Será una posguerra sin Yalta, Bretton Woods ni plan Marshall

    Para Washington, el problema ya no es la guerra, sino la posguerra y qué
    papel deberá cumplir Estados Unidos una vez liquidado el régimen
    de Saddam. Por un lado, notaba Philip Stephens, columnista del Financial Times,
    “los halcones sabían perfectamente cómo eliminar al dictador.
    Pero, por el otro, no había claridad ni consenso respecto del día
    después”.
    En vísperas del ataque, había debates de sobra. Multilateralistas
    versus unilateralistas, o wilsonianos –que soñaban con rehacer Levante
    a imagen y semejanza de Estados Unidos– versus patriotas simples, que sólo
    querían acabar con Saddam, literalmente. Si había algo seguro,
    era que la ocupación duraría muchísimo más de lo
    que cualquier funcionario estuviera dispuesto a reconocer. En cuanto a costos,
    los propios halcones descontaban que la ocupación dejaría los
    US$ 95.000 millones calculados para la guerra en sí, a la altura de un
    poroto.
    George W. Bush ha comprometido todo tipo de asistencia para que “los iraquíes
    se den un régimen representativo y actúen como catalizadores de
    democracia en la región”. Varias veces, el Presidente trazó
    paralelos con la reconstrucción de Alemania y Japón luego de 1945.
    Pero la segunda guerra mundial fue perdida por los invasores de 1939-41, que
    eran potencias industriales –no economías primarias– y, en
    el caso alemán, habían tenido experiencias democráticas.
    En 2003, recuerda Stephens, “no hay en Bagdad un Konrad Adenauer, un Willy
    Brandt ni un Ludwig Erhardt”. Por otra parte, la posguerra ya estaba definida
    en Teherán, Yalta y Bretton Woods (1944), junto con los planes de George
    Marshall y el contexto multilateral (Fondo Monetario Internacional, Banco Internacional
    de Reconstrucción y Fomento, Agencia Internacional de Desarrollo, etc.).
    Las mismas preguntas
    Resulta, entonces, paradójico que un halcón de nacimiento –Richard
    Cheney, actual vicepresidente estadounidense– haya resumido tan bien los
    riesgos bélicos. “Deponer a Saddam es apenas el comienzo. Una vez
    en Bagdad, no está claro qué clase de gobierno instalaremos”.
    Stephens se detiene bastante en la neurona de Bush y sus dudas: “¿Será
    un régimen chiíta, sunnita, mixto o laico tipo el partido oficial
    Baath? ¿Y los kurdos?… ¿Será creíble un gobierno
    apoyado en las fuerzas norteamericanas? ¿Cuánto deberán
    quedarse y qué ocurrirá al marcharse?”.
    En ese punto, Stephens muestra las cartas: “Así hablaba Cheney,
    entonces secretario de Defensa de Bush padre, en 1991, al acercarse el fin de
    la Guerra del Golfo”. Impresiona la validez actual de esas preguntas, hechas
    desde la “ortodoxia” y las mismas que, hace pocos días, hacían
    el secretario de Hacienda, John Snow, y Henry Kissinger. Pero “hace 12
    años había una amplia coalición y estaba la ONU tras Estados
    Unidos. Ahora, sólo dan la cara Tony Blair y José María
    Aznar”.
    En verdad, algunas dudas de Cheney en 1991 fueron respondidas a mediados de
    marzo último. Existe una promesa de respetar la integridad de Irak, en
    sí un país “dibujado” por el Reino Unido en 1920, tras
    la disolución del Imperio Otomano. También hay un compromiso de
    representatividad étnica y religiosa, aunque sin la autonomía
    kurda.
    Muy bien, pero ¿cuánto tiempo llevará cumplir al menos
    esos dos puntos?… “Una década”, dice Blair, plazo excesivo
    para Donald Rumsfeld, secretario federal de Defensa. El primer ministro británico
    propuso una administración civil bajo las Naciones Unidas, como ocurre
    en Kosovo o Timor oriental. Rumsfeld rechazó la idea con tono agrio y
    hasta ofensivo.
    Esa actitud reflejaba, en realidad, crecientes fisuras en el seno del gobierno
    Bush, que luego empezaron a provocar renuncias y críticas públicas.
    La brecha más visible es entre multilateralistas (Departamento de Estado)
    y unilateralistas (Defensa, Justicia, Vicepresidencia). Éstos no quieren
    permanecer ni reconstruir, aquéllos plantean la inevitabilidad de una
    larga ocupación. En el medio, Hacienda no descarta la ocupación,
    pero tampoco desea una posguerra que dure 10 años y cueste US$ 500.000
    millones. M