Pro y contra, en dos análisis diametralmente opuestos

    El razonamiento del británico parte de una realidad objetiva: la economía
    mundial vive de los hidrocarburos. Según British Petroleum, 38% de la
    energía consumida en 2002 provino del crudo y 24% del gas natural. Desde
    los años ’70, cada vez que ambas materias primas subieron más
    de la cuenta, hubo recesiones y hasta crisis económicas generalizadas.
    Por ende, es lógico que las potencias tiendan a proteger sus poblaciones
    de ese riesgo. De hecho, las primeras cruzadas pueden interpretarse como “guerras
    preventivas” para salvaguardar corrientes comerciales.
    Por tanto, Wolf analiza cuatro motivaciones potenciales de esta guerra. La primera
    sería, lisa y llanamente, apoderarse de la renta petrolera iraquí.
    Entonces, suponiendo que, en la posguerra, la Mesopotamia volviese a los tres
    millones de barriles diarios, a US$ 25 (“estimación baja”,
    sostiene el columnista), obtendría US$ 27.000 millones anuales que, a
    US$ 5 de costo extractivo por barril, dejaría una renta inferior a US$
    22.000 millones. Menos de US$ 1.000 por habitante.
    Aun si los eventuales ocupantes quisieran, no podrían quedarse con esa
    suma completa, pues la violencia social y el terrorismo serían imparables.
    Por otro lado, la suma representaría apenas 0,2% del PBI estadounidense
    y bastante menos agregándole el británico. Pero, como la administración
    y la reconstrucción posbélicas no bajarían de US$ 50.000
    millones anuales, atacar Irak sólo por el petróleo sería
    una locura.
    El segundo motivo sería mejorar las utilidades de las petroleras anglosajonas.
    Sin duda, la familia y el gobierno Bush tienen vínculos muy estrechos
    con el negocio y promueven activamente sus intereses, que casi nunca son los
    de Estados Unidos. Pero el sector significa apenas 6% de la capitalización
    bursátil en Wall Street; quizá menos tras el colapso de Enron
    o El Paso y los problemas de Dynegy. Habría sido demencial ir a una guerra
    por esas empresas.
    Hay un tercer móvil, bastante diferente: reactivar Irak podría
    reducir la dependencia respecto de Arabia Saudita y sus virtuales satélites
    (Kuwait, Bahrain, Qatar, Unión de Emiratos Árabes). En la actualidad,
    pujas dinásticas, radicalismo islámico, menores ingresos por habitante
    y una juventud disconforme perturban a los sauditas. Si Bagdad volviese a los
    tres millones de barriles diarios, quizá Riyadh debiera disminuir producción
    e ingresos, lo cual acentuaría la inestabilidad interna. Pero, observa
    Wolf, “dado que la península contiene 25% de las reservas mundiales
    comprobadas e Irak sólo 11%, crear una crisis en el reino saudí
    sería insensato”.
    Finalmente, la razón más plausible: quebrar a la Opep y demoler
    los precios libres de hidrocarburos. Si Arabia Saudita se negase a reducir producción,
    se fomentaría un abrupto aumento de la extracción iraquí.
    Pero tampoco parece creíble que Washington desee acabar con la Opep ni
    que Bagdad coopere, aunque los crudos a bajo precio beneficien al público
    de las potencias importadoras. Un colapso arrasaría con las ganancias
    de las petroleras y varios países importantes, incluidos Rusia, el bloque
    de Asia central, Nigeria, etc. Además, cabe recordar que las épocas
    de hidrocarburos muy baratos suelen ser seguidas por saltos y sus crisis resultantes.

    ONU: La
    hora de la verdad

    Cuando los cancilleres de los 15 países que integran
    el Consejo de Seguridad se reunieron en Nueva York el día siguiente
    al que el presidente Bush comenzara a preparar a su pueblo para la guerra,
    parecían estar peleando tanto por su institución como por
    Irak.
    “El Consejo de Seguridad –o sea, todos nosotros– estamos
    ante una decisión importante, tal vez un punto de inflexión
    histórico”, dijo Joschka Fischer, el canciller alemán.
    Se refería a que la historia del mundo puede cambiar de rumbo según
    lo que hagan los miembros del Consejo: si se mantienen juntos como cuerpo
    mundial o si se parten al no poder lograr consenso sobre la guerra de
    Estados Unidos contra Irak.
    Nadie menciona por ahora Norcorea o Irán, dos países con
    programas de tecnología nuclear que pueden convertirse también
    en zonas de peligro y de competencia internacional. Pero todos saben que
    las consecuencias de cómo se resuelva la crisis iraquí irradiarán
    también en ambas direcciones.
    Uno de los embajadores europeos dijo a The New York Times que “la
    gran mayoría siente que si Estados Unidos toma la decisión
    de ir a la guerra sin autorización del Consejo de Seguridad , la
    acción tendrá un impacto tremendo en el actual sistema multilateral
    y, en particular, en el sistema de las Naciones Unidas”.
    “La decisión unilateral de Estados Unidos conllevaría
    un altísimo nivel de riesgo y podría enardecer a la opinión
    pública en Oriente medio y Europa”, concluyó.

    ¿Aventura innecesaria?

    John Mearsheimer y Stephen Walt, dos analistas estratégicos que ya criticaron
    con fundamentos la política de George W. Bush ante Saddam (MERCADO enero/febrero,
    pág. 84), insistían –hace dos semanas– en que una nueva
    guerra no serviría para casi nada. Es más: ni siquiera la presunta
    renuencia de Bagdad a cumplir el ultimátum unilateral sería motivo
    real del ataque.
    Tanto quienes apoyan la aventura bélica como muchos oponentes suponen
    que Saddam no responde a técnicas disuasorias. “Pero –afirman
    ambos expertos– están en un error. Por el contrario, sus antecedentes
    indican que Washington puede contener a Irak tan bien como contuvo a Moscú
    durante la Guerra Fría”. El dictador ha dominado su país
    más de 30 años e inició dos guerras contra vecinos: Irán
    (1980-8) y Kuwait (1990-1). En esta materia, Egipto, Israel y Siria lo dejan
    atrás, si se cuenta desde 1947-8 en adelante. Por otra parte, en ambas
    ocasiones Saddam atacó porque su país era vulnerable y creía
    que sus objetivos estaban aislados. La primera vez no se equivocó, la
    segunda fue guiado por señales ambiguas –si no falsas– desde
    Washington.
    Existe por lo menos otra prueba de que Bagdad mide sus pasos. Durante la Guerra
    del Golfo, Saddam disparó sobre Israel y Arabia Saudita proyectiles convencionales
    (Scud), pero no armas nucleares, químicas o biológicas. Tampoco
    las empleó contra las fuerzas aliadas que habían invadido su territorio.
    ¿Por qué? Porque George W. H. Bush –entonces presidente–
    lo había amenazado con una réplica del mismo tenor…

    Argumentos de todo tipo

    Sugestivamente, algunos de los funcionarios hoy belicistas solían sostener
    que Irak no usaría recursos nucleares ofensivos. Por ejemplo, en Foreign
    Affairs (primer bimestre de 2000), Condoleeza Rice –asesora nacional de
    Seguridad– describía la reacción norteamericana si Bagdad
    desarrollase armas de destrucción masiva (ADM): “La primera línea
    de defensa será una clásica, clara declaración disuasoria”.
    Ahora, la funcionaria cree necesario atacar Irak antes de saber si realmente
    dispone de ADM.
    Por supuesto, señalan Mearsheimer y Walt, “el miedo real es que
    Saddam entregue ADM a Al Qaeda u otros grupos terroristas, cuyos objetivos serían
    Estados Unidos, Israel y sus aliados. Pero las posibilidades de transferencia
    clandestina son mínimas y, ante todo, no ha sido posible encontrar pruebas
    de que Irak haya tenido que ver con los ataques del 11 de septiembre de 2001
    contra las Torres Gemelas y el Pentágono. En cuanto a nexos entre Bin
    Laden y Saddam, los propios saudíes los niegan con fundamentos. M