidad de librarse de Saddam sin tener
    que manifestarse abiertamente a favor de Estados Unidos.
    Estados Unidos está ahora mucho más solo que en 1990-91 durante
    la guerra del golfo Pérsico. En aquella expedición, Irak, con
    su invasión a Kuwait, le había dado una buena excusa para disimular
    lo que en realidad era una campaña imperial contra un estado iraquí
    que amenazaba con romper el equilibrio de poder en el Golfo. Las tres potencias
    importantes –Egipto, Siria y Arabia Saudita– estaban en contra de
    Saddam Hussein.
    Ahora, ningún árabe abriga esperanzas sobre el futuro del líder
    iraquí. El mismo pueblo de Irak que se desgañita despotricando
    contra los americanos, tiene muy debilitados sus lazos con el gobierno de Saddam.

    Fue en Jordania, pobre y sin petróleo, más que en ningún
    otro país del mundo árabe, donde hace una década el dictador
    iraquí se convirtió en vengador y pretendido redentor. Esta vez,
    la monarquía dijo basta y manifestó públicamente que una
    guerra breve y un Irak reconstruido sería conveniente para su país,
    más pobre y más pequeño.

    Dos caminos

    Para Estados Unidos, hay dos caminos de entrada al mundo árabe. Uno es
    el de la contención y la prudencia sobre la posibilidad de cambiar ese
    mundo obcecado y hostil al poderío americano. Desde esta perspectiva
    Estados Unidos, o perdonaría a Saddam o libraría una guerra con
    objetivos políticos limitados, para Irak y para la región en su
    totalidad.
    El otro camino, más ambicioso, plantearía un rol americano más
    profundo en la vida política árabe: usar a Irak como punta de
    lanza para aplicar un proyecto reformista que modernice y transforme el paisaje
    árabe. Más allá de Irak están la tradición
    económica y política de los árabes, y una cultura cuyas
    fallas y agonías están hoy cruelmente expuestas.
    La primera opción traería recuerdos de Tormenta del Desierto:
    restauró el equilibrio de poderes y el orden interno de los estados árabes,
    pero no se convirtió en un tema de incumbencia para George Bush padre,
    quien –al contrario– pareció desarrollar una especie de afecto
    por las monarquías árabes.

    El enemigo lejano

    Pero desde entonces hasta ahora cambiaron muchas cosas en el mundo árabe
    y Estados Unidos se topa con obstáculos más difíciles.
    En primer lugar, el dictador iraquí logró mantenerse en el poder,
    a pesar de los pronósticos.
    Estados Unidos –atrapado en el fuego cruzado entre los regímenes
    gobernantes y los insurgentes islámicos– terminó sufriendo
    el 11 de septiembre de 2001. Como esos grupos insurrectos no podrían
    ganar en Argelia, Egipto, Túnez, Siria o la península arábiga,
    optaron por apuntar a Estados Unidos. Sobre sus motivos fueron brutalmente cándidos.
    No golpearon a la potencia americana porque fuera mecenas de Israel; en lugar
    de eso, hicieron la distinción entre el “enemigo cercano” (sus
    propios gobernantes) y el “enemigo lejano”, Estados Unidos.
    Los regímenes atrincherados no podían ser derrotados en casa.
    Su poder, y también la resignada aceptación de sus pueblos a que
    los pecados de sus gobernantes quedarían empequeñecidos frente
    a los terrores del fundamentalismo islámico, habían resuelto el
    conflicto a favor de los gobernantes árabes y en contra de Estados Unidos.
    Ése fue el resultado de la terrible cultura política de las tierras
    árabes. Si el líder de la jihad islámica egipcia no podía
    vengarse de las torturas sufridas por los servicios de seguridad del régimen
    de Hosni Mubarak, ¿por qué no volverse contra los protectores
    de Mubarak en Estados Unidos?
    Un espíritu similar impulsó a los miembros sauditas de Al Qaeda.
    Esos hombres no podían sacar a la dinastía Al Saud. La riqueza
    de la casa real saudí, su preponderancia política y el conservadurismo
    del establishment religioso, dio a los gobernantes una decidida ventaja en su
    lucha con los integristas musulmanes; eso convirtió a Estados Unidos
    en el chivo emisario. La gran potencia era un objetivo más fácil:
    más abierta, más confiada y cuyas libertades podían ser
    subvertidas más fácilmente por una banda de jihadistas.

    Casus belli

    Ya no son tiempos para que las naciones toleren ser gobernadas abiertamente
    por extranjeros. Pero si Estados Unidos quiere instalar y arraigar un nuevo
    orden, tendrá que tener presencia sostenida en la zona.
    Los americanos tienen bases militares desde hace ya seis décadas en Arabia
    Saudita; en Egipto, desde hace tres. Y en ambos países hay sentimientos
    de furia y distanciamiento de Estados Unidos. En Egipto hay un increíble
    antiamericanismo.
    El chiísmo fue un fenómeno de Irak siglos antes de cruzar a Irán
    para convertirse en la fórmula religiosa estatal a principios del siglo
    XVI.
    En un permanente tire y afloje entre dirigentes laicos y religiosos, los adherentes
    al chiísmo fueron siendo expulsados en masa de las tribus árabes.
    Como Irán estaba cerca, era más grande y más poderoso,
    era conveniente que el estrato gobernante de Irak liberara a su propia mayoría
    chiíta con el argumento de que eran una quinta columna persa de Irán.
    Esa historia inventada adoptó vida propia con Saddam Hussein. Pero después
    de otra década de opresión, ni la revolución religiosa
    triunfó definitivamente en Irán, ni la mayoría chiíta
    aceptaría hoy gustosa ceder su propio mundo a los gobernantes iraníes.
    En cambio, por su condición de población mayoritaria de Irak,
    a los chiítas les interesa la condición de Estado independiente.
    La mayoría son civiles, laicos, que entienden que el brutalizado país
    tendrá que ser compartido entre sus principales comunidades si se quiere
    encontrar alguna salida al miedo y al terror.

    Apertura a la democracia

    En años recientes ha parecido que la tradición política
    árabe es inmune a los movimientos democráticos. La deposición
    de un régimen terrible con un amplio culto al terror puede ofrecer a
    los iraquíes y árabes una ruptura con los falsos regalos del despotismo.

    Si llega el momento de la reparación, Irak será un emprendimiento
    de grandes proporciones. La notable rehabilitación de Japón, entre
    su rendición en 1945 y la restauración de su soberanía
    en 1952, ofrece un precedente histórico.
    Irak, con su heterogeneidad, es muy diferente de Japón. Estados Unidos
    también es hoy una sociedad radicalmente diferente de la que era en 1945.
    Más diversa, más inclinada a dudar, y carente de sentido de misión.
    Pero con todas esas diferencias, el precedente japonés es importante.
    En una década, el Japón imperial se convirtió en una sociedad
    moderna, más igualitaria. Un país envenenado por el militarismo
    emergió con una visión pacifista del mundo.
    Como mínimo, Irak tendría suerte en tener las políticas
    semidemocráticas de sus vecinos. Turquía y Jordania, por ejemplo,
    e incluso Irán, son tierras más piadosas que la gran prisión
    en que se ha convertido Irak con su terrorífico custodio.
    Pero también el mundo árabe podría devorarse la victoria
    americana. Éste es un escenario político difícil, pero
    no imposible. Ese mundo podría rechazar el mensaje de reforma con infinidad
    de vías de escape: usar, por ejemplo, la violencia entre judíos
    y palestinos como coartada para más violencia. Denunciar a sus propios
    reformadores como cómplices de un asalto extranjero. Levantar defensas
    y esperar que Estados Unidos se desgaste en su propia expedición.
    Por todo esto, conviene estar sobre aviso: se librará la guerra, pero
    habrá que reconocer que se ha cruzado el Rubicón. M
    Condensado de Foreign Affairs