domingo, 14 de diciembre de 2025

El autoritarismo invisible y la mente cautiva

El asesinato de Charlie Kirk desató un debate que trasciende la violencia política en Estados Unidos: la suspensión de Jimmy Kimmel y el señalamiento burocrático a Judith Butler exhiben cómo la censura puede operar sin decretos ni censores visibles. Un autoritarismo invisible que se disfraza de procedimientos neutrales y que también interpela a la Argentina.

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El asesinato de Charlie Kirk, líder conservador de Turning Point USA, sacudió a la política norteamericana no solo por la violencia política en sí misma, sino por las reacciones posteriores. La decisión de ABC de suspender el programa de Jimmy Kimmel, luego de sus bromas en torno al crimen, no surgió de una orden presidencial ni de un censor oficial. Fue presentada como una “decisión editorial independiente”. Bastó con que la Comisión Federal de Comunicaciones recordara la existencia de “remedios disponibles” para contenidos problemáticos y la lógica empresarial hizo el resto.

El episodio guarda relación con otro caso reciente: la Universidad de Berkeley remitió a las autoridades federales el nombre de Judith Butler tras una denuncia de “presunto antisemitismo” nunca investigada. Butler recibió una notificación oficial que la incluía en un listado gubernamental. Nadie ordenó directamente esa inclusión: todo ocurrió siguiendo “procedimientos estándar”. La mecánica recuerda a lo que el poeta polaco Czesław Miłosz llamó en los años cincuenta “la mente cautiva”: un estado en el cual los intelectuales ajustaban su comportamiento sin que el régimen soviético tuviera que imponerles censura explícita.

La ilusión de autonomía

Lo perturbador del presente es que los actores involucrados creen actuar de manera libre. Los ejecutivos de un canal de televisión están convencidos de haber tomado una decisión autónoma; los administradores universitarios, de cumplir con sus deberes. Sin embargo, ambos operan bajo el influjo de un poder que no se muestra, pero que condiciona sus acciones. La democracia comienza a mutar en un sistema donde la censura se internaliza, donde la autocensura sustituye a la coerción directa.

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Miłosz advertía que la mente cautiva no era una víctima pasiva, sino un cómplice activo del poder. El régimen necesitaba de esa complicidad para sostener su dominio. De manera análoga, en la actualidad no es necesario un decreto ni un censor visible: basta con que los individuos e instituciones anticipen los deseos del poder para que la maquinaria funcione.

El discurso de odio como justificación

El discurso de odio es el terreno donde se libra esta batalla conceptual. Existen expresiones que, sin duda, incitan a la violencia: consignas racistas, negacionistas o antisemitas que circulan con fuerza en redes sociales. Sin embargo, al ampliar el perímetro de lo que se considera “odio”, se habilita un campo donde la crítica política puede ser reprimida bajo la apariencia de protección.

La paradoja es que las sociedades democráticas, que deberían garantizar el debate abierto, recurren a marcos regulatorios y administrativos que silencian voces incómodas. El resultado es un ambiente psicológico en el que nadie sabe exactamente qué puede decir sin arriesgar sanciones, y donde los propios actores se moderan por precaución. El poder se convierte así en una fuerza invisible, percibida más que ejercida, anticipada más que impuesta.

Resonancias en la Argentina

Argentina no es ajena a esta tensión. La historia nacional muestra cómo la libertad de expresión se ha visto comprometida tanto por la censura estatal como por presiones sociales y empresariales. Desde la proscripción del peronismo hasta la represión durante la última dictadura, el país conoció formas explícitas de autoritarismo. Pero en democracia emergen otros mecanismos, más sutiles.

En los últimos años se han multiplicado los debates sobre el uso de la categoría de “discurso de odio”. La legislación vigente sanciona la incitación a la violencia racial o religiosa, pero la aplicación práctica suele generar controversias. Dirigentes y periodistas han denunciado ser blanco de demandas judiciales o campañas de hostigamiento en redes sociales bajo la acusación de haber incurrido en expresiones discriminatorias. El riesgo es que, en nombre de la protección, se consolide un ambiente en el cual la crítica política se diluye por temor a represalias.

La comparación con el caso estadounidense no es forzada. Allí, un comediante es suspendido por sus dichos, mientras contenidos violentos se multiplican en redes sociales. Aquí, un periodista puede enfrentar denuncias por expresiones políticas, mientras los discursos de incitación real a la violencia circulan con relativa impunidad. En ambos casos, la incoherencia erosiona la credibilidad de las instituciones.

El rostro invisible del poder

El poder alcanza su máxima sofisticación cuando logra invisibilizarse. Cuando no necesita recurrir a la fuerza, sino que se ejerce mediante la ilusión de libertad. En ese sentido, los casos de Kimmel y Butler muestran un patrón: el poder se presenta como la ausencia de poder. No hay censores ni decretos, sino “procedimientos estándar” y “decisiones independientes”.

La advertencia de Miłosz conserva plena vigencia: el nuevo autoritarismo no requiere de uniformes ni de consignas oficiales. Se sostiene en la disposición de los individuos a disciplinarse. La mente cautiva es el engranaje esencial de ese sistema.

Un desafío democrático

El asesinato de Charlie Kirk es un hecho político grave, pero el verdadero peligro reside en la reacción institucional que le siguió. La suspensión de un programa y la inclusión administrativa de una filósofa en un listado federal ilustran la deriva hacia un autoritarismo invisible. La democracia, al autolimitarse en nombre de la protección, comienza a dejar de serlo.

En Argentina, donde la polarización política y la fragilidad institucional conviven, este fenómeno merece atención. Resistir el autoritarismo sin rostro exige reconocerlo en sus formas más sutiles. Cada vez que una institución silencia voces incómodas en nombre de principios incuestionables, cada vez que un individuo calla por miedo a sanciones, la democracia se debilita.

Lo paradójico —y quizás la única esperanza— es que este sistema necesita de nuestra complicidad para existir. Si la mente cautiva puede elegir, también puede rebelarse. La libertad no se pierde de golpe; se erosiona en los detalles de la vida cotidiana. Y es allí, en la resistencia a la autocensura, donde puede comenzar a recuperarse.

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