Por Pascual Albanese (*)
Su reciente reportaje en el semanario The Economist exige a los especialistas atender las opiniones de alguien que sintetiza una sólida formación intelectual con una experiencia inigualable, forjada primero como asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, luego como Secretario de Estado y en las últimas décadas como un consultor internacional de máximo nivel.
Desde su torre de observación situada en sus oficinas en el piso 33 de un edificio de Manhattan, Kissinger está muy preocupado por la escalada de la rivalidad entre Estados Unidos y China. Señala que “ambas partes se han convencido de que la otra representa un peligro estratégico”. Advierte que, a partir de esa percepción compartida, “vamos a camino a una confrontación entre grandes potencias”.
Puntualiza que “estamos en la clásica situación anterior a la primera guerra mundial, en la que ninguna de las partes tiene mucho margen de concesión política y cualquier alteración del equilibrio puede tener consecuencias catastróficas”.
La peligrosidad de este nuevo escenario es potenciada por el prodigioso avance de la inteligencia artificial. Kissinger sostiene que “vivimos en un mundo de una destructividad sin precedentes”. Agrega que “si nos fijamos en la historia militar, podemos decir que nunca ha sido posible destruir a todos tus adversarios, debido a las limitaciones geográficas y de precisión. Ahora no hay limitaciones. Todo adversario es vulnerable en un 100%”.
Para Kissinger, un teórico y en su momento lúcido artífice del equilibrio global como principio rector de las relaciones internacionales, la clave de la época es el entendimiento entre las dos superpotencias. Según esa interpretación, el Jefe de Estado estadounidense tendría que reunirse con su homólogo chino para decirle: “Sr. Presidente: los dos mayores peligros para la paz en estos momentos somos nosotros dos, en el sentido de que tenemos la capacidad de destruir a la Humanidad”.
Kissinger es seguramente el occidental que mejor conoce a China por dentro. Considera que el coloso asiático es más confuciano que marxista. Advierte también que es muy peligroso malinterpretar sus ambiciones. Estima que los dirigentes chinos pretenden alcanzar en cada momento la máxima fuerza de la que su país sea capaz y ser respetados por sus logros.
Se pregunta: “¿Si lograran una superioridad realmente utilizable, la llevarían hasta el punto de imponer la cultura china? No lo sé. Mi instinto es no, pero creo que está en nuestra capacidad evitar que se produzca esa situación mediante una combinación de diplomacia y fuerza”.
También tiene una opinión francamente crítica sobre la actual estrategia de la administración demócrata en relación a Rusia. En noviembre de 2016, cuando Donald Trump ganó las elecciones estadounidenses, aconsejó al mandatario electo sobre la necesidad de establecer con Moscú un vínculo semejante al que él mismo ayudó a forjar con China con su viaje secreto a Beijing en 1971, que posibilitó la visita de Richard Nixon en 1972, su entrevista con Mao Zedong y el giro estratégico que permitió cambiar el curso de la guerra fría. Joe Biden hizo lo contrario y la consecuencia fue empujar a Rusia a los brazos de China.
La política como arquitectura
En la visión de Kissinger, el orden internacional es un juego de pesos y contrapesos que genera estabilidad. Cuando ese sistema se rompe emerge la guerra. Estudioso obsesivo de la dimensión arquitectónica de la política mundial, su primer ensayo académico en la Universidad de Harvard fue sobre “El significado de la historia” y su tesis de graduación versó sobre “Un mundo restaurado: Metternich, Castlereagh y los problemas de la paz, 1812–1822”.
Kissinger está convencido de que el pasado no se repite pero enseña. Por ello suscribiría gustoso una frase de Perón: “en política es necesario aprender de la experiencia ajena porque la propia tarda mucho y llega casi siempre tarde”.
En el Congreso de Viena de 1815, el príncipe de Metternich, canciller del Imperio Austrohúngaro, y su colega británico Lord Castlereagh diseñaron el sistema de equilibrio continental que, después de las guerras napoleónicas, sobrevivió durante un siglo, hasta el estallido de la primera guerra mundial.
El pilar de ese equilibrio fue la comprensión de que Francia, la potencia derrotada en esa guerra, no podía quedar al margen de ese sistema de decisiones sino que tenía que ser integrada a la construcción de la paz.
Lo opuesto al Congreso de Viena fue el Tratado de Versalles de 1919, que humilló a Alemania y, pese a la oposición solitaria de la Argentina de Hipólito Yrigoyen, marginó a los vencidos en la primera guerra mundial de la naciente de la Sociedad de las Naciones y generó las condiciones para el ascenso de Hitler y el estallido de la segunda guerra.
En contraposición, en la segunda postguerra, con esa lección aprendida, Alemania fue integrada al nuevo sistema global y, en virtud de la acción mancomunada de Charles De Gaulle y Konrad Adenauer, participó en la fundación del Mercado Común Europeo, punto de partida para la creación de la Unión Europea.
Con ese criterio, Kissinger cuestiona también la estrategia de Occidente ante Rusia a partir de la disolución de la Unión Soviética, cuando la paulatina expansión de la OTAN fue forjando un cerco en las fronteras de la superpotencia derrotada en la guerra fría hasta que la posibilidad de la incorporación de Ucrania a la alianza atlántica desató la invasión cuyas consecuencias están a la vista.
Advierte que la guerra de Ucrania tiene que ser resuelta a partir de una negociación entre las partes en la que ninguna de ambas puede quedar satisfecha, sino igualmente insatisfechas. En ese sentido admite que a cambio de su retirada, Rusia tendrá que, como mínimo, retener el control de Crimea.
Kissinger une un realismo a toda prueba con la tenacidad estratégica. Coincide con Francisco en que “el tiempo es superior al espacio” y que, por consiguiente, la misión central del liderazgo es “desatar procesos”. En 1975, cuando impulsó los acuerdos de Helsinski, que convalidaron la inviolabilidad de las fronteras europeas y el principio de no intervención en los asuntos internos de otros estados, logró introducir una anodina cláusula de compromiso de los signatarios de respeto a los derechos humanos.
Sus críticos entendieron que el tratado era una capitulación occidental ante la Unión Soviética. Sin embargo, el cumplimiento de ese compromiso fue la principal bandera de lucha de los grupos disidentes en la URSS y en todos los países de Europa Oriental y ayudó a desencadenar el proceso que culminó en 1989 con la caída del muro de Berlín.
Este reconocimiento del axioma aristotélico de que “la única verdad es la realidad” y del célebre apotegma de Pericles de “todo en su medida y armoniosamente” supone que las exigencias de la lucha por la afirmación de los valores occidentales tienen que insertarse en la realidad de cada momento histórico.
Esta premisa lleva a concluir que hoy es imposible construir un mundo a imagen y semejanza de Occidente. La razón es que, a diferencia de lo que plantearon muchos ensayistas tras el colapso del comunismo, la globalización no implicó la victoria cultural de Occidente sino, casi a la inversa, el reingreso de Oriente a la corriente central de la historia.
A los cien años, y más allá de su implacable realismo, Kissinger alberga esperanzas: ”la dificultad también es un reto, no debería ser siempre un obstáculo”. Consigna que “se trata de un reto sin precedentes y de una gran oportunidad”. Para que nadie dude de su lucidez, añade: ”no estaré aquí para verlo”.
(*) Vicepresidente de Instituto de Planeamiento Estratégico.
Un capitalismo más justo
Hay otra globalización en el gobierno económico mundial
Un libro de Martin Daunton que muestra una historia de las instituciones y los individuos que manejaron la economía global en el último siglo. En una amplia historia de las instituciones y las personas que han gestionado la economía mundial.
El historiador económico Martin Daunton analiza, en El gobierno Económico del Mundo: 1933–2033, los cambios de equilibrio que se produjeron a lo largo de noventa años entre el nacionalismo económico y la globalización. El libro explica por qué se rompe un orden económico y cómo se construye otro, en una amplia historia de las instituciones y las personas que han gestionado la economía mundial.
En 1933, la Conferencia Monetaria y Económica Mundial que reunió a las naciones del mundo resultó en fracaso. La guerra comercial y monetaria condujo al nacionalismo económico y a un alejamiento de la globalización que culminó en la guerra.
Durante la Segunda Guerra Mundial surgió un nuevo orden económico: el liberalismo inplícito en Bretton Woods, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, y el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio de posguerra.
Estas instituciones y sus normas crearon un equilibrio entre el bienestar nacional y la globalización, complementado por un contrato social entre el trabajo, el capital y el Estado para compartir los beneficios del crecimiento económico.
Pero aquel liberalismo implícito reflejaba los intereses de “Occidente” en la Guerra Fría: en la década de 1970, se enfrentó al colapso, causado por sus debilidades internas y la ruptura del contrato social, y fue desafiado por el Tercer Mundo como una forma de neocolonialismo. Le sucedieron el neoliberalismo, la financiarización y la hiperglobalización. En 2008, el crack financiero mundial puso de manifiesto los defectos del neoliberalismo sin conducir a un cambio fundamental.
Aunque las estadísticas de comercio exterior parecen mostrar el crecimiento sostenido de la integración global , crear el marco institucional de la globalización siempre fue un asunto difícil. Dependía de las frágiles concesiones entre diferentes grupos de interés para satisfacer, por ejemplo, a los productores de algodón y los productores textiles, de decisiones tácticas para separar cuestiones controvertidas, como monedas y comercio y asegurar la máxima discreción para tecnócratas expertos.
Hasta principios del siglo XX, Estados Unidos fue fuertemente proteccionista. Los esfuerzos del partido demócrata por reducir los aranceles, que representaba a los exportadores agrícolas del Sur, se vieron obstaculizados por los republicanos, que hablaban en nombre de la industria del Norte. Incluso en los primeros 12 meses de la presidencia de Franklin D. Roosevelt, la dirección de la política estaba indecisa, una indecisión que contribuyó al fracaso de la Conferencia Económica Mundial de Londres en 1933.
No fue hasta que Roosevelt apoyó el proyecto progresista del Segundo New Deal, a mediados de los años treinta, cuando la balanza se inclinó decididamente hacia una postura más internacionalista.
Para crear un nuevo orden económiico Washington necesitaba socios. Londres, todavía al frente de su imperio, se desvivía por participar en el diseño de la economía mundial y tuvo, en John Mainard Keynes, al visionario para esa tarea. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido estaba demasiado débil para para aplicar realmente la visión de Bretton Woods de plena convertibilidad cambiaria acordada en el verano de 1944.
Hicieron falta miles de millones en préstamos bilaterales de EE.UU., el Plan Marshall de 1947 y la Unión Europea de Pagos de los años 50 antes de que Gran Bretaña y el resto de Europa estuvieran preparados para la convertibilidad de sus monedas en 1958.
Esto marca claramente una nueva fase en la historia de la economía mundial. Pero, en lugar de verlo como una ruptura repentina o sin precedentes, si seguimos la narrativa de Daunton, no es más que la última expresión de una profunda incertidumbre y ambivalencia en la política estadounidense hacia la economía mundial.
La actual cosecha de estrategas geoeconómicos estadounidenses, encabezados por Jake Sullivan, asesor de seguridad nacional del presidente Joe Biden, insisten en que no se están desacoplando.
El liderazgo económico de Estados Unidos permanecerá intacto. Pero no es la primera vez que Washington cambia las condiciones. En síntesis, Daunton muestra que el proceso de abrirle la puerta a la libre circulación de productos y capitales siempre fue desprolijo, incierto y dependiente de circunstancias domésticas en Estados Unidos, la economía líder del mundo.
Ahora, cuando las principales naciones se enfrentan a las secuelas de Covid–19 y a las amenazas de la inflación, la seguridad alimentaria y el riesgo existencial del cambio climático, Martin Daunton reclama la vuelta a una globalización que beneficie a muchos de los pobres del mundo y a un capitalismo más justo que proporcione bienestar e igualdad en el ámbito nacional.