Por Antonio Elio Brailovsky (*)
La futurología es la más escurridiza de las disciplinas, porque se encuentra en el borde incierto entre la ciencia y la magia. Un ejercicio intelectual de futurología requiere definir con qué herramienta vamos a hacer la proyección, lo cual, como toda epistemología, está fuertemente teñido de la ideología de quien hace el pronóstico.
Como el futuro no surge de una fantasía, sino de una interpretación del presente, lo que hacemos es suponer determinada incidencia de los hechos presentes sobre los hechos futuros. Suponemos tres maneras de hacerlo:
La primera es el futuro como verdad revelada. Es la metodología de los llamados gurúes económicos (y de las videntes de feria), cuando anuncian hechos futuros sin mostrar las líneas de razonamiento que los llevan a esas afirmaciones. Se trata de creerles por quienes son, no porque sus argumentos nos resulten convincentes.
La segunda es tendencial. Implica suponer el futuro como una continuación del presente, en el cual se den las mismas lógicas con las que convivimos actualmente. Pensar en un futuro determinado por los sucesos anteriores y presentes se parece mucho a los razonamientos que fundamentan la astrología.
La tercera es a partir de los conflictos actuales. Equivale a pensar el futuro como un interjuego de tendencias contrapuestas que nos da una resultante no siempre predecible. Es la forma de razonamiento del materialismo dialéctico y del Tarot de Marsella.
Los últimos 40 años
Descartamos la tentación de asumir un rol adivinatorio y nos centramos en las dos últimas alternativas. En la década de 1970 tuvimos una polémica semejante. El Instituto Tecnológico de Massachussets elaboró para el Club de Roma un modelo matemático sobre el futuro del mundo. Las cifras, tendenciales, auguraban el colapso de nuestra civilización por superpoblación y contaminación. A mediados del siglo 21 se agotarían los recursos naturales y la mortandad masiva nos llevaría al caos.
Le respondió la Fundación Bariloche con otro modelo, en el que suponía que los humanos somos capaces de aprender y de corregir nuestros errores a tiempo. El desastre ambiental llevaría a aplicar mejores tecnologías y la redistribución de la riqueza resultante de una mayor democracia mejoraría la situación ambiental de las grandes masas del Tercer Mundo.
¿Acaso quedó todo dicho hace 40 años? ¿Qué ha cambiado?
Lo que podemos ver hoy es una mayor disponibilidad de tecnologías de menor impacto ambiental. Los profesionales están haciendo su parte de la tarea. Además de quemar petróleo y acumular residuos radiactivos, Nueva York está empezando a iluminarse con turbinas de paso colocadas en el lecho del Hudson que aprovechan la energía de la corriente del río, tal como hacían los jesuitas en nuestra cercana Córdoba y los árabes en la Córdoba española. Hay buques cargueros de vela, parques solares y eólicos, edificios autosuficientes, criterios de diseño para el ahorro de energía en edificios, desalación de agua del mar, técnicas agrícolas sin plaguicidas en gran escala, automóviles cuyas partes pueden reciclarse y miles de ejemplos más.
Estamos demostrando que un futuro crecientemente sustentable es tecnológicamente posible. Pero no solo de tecnología vive el hombre. Lo más difícil de esta historia no son los aparatos sino nosotros mismos. Y me refiero tanto a los decisores políticos como los económicos.
En contextos competitivos, las empresas aplicarán las tecnologías más rentables, aunque no sean las mejores desde el punto de vista ambiental o social. A pesar de una amplia publicidad, nuestras conductas concretas y nuestros mecanismos de toma de decisión han variado menos de lo que parece en las últimas décadas. Necesitamos que las políticas públicas y las decisiones empresarias sean capaces de integrar fenómenos complejos, que vayan más allá del cierre de un balance.
La obsolescencia programada es una de las más insustentables políticas empresarias del siglo 20, en la medida que reduce el tiempo en el que un bien económico es útil y acelera su transformación en residuo. Sin alterar las reglas de funcionamiento del sistema económico, el Estado podría utilizar su inmenso poder de compra para marcar pautas a los fabricantes. Por ejemplo, si yo compro una computadora, estoy sujeto a que dure el tiempo que defina su fabricante. Pero si compro tres millones de máquinas, como se hizo para entregar a los escolares, ¿no hay acaso un mayor poder de negociación en cuanto a durabilidad del bien? ¿Cuántas toneladas de residuos peligrosos nos ahorramos de tratar cada año? ¿Y si aplicáramos este principio a todo lo que compran nuestros Estados nacional, provinciales y municipales?
Un ejemplo, en este caso de la necesidad de una visión territorial, es la escasa preocupación por los problemas generados por la sojización, que van mucho más allá de la discusión sobre los riesgos del glifosato sobre la salud humana y la obvia necesidad de impedir las fumigaciones junto a áreas pobladas. Necesitamos fijar límites ciertos al avance de la frontera agropecuaria sobre los bosques nativos. Y necesitamos que los beneficios de la soja compensen a los que se perjudican con ella.
Hay en la provincia de Buenos Aires pueblos fantasma, donde antes vivían los peones de las estancias ganaderas. Y comunidades aborígenes en Chaco donde pasan hambre quienes vivían de la cosecha del algodón. Esta población termina en los barrios precarios de las grandes ciudades, en condiciones ambientales infames, que solo salen a la luz en situaciones como la reciente inundación de la ciudad de La Plata.
Camino temido, pero necesario
La sustentabilidad se genera a partir de políticas públicas que contrarresten los efectos indeseados de los procesos económicos. Esto requiere de una sociedad que sea capaz de verlos. Sin duda, la integración de las personas corrientes a los procesos decisorios a través de herramientas de participación ciudadana es un camino, temido pero necesario. El abandono del proyecto minero en el Famatina y el conflicto con Uruguay por una planta de pasta celulósica adelantan un futuro en el cual las comunidades locales reclaman esa intervención en forma creciente. Y es preferible para todos que la participación se realice a través de mecanismos institucionales en los que el diálogo reemplace los conflictos abiertos.
En otras palabras, que vamos por buen camino en el desarrollo de tecnologías materiales de menor impacto ambiental. Pero lo que nos falta para los próximos años es reforzar los mecanismos institucionales que nos lleven a usar esas tecnologías de un modo más beneficioso para todos y con mayor grado de consenso social.
(*) Elio Brailovsky es profesor titular en las universidades de Buenos Aires y Belgrano. Autor del libro: La ecología y el futuro de la Argentina, publicado por editorial Planeta.
Las “instituciones extractivas”
El Estado servidor
Los Gobiernos más fuertes serán aquellos que se pongan al servicio del pueblo y no de las élites políticas; pero incluso esos vivirán en un precario equilibrio. Con instituciones políticas inclusivas, que apuntalan instituciones económicas inclusivas, se crea un campo de juego más nivelado en la economía y la sociedad.
A lo largo de los últimos 30 meses, las protestas del movimiento llamado de “los indignados”, en diversos puntos del planeta, soportaron un duro tratamiento policial en muchas ciudades del planeta. Entre ellas, en varias de Europa Occidental y de Estados Unidos.
Episodios como estos, en que ciudadanos comunes sufren el maltrato de las fuerzas del Estado, llevan a considerar el viejo debate sobre el rol del Estado en la economía y la sociedad. El debate gira alrededor del contraste entre el Estado vigilante, aquel que se atribuye únicamente la capacidad de imponer la ley y el orden, y el Estado intervencionista, que regula y brinda incentivos para mejorar la asignación de recursos e influir en el comportamiento social.
Ambas perspectivas aceptan implícitamente la definición que hiciera el sociólogo Max Weber del Estado político como la entidad que tiene “el monopolio de la violencia legítima” en la sociedad. Este monopolio tiene implicancias: el Estado y sus agentes tienen el poder para coercionar y, por una característica desafortunada de la naturaleza humana, este poder va a ser mal usado en todas las sociedades.
Del abuso de poder trata el libro Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty, de Daron Acemoglu y James Robinson. Allí los autores hablan de instituciones extractivas, que son las que benefician a una poderosa élite política tomando recursos de la mayoría de la sociedad. Para lograr este resultado, las élites deben usar el poder coercitivo del estado.
Este poder es el que se mostró cuando los conquistadores españoles redujeron a la población nativa de Sudamérica a un Estado de servilismo en las encomiendas o a trabajos forzados en el sistema de mitas en las minas de Perú y Bolivia. Fue ese poder también el que permitió a los conquistadores ingleses, franceses y españoles crear plantaciones basadas en la explotación despiadada del trabajo esclavo en el Caribe.
El mismo poder que permitió la formación del estado de “apartheid” en Sudáfrica que duró hasta 1994 y que prohibía a los africanos negros realizar casi todos los trabajos calificados y solo les permitía optar entre los trabajos peor pagos del país.
En esas sociedades, era fundamental que la élite pudiera ejercer el poder del Estado sin muchas limitaciones, con lo cual sus agentes eran temidos por toda la población. Por otro lado, a partir de hace más o menos 300 años, muchas sociedades europeas desarrollaron lo que los autores llaman instituciones inclusivas, que crean una distribución más igualitaria de poder político y también limitaciones al ejercicio del poder de los políticos y élites.
Esas instituciones políticas inclusivas, que apuntalan instituciones económicas inclusivas, brindan incentivos a la inversión e innovación y crean un campo de juegos más nivelado en la economía y la sociedad. Las instituciones inclusivas no solo contribuyen a una mejor sociedad; son más sostenibles y hasta más fuertes que las extractivas.
Relaciones de dominación
No obstante las ventajas de las instituciones inclusivas, la relación entre el Estado y los ciudadanos es casi siempre de dominación del primero sobre los segundos. Por más que un Estado tenga, en general, instituciones inclusivas, casi siempre la gente le teme a la policía y a otras ramas del Gobierno.
En Estados Unidos, gracias a la alarma que despertó el terrorismo, el poder del estado para vigilar y coercionar a los ciudadanos aumentó al tiempo que disminuyó la capacidad para vigilar los abusos de poder del Estado. Pero la relación jerárquica entre el Estado y los ciudadanos no se limita a la policía y las fuerzas de seguridad, pues este a veces toma decisiones que afectan a las empresas y la vida de los ciudadanos.
El poder innato del Estado significa que hasta instituciones relativamente inclusivas pueden convertirse en extractivas. A veces quienes toman control del Estado usan su capacidad coercitiva para cambiar las reglas económicas y sociales en beneficio propio y para silenciar a quienes disienten y protestan contra esa toma de poder.
Venecia fue uno de los lugares más ricos del mundo en el siglo 10 basado exclusivamente en instituciones inclusivas. Su sistema político escuchaba a gran parte de la sociedad mientras sus instituciones económicas fomentaban el comercio con contratos y tecnología. Pero en el siglo 13 apareció un grupo de familias establecidas que comenzaron a tomar el control del Gran Consejo.
Usaron su monopolio del poder político para crear barreras de entrada frente a posibles competidores. A medida que se instalaron las instituciones extractivas la prosperidad de Venecia se marchitó. Esto demuestra que las instituciones inclusivas existen en un equilibrio precario: el Estado debe acumular suficiente poder para hacer cumplir los derechos de propiedad y mantener un grado básico de ley y orden pero sin poder imponer un clima de coerción a los ciudadanos.
Tal vez sea hora, entonces, de sacar el Estado weberiano de la cima de la jerarquía social para fortalecer la resiliencia de las instituciones inclusivas. Tal vez haya llegado el momento del Estado servidor, una entidad cuyos agentes ya no son temidos por el pueblo. Esto no significa quitarle el poder para intervenir y regular sino instalar la idea de que el poder del Estado emana de los ciudadanos, quienes deberían vigilarlo más atentamente y retomar ese poder cuando consideran que hay abuso.
Cambio de actitud
¿Cómo se logra esto? Hace falta un método a dos puntas. Primero, hace falta un cambio de actitud en los ciudadanos y el poder judicial para que todos acuerden que la policía y otros agentes del Estado no son diferentes de, por ejemplo, nuestros dentistas. Respetamos y escuchamos a nuestros dentistas, pero si decidimos que no están haciendo bien su tarea los dejamos y vamos a otro.
Si bien no es fácil para los ciudadanos salirse del país donde viven, si sus derechos son mejor protegidos y sus voces más oídas, deberían poder exigir la destitución o el procesamiento de los agentes del Estado que no se comporten de la manera en que la sociedad considera adecuada. Las leyes actuales permiten esto, pero solo en forma imperfecta.
En segundo lugar, debemos usar la tecnología para que este cambio de actitud influya en la conducta. Fue un ciudadano común, George Holliday, el que filmó la paliza que estaban dando los policías en Los Ángeles al ciudadano afroamericano Rodney King, que generó la atención al incidente. Fue la presencia de tecnología lo que permitió que la conducta policial fuera registrada y eso llevó el tema a los ojos del gran público. Esa tecnología ahora está en todas partes, pero si el Estado la usa cada vez más para vigilar a los ciudadanos, también puede ser usada también para vigilar a los agentes del Estado. Los ciudadanos pueden entonces exigir a los agentes del Estado que respondan ante ellos.
Hay varias formas de lograr este objetivo. Lo primero es poner más información a disposición de la ciudadanía sobre la conducta y desempeño de Gobierno, funcionarios y policía. Otro recurso es simplificar y facilitar las leyes de acceso a la información permitir que los agentes del Estado con antecedentes de abuso o mal uso del poder no sean promocionados a cargos de mayor responsabilidad.
Más controvertido, pero tal vez igualmente importante, es proponer que la vigilancia de los ciudadanos pueda reemplazar las investigaciones internas en algunos casos. Podría fortalecerse la protección a los que destapan ollas, los soplones. Y finalmente el Estado mismo podría desarrollar y diseminar tecnologías para que los ciudadanos vigilen sus acciones.
El resultado sería un Estado servidor que haría mucho más que reducir abusos de poder. La difusión del poder hacia los ciudadanos reduciría los incentivos para que las élites capturen Estados y actúen como garantes del poder del Estado; evitaría que se use para silenciar las protestas y los movimientos de las bases que aparecen cuando algunos elementos de la sociedad tratan de convertir instituciones inclusivas en extractivas.
Ciudadanos
“La riqueza escondida”
Si consideráramos a los ciudadanos como fuente de innovación y coproductores de servicios en vez de simples consumidores se abrirían nuevas posibilidades para lograr un Gobierno más productivo.
Cuando los Gobiernos son democráticamente responsables comparten objetivos con sus ciudadanos. Todos queremos que nuestros niños anden bien en la escuela, que los ancianos vulnerables vivan seguros y sean tratados con dignidad, que nuestros barrios sean agradables y seguros. Y sin embargo, tanto en la vieja y paternalista forma de pensar como en el más moderno modelo de consumismo, se tiende a suponer que estas son cosas que el Estado debería brindar como derecho adquirido. A medida que se agranda la brecha entre lo que queremos y esperamos del Estado y lo que se puede conseguir, esta manera de pensar va a tener que cambiar.
Después de todo, sabemos que uno de los determinantes más importantes de los logros educacionales del niño es el compromiso parental; que comer bien, mantenerse en forma y seguir los consejos del médico es mucho más importante para la salud de la nación que las tasas se supervivencia quirúrgica; y que no alcanza ninguna fuerza policial si una comunidad carece de las normas sociales básicas y conductas responsables que sustentan la seguridad pública. Por eso es que, por ejemplo, en Inglaterra la Royal Society of Arts dice que se logra mayor productividad social cuando los organismos de Gobierno permiten que la gente haga un aporte mayor al esfuerzo de satisfacer sus propias necesidades, en forma individual o colectiva.
Un ejemplo es el campo de los cuidados sociales. Hace 10 años, el sector público inglés no daba abasto con la demanda cada vez mayor de servicios por parte de discapacitados y sus cuidadores. Pero ahora a muchos de esos clientes se les asigna su propio presupuesto, que les da acceso directo a pagos en efectivo o control sobre cómo se gasta el presupuesto destinado a su nombre. Las asignaciones podrán ser modestas pero la gente puede usar ese recurso en la forma que mejor le parezca. Un grupo de internos en una institución para enfermos mentales, por ejemplo, compró equipos de gimnasia para compartir y tener un centro de socialización.
Activos aprovechables
El ejemplo de los pagos directos subraya un aspecto importante de la mentalidad de productividad social: ver a los ciudadanos no como simple fuente de demandas que deben ser atendidas sino como activos que pueden ser aprovechados para su propio bien. Esa es, para algunos, la “riqueza escondida” que se encuentra en el espacio entre el Estado y el mercado. Esa es la capacidad de una sociedad o un vecindario para la resiliencia, la compasión, la confianza y la creatividad impulsadas no por el espíritu de ganancia sino por valores y aspiraciones compartidas.
Para involucrar a la gente, y para dotarla de poder sobre estas cosas, las agencias locales necesitan una comprensión multidimensional de los ciudadanos y usuarios de servicios. Mapear los activos de la comunidad también es una herramienta importante para los diseñadores de servicios en busca de mayor productividad social.
Podría decirse que no hay escasez de nuevas ideas para ver intervenciones más eficaces en los servicios públicos; el gran desafío es convertirlas en proposiciones de negocios sociales viables.
Pero tal vez la parte más difícil de hacer realidad el potencial de la productividad social es crear el necesario cambio cultural. Un político inglés cuenta la historia de una escuela primaria local que intentó toda forma de intervención para resolver un problema con el desempeño en matemáticas de alumnos de origen bangladeshi. Fue solo cuando en un acto desesperado reunieron en la escuela a los padres de los niños que encontraron la solución. Resultó que los padres no se tenían la suficiente confianza para ayudar a sus hijos con las tareas de matemáticas. Luego de varias reuniones de apoyo a los padres, el desempeño de los chicos había repuntado. Muchas escuelas ven el involucramiento de los padres como una tarea marginal a la enseñanza pero vital en el objetivo compartido de lograr el éxito de los alumnos.
En todo el mundo hay cientos de ejemplos de esta manera más holística de pensar los problemas sociales y sus soluciones. Si queremos cerrar la brecha aspiracional, debemos poner en el corazón mismo de la estrategia del servicio público, el objetivo de lograr mayor productividad social.
Infraestructura
Aumentar la productividad
La insuficiencia o inadecuación de infraestructura –con sus consecuencias de congestión, cortes de luz, carencia de agua potable y caminos– preocupa al mundo entero. El debate sobre su creciente necesidad se centra en contar con finanzas suficientes para solucionar el problema. Pero hay maneras de crear una mejor infraestructura con menos dinero.
Solo para mantenerse a tono con el crecimiento proyectado del PBI harán falta unos US$ 57 billones (millones de millones) en inversión para infraestructura de aquí a 2030, en todo el mundo. Eso es casi 60% más de los US$ 36 billones gastados en los últimos 18 años, según el informe del McKinsey Global Institute Infrastructure productivity: How to save $1 trillion a year. La inversión necesaria de US$57 billones es más que el valor estimado de la infraestructura actual. Y esa cifra no incluye los costos de, por ejemplo, dar curso a los trabajos de mantenimiento pendientes o cumplir con metas de desarrollo en países emergentes y hacer la infraestructura más resiliente al cambio climático. Es difícil incluso conseguir la mínima inversión que hace falta para cumplir con las predicciones de crecimiento mundial.
Y sin embargo, con unas pocas medidas prácticas se podría aumentar hasta 60% la productividad en el sector infraestructura, bajando el gasto 40% para lograr un ahorro anual de US$ 1 billón. En los próximos 18 años, esto sería equivalente a pagar US$ 30 billones por un valor en infraestructura de US$ 48 billones.
Para eso no hace falta volver a inventar la rueda. Con solo evitar el desperdicio, mejorar la selección de proyectos, simplificar la entrega y otros ejemplos de mejores prácticas se lograría una gran diferencia aplicándolos a escala global.
Posibles ahorros
McKinsey identificó tres grandes conjuntos de medidas que podrían ayudar a lograr esos ahorros:
1. Optimizar las carteras de proyectos. Una de las formas más poderosas de reducir el costo total de infraestructura es evitar invertir en proyectos que no están ni bien definidos ni prometen los beneficios suficientes. Elegir la adecuada combinación de proyectos y eliminar los que son más costosos podría ahorrar unos US$ 200.000 millones al año en todo el mundo. Los autores de los proyectos deben usar criterios de selección muy precisos para asegurar que los planes propuestos cumplen con objetivos específicos; deben también desarrollar métodos de gran complejidad para determinar costos y beneficios y evaluar y priorizar proyectos –en forma transparente y anclada en datos concretos– por sus posibles efectos en toda la red, en lugar de mirar proyectos individuales en solitario.
2. Simplificar la entrega. Esta área presenta una oportunidad para ahorrar hasta US$ 400.000 millones al año y acelerar cronogramas. Para simplificar la entrega, será necesario acelerar la aprobación de los procesos, invertir fuertemente en las primeras etapas de planificación y diseño, y estructurar contratos para fomentar ahorros en tiempo y dinero. Los contratos pueden lograr ahorros de costos, por ejemplo, alentando la aplicación de fabricación austera en la construcción y la adopción de técnicas avanzadas, como la prefabricación y la modularización.
3. Aprovechar al máximo la infraestructura existente. En lugar de invertir en nuevos y costosos proyectos, los Gobiernos pueden satisfacer algunas necesidades de infraestructura aprovechando más la capacidad existente. Aumentar la utilización de los activos, optimizar la planificación del mantenimiento y expandir el uso de medidas para administrar la demanda, todo eso puede generar ahorros de hasta US$ 400.000 millones al año.
Para estimular programas de cambio y captar posibles ahorros, los Gobiernos deben apartarse de la visión “proyecto por proyecto” para planificar, operar y entregar infraestructura. Para que un sistema funcione bien debe haber coordinación entre las autoridades responsables de las diferentes clases de activos, una clara separación de las responsabilidades políticas y técnicas y claridad también en los roles de los sectores público y privado. Otros requisitos incluyen una mejor relación con los stakeholders, mejor información operativa y financiera para guiar las decisiones y mejores capacidades en toda la cadena de valor de la infraestructura.
El sector privado también tiene un papel que cumplir. Puede aumentar la productividad dentro de sus propias operaciones, entablar un diálogo productivo con el sector público y desarrollar modelos que promuevan las oportunidades de productividad mencionadas más arriba.
Una nueva era en energía
Oportunidades para renovar la economía estadounidense
Para “reinventar” la Argentina es preciso indagar sobre el rumbo de China y otras potencias asiáticas, de Europa y de la región latinoamericana. Pero sin perder de vista lo que está ocurriendo en Estados Unidos.
La economía estadounidense se esfuerza por encontrar una nueva fórmula para crecer rápido. Game changers: Five opportunities for US growth and renewal es una investigación de McKinsey que señala cinco elementos catalizadores que podrían crear rápidamente puestos de trabajo y dar un importante empujón al PBI para 2020.
A cuatro años ya del fin oficial de la Gran Recesión, el crecimiento económico estadounidense sigue flojo. Lo afecta algo más que un simple ciclo comercial: las dificultades en el mercado laboral ya se manifestaban mucho antes de 2008. Hoy, la participación de la fuerza de trabajo está en su peor nivel de los últimos 34 años y Estados Unidos tiene dos millones de empleos menos que cuando comenzó la recesión. Poca inversión, cambios demográficos y escaso crecimiento de la productividad son los elementos que dificultan la trayectoria de la economía.
Pero Estados Unidos no tiene por qué resignarse a un crecimiento lento, afirma el documento del McKinsety Global Institute (MGI) que identifica los catalizadores que pueden agregar cientos de millones de dólares al PBI anual y crear millones de nuevos puestos de trabajo para 2020.
Para identificar esos catalizadores, MGI buscó los desarrollos que están listos para lograr escala en forma inmediata y que podrían acelerar el crecimiento en muchos sectores para 2020. También analizó las posibles ventanas para acción inmediata.
Game changers describe cinco oportunidades que se refuerzan entre sí:
Producción de shale gas y shale petróleo. Impulsada por avances en perforación horizontal y fracturamiento hidráulico, la producción de gas y petróleo de esquisto creció más de 50% anual desde 2007. Esto podría agregar hasta US$ 690.000 millones al año al PBI y crear hasta 1,7 millones de puestos de trabajo en la economía para 2020. Estados Unidos tiene ahora la posibilidad de reducir a cero sus importaciones netas de energía, pero solo si logra solucionar los riesgos ambientales asociados.
Competitividad comercial de Estados Unidos en productos de conocimiento intensivo. Estados Unidos de una de las pocas economías avanzadas con déficit comercial en industrias de conocimiento intensivo. Pero ahora se le está creando una ventana para aumentar la producción y exportaciones en por ejemplo, automóviles, aviones comerciales, dispositivos médicos y petroquímicos. Al aumentar la competitividad en esos sectores McKinsey cree que se podrá reducir el déficit comercial del país hasta llevarlo a los niveles del año 2000. Eso agregaría unos US$ 590.000 millones en el PBI anual para 2020 y crear hasta 1,8 millones de empleos nuevos.
Big-data analytics como herramienta de productividad. Muchos sectores de la economía pueden aprovechar la avalancha de datos generada por transacciones, registros médicos y legales y tecnologías sociales, además de los sensores, cámaras, códigos de barras y transmisores instalados en el mundo que nos rodea. Los avances en computación y analytics pueden transformar este mar de datos en conocimiento para crear eficiencias operativas. Para 2020 la adopción de big-data analytics podría aumentar el PBI anual en retail y manufactura en hasta US$ 325.000 millones y ahorrar hasta US$ 285.000 millones en el costo de salud y servicios del Gobierno.
Mayor inversión en infraestructura, con un nuevo énfasis en productividad. El atraso en trabajos de mantenimiento y mejoras de rutas, autopistas, puentes y sistemas de tránsito y agua está llegando a niveles críticos. Estados Unidos debe aumentar 1% su inversión anual en infraestructura para eliminar esta desventaja competitiva. Para 2020, eso podría crear hasta 1,8 millones de puestos de trabajo y aumentar el PBI anual en hasta US $320.000 millones.
Un sistema más eficaz de desarrollo de talento. La tradicional ventaja de EE.UU. en educación y habilidades está erosionada, pero hay posibles reformas al alcance de la mano. Por ejemplo, aumentar la capacitación industrial en el nivel post secundario en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas. Se crearía así una fuerza de trabajo más competitiva. En el nivel secundario, mejorar la instrucción en los colegios secundarios introduciendo herramientas digitales de aprendizaje. Estas iniciativas podrían aumentar el PBI hasta US$ 265.000 millones para 2020 y lograr un impresionante cambio para 2030, que agregaría US$ 1.700 millones al PBI anual.
Estas oportunidades pueden tener el efecto inmediato de estimular la demanda y pondrían una vez más la economía en movimiento para generar productividad y competitividad más allá de 2020.