lunes, 15 de diciembre de 2025

El crecimiento del antimileísmo y el agotamiento del discurso polarizante

Una nueva encuesta nacional revela que el rechazo a Javier Milei supera al antikirchnerismo por primera vez. El dato permite reflexionar sobre los ciclos del antagonismo político y sus implicancias sociales.
Por Gonzalo Berra

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En los sistemas democráticos, la polarización funciona muchas veces como motor de movilización. Pero cuando se vuelve estructural, deja de ser una herramienta de alternancia para convertirse en un obstáculo a la deliberación. En Argentina, dos fenómenos lo atestiguan: el antikirchnerismo, que organizó buena parte de la política opositora durante los últimos quince años, y el antimileísmo, que según la última encuesta de Zuban Córdoba & Asociados, ya lo ha superado como fuerza identitaria.

La investigación, realizada entre el 8 y el 11 de agosto sobre 2.000 casos representativos a nivel nacional, señala que el 48,6% de la población se identifica hoy como antimileísta, mientras que solo el 32,4% lo hace como antikirchnerista. Esta inversión en el orden de los antagonismos no solo es significativa en términos numéricos: representa un cambio profundo en la cartografía emocional de la política argentina.

Del rechazo al kirchnerismo a la reacción frente al mileísmo

Desde la derrota del oficialismo en 2015, el antikirchnerismo estructuró un campo político que excedía al macrismo. Su fortaleza residía en la apelación a valores institucionales, a la república, a la lucha contra la corrupción. Pero también supo construir un “otro” funcional: la figura de un enemigo interno encarnado en el peronismo de Cristina Fernández de Kirchner.

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Esa fórmula, aunque eficaz en su momento, fue replicada con otra lógica por el oficialismo actual. Milei invirtió los términos: convirtió su figura en el centro de gravedad de una narrativa fundada no en valores democráticos sino en la destrucción simbólica del Estado. A diferencia del antikirchnerismo, que apelaba al orden, el mileísmo apela al caos creativo.

La paradoja es que esa estrategia, útil para consolidar una identidad propia, ha producido una contra-identidad aún más potente. El antimileísmo se expande con rapidez precisamente porque el discurso libertario, lejos de buscar consenso, se presenta como ofensiva permanente. Cuando Milei arremete contra el Hospital Garrahan —una institución que concentra un 94,6% de imagen positiva— o minimiza la labor científica del Conicet —cuyo evento “Estrella culona” fue visto o escuchado por el 77% de la población—, no solo interpelan a sus adversarios ideológicos, sino a amplios sectores sociales que no necesariamente se identificaban con el kirchnerismo o el peronismo.

La lógica del odio como límite político

En su obra Sobre el odio, Martha Nussbaum advierte que las pasiones políticas pueden ser legítimas, pero que el odio tiende a “excluir al otro de la comunidad moral”. En el discurso libertario, la idea de refundación nacional ha sido acompañada por una sistemática deshumanización del adversario. Lo “casta”, lo “parásito”, lo “degenerado”, son categorías que no invitan al debate, sino a la eliminación simbólica.

El resultado de este proceso es el aislamiento. Según la misma encuesta, el 58,1% de la población no cree que Milei vaya a ser reelecto. Y aunque su base de apoyo se mantiene firme, el rechazo a su figura crece sostenidamente. En mayo de 2024, el antimileísmo representaba el 21,1% del electorado. En agosto de 2025, es más del doble.

Este fenómeno no puede explicarse únicamente en clave ideológica. Es, sobre todo, una reacción social frente a un estilo de comunicación que convierte la política en una guerra total. En ausencia de institucionalidad, el diálogo se torna imposible. Y cuando el adversario se convierte en enemigo, la política deja de ser un mecanismo de representación para convertirse en un campo de batalla discursiva.

De la identidad negativa al voto volátil

Es preciso reconocer que tanto el antikirchnerismo como el antimileísmo son formas de identificación política negativa. No proponen un proyecto alternativo, sino que expresan una disconformidad. Pero hay diferencias cualitativas. El antikirchnerismo, por momentos, logró organizar coaliciones electorales estables. El antimileísmo, en cambio, parece más reactivo, más espontáneo y aún sin vehículo partidario definido.

Lo que sí comparten ambas identidades es su potencial desmovilizador. Según el estudio, el 25,7% de los encuestados ha considerado no votar en las próximas elecciones. Es una señal de alarma para todo el sistema político. El voto negativo puede ser eficaz como resistencia, pero insuficiente como propuesta.

El riesgo de la antipolítica elevada al poder

Los resultados de la encuesta también revelan una crisis más profunda: la dificultad del oficialismo para transformar su narrativa fundacional en una estrategia de gobernabilidad. La idea de refundar la nación se enfrenta a la realidad cotidiana de administrar un Estado que no desaparece por decreto. El deterioro del apoyo social, incluso dentro de segmentos que votaron a Milei, pone en evidencia que el discurso de ruptura tiene un techo.

Hay aquí una lección que atraviesa la historia reciente de América Latina. Cuando la antipolítica se convierte en poder, debe renunciar a su carácter disruptivo para gestionar consensos. De lo contrario, se transforma en una forma renovada de autoritarismo.

En este punto, el fenómeno antimileísta adquiere un carácter no meramente opositor, sino defensivo. No se trata solo de una disputa entre modelos de país, sino de una reacción frente a la amenaza que representa el vaciamiento del Estado como garante de derechos. La altísima imagen positiva del Hospital Garrahan y el respaldo al reclamo de su personal (78,5%) lo confirman: existe una mayoría silenciosa que valora las instituciones, aun cuando desconfíe de la política.

Epílogo: un país atrapado en el espejo

En La sociedad del espectáculo, Guy Debord afirmaba que “el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediada por imágenes”. El mileísmo ha construido un relato eficaz en redes sociales, pero ha fracasado en traducirlo en un contrato político duradero. A su vez, el antimileísmo, aún sin liderazgo ni estructura, se ha vuelto el nuevo espejo nacional: devuelve una imagen de resistencia, pero también de fragilidad democrática.

En definitiva, la evolución del antimileísmo y del antikirchnerismo, lejos de ser simples indicadores de opinión pública, son síntomas de una cultura política afectada por el odio como forma de vínculo. Superarlo será el mayor desafío de la Argentina que viene. Y eso exige algo más difícil que ganar elecciones: recuperar el lenguaje de la democracia.

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