lunes, 25 de noviembre de 2024

Reconfiguración de un sistema político: crisis y oportunidad

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Existen situaciones especiales que condensan en un solo punto una multiplicidad de factores que confluyen en una explosión. Cuando ello ocurre, proliferan las explicaciones superficiales sobre las causas que eluden el análisis de su naturaleza profunda.

Por Pascual Albanese (*)

Esto es precisamente lo que ocurre hoy en la Argentina con las explicaciones de los economistas sobre la escalada cambiaria de los últimos días y su posterior y temporario aplacamiento.

El confuso mensaje con que el viernes 21 de abril el presidente Alberto Fernández oficializó el desistimiento de su candidatura a la reelección, completa el ciclo iniciado en diciembre pasado con la afirmación de Cristina Kirchner de que no sería “candidata a nada” en las próximas elecciones y seguido por el video con que el ex presidente Mauricio Macri manifestó que tampoco se postularía.

En otros términos: los tres últimos mandatarios constitucionales de la Argentina, incluidos los líderes de las dos coaliciones que se alternaron en el gobierno durante los últimos doce años, comunicaron que están fuera de la carrera por la sucesión presidencial.

Esa coincidencia, para nada casual, abre la posibilidad para una reconfiguración de un sistema político crecientemente distanciado de las expectativas de la sociedad.

Pero el anuncio de Fernández tuvo un efecto colateral mucho más vasto que su contenido en sí. Ningún actor relevante de la política argentina imaginaba realmente al actual presidente como candidato. El consenso generalizado era que su persistencia encubría la intención de sostener los escasos y menguantes retazos de poder que trabajosamente retenía. De allí que, más que una renuncia simbólica a una postulación absolutamente inviable, este hecho impactó como una dimisión implícita a lo único que Fernández estaba en condiciones efectivas de ceder, esto es, la Presidencia de la República.

El resultado del episodio de ese viernes 21 de abril fue entonces la irradiación de la imagen de una presidencia virtualmente acéfala en un país hiperpresidencialista. No es de extrañar entonces la escalada cambiaria del lunes y martes subsiguientes, 24 y 25 de abril, cuando el pánico al vacío de poder agravó el clima de incertidumbre económica reinante. Igualmente comprensible es lo que pasó inmediatamente después, cuando el Ministro de Economía, Sergio Massa, consiguió la autorización del Fondo Monetario Internacional para utilizar parte de las exhaustas reservas del Banco Central para intervenir en el mercado cambiario con el objeto de frenar, a cualquier costo, la estampida.

El análisis del episodio equivale a un curso acelerado, de apenas cinco días y sólo 72 horas hábiles de duración, para la comprender lo que sucede en la Argentina de hoy. Ante la virtual acefalía presidencial, que incluye la imposibilidad política para que la vicepresidenta asuma las riendas del gobierno, el Ministro de Economía logró el aval del FMI, en una decisión que requiere indispensablemente la autorización previa de la Secretaría del Tesoro estadounidense, y por lo tanto de la Casa Blanca, para evitar. o al menos postergar, un estallido que aparecía inminente.

Pasado todo esto en limpio cabe decir que, casi “in articulo mortis”, Massa consiguió la aprobación de Joe Biden para salvar al gobierno del colapso. Semejante logro permite señalar que, al margen de cualquier consideración – todavía prematura – sobre los resultados de su gestión en materia económica, el ministro se ha mostrado, hasta ahora, como un excelente canciller. Para confirmarlo, alcanza con destacar el hecho de que, en medio de esa misma negociación con el FMI, haya podido acordar con Beijing la utilización de las reservas monetarias en yuanes para pagar exportaciones chinas por valor de 1.000 millones de dólares.

Para completar esta secuencia de acontecimientos, la vicepresidenta se vio obligada, en su largo discurso en La Plata, pletórico de acusaciones contra “la derecha”, a elogiar los esfuerzos de Massa por sortear el abismo y avalar con su silencio el compromiso de impulsar un mayor ajuste fiscal asumido por el Ministro de Economía ante el FMI para compensar la hemorragia de divisas del Banco Central, dirigida a evitar una mayor devaluación del peso. Esta justificación de una política económica opuesta al clásico “relato” ideológico del “kirchnerismo”, simbólicamente formulada en el vigésimo aniversario de las elecciones del 27 de abril de 2003, certifica el agotamiento del ciclo histórico iniciado precisamente hace veinte años.

Corresponde aquí una breve digresión contrafáctica. En esas elecciones del 27 de abril, conmemoradas por el “kirchnerismo” en su acto en La Plata, y a pesar de contar en esa oportunidad con el pleno respaldo del gobierno nacional, del gobierno de la provincia de Buenos Aires y del poderoso aparato partidario del peronismo bonaerense, Néstor Kirchner perdió contra Carlos Menem, quien después rehusó competir en la segunda vuelta.

El resultado demostró que si en esa oportunidad se hubiera realizado  previamente una elección interna del Partido Justicialista, como aquélla de 1988, cuando compitieron Menem y Antonio Cafiero, o hubiera regido el actual sistema de elecciones abiertas, simultáneas y obligatorias, Kirchner jamás hubiera llegado a la Presidencia.

Dejando de la lado la digresión, en el contexto creado por el anuncio de Fernández , ocurrió otro episodio institucionalmente inédito: por primera vez en la historia argentina, la CGT convocó a un acto público en celebración del 1° de mayo al que no fue invitado ni el presidente ni la vicepresidenta de la República y sí, en cambio, el Ministro de Economía, con un documento crítico de la gestión gubernamental que cuestiona a la totalidad del sistema político, esto es al oficialismo y a la oposición, e incluye la necesidad de la convocatoria a una concertación política y  social de carácter multisectorial para afrontar la emergencia.

    Ese vaciamiento de los retazos de la autoridad presidencial registrado tras el anuncio del viernes 21 quedó patentizado en el hecho de que uno de los movimientos sociales que ocupan lugares expectables en la estructura del Ministerio de Desarrollo Social, y por ese motivo, habían permanecido hasta ahora muy condescendientes con Fernández tomaron bruscamente distancia del gobierno.

Daniel Menéndez, jefe del Movimiento Barrios de Pie y Secretario del Consejo de la Economía Popular, señaló que “el Frente de Todos fue un fracaso en su gestión de gobierno”, sin por ello abandonar su cargo oficial.

   En este escenario desfavorable, el peronismo podría prestar atención a lo ocurrido el domingo pasado en Paraguay. Porque en las últimas quince elecciones presidenciales celebradas en América Latina en catorce ganaron candidatos opositores.

La única excepción había sido Nicaragua, donde la reelección de Daniel Ortega, lograda con la proscripción, aquí si real, de los principales candidatos opositores, fue desconocida por buena parte de la comunidad internacional. Los oficialismos resultan derrotados en las urnas. Esta regla rige tanto para los gobiernos de derecha como de izquierda. Así sucedió en las dos últimas elecciones presidenciales en Brasil y la Argentina. La razón es que los gobiernos, más allá de su signo ideológico, no logran satisfacer las expectativas de los votantes.

Pero el domingo pasado Santiago Peña, candidato del Partido Colorado, que gobierna Paraguay casi ininterrumpidamente desde 1947, durante 72 de los últimos 76 años, derrotó con el 43% de los votos a la coalición opositora encabezada por el candidato del Partido Liberal, Efrain Alegre, que obtuvo el 27%. Esa victoria encierra empero una particularidad: Peña le había ganado previamente las elecciones internas del oficialismo a Arnoldo Weins, el precandidato apoyado por el actual presidente Mario Abdo Benítez.

La campaña de Peña tuvo, además, un sesgo abiertamente crítico con el gobierno de su propio partido, por lo que en términos clásicos su victoria no puede atribuirse al oficialismo ni tampoco a la oposición. Otra singularidad es el hecho de que Payo Cubas, un candidato “outsider” del Partido Cruzada Nacional, quien basó toda su campaña en la denuncia de la corrupción del sistema político, llamado por algunos “el Milei paraguayo”, sorprendió con el 23% de los votos y se colocó cerca del segundo puesto.

Esta mención del caso paraguayo es oportuna porque el creciente vacío de poder, el agotamiento del ciclo histórico del “kirchnerismo” y la perspectiva de una derrota electoral colocan al peronismo en su conjunto frente a la exigencia ineludible de redefinir su estrategia política para afrontar las elecciones presidenciales.

Ese replanteo abre un debate interno y un amplio abanico de opciones, por adentro y aún por afuera del Frente de Todos. Allí cabe inscribir incluso el ya formalizado lanzamiento del gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, pensado en términos de una nueva construcción política.

  Dentro del Frente de Todos, la mayor expectativa está puesta sobre Massa, cuya posible candidatura choca, sin embargo, con una dificultad objetiva: la situación de emergencia torna enormemente difícil la compatibilización entre las funciones de Ministro de Economía y la condición de candidato presidencial. Con un agravante: Massa hoy no puede dejar de ser ministro porque, como lo expresa muy gráficamente un tweet reproducido por Malena Galmarini, “Massa se queda hasta el final porque el final es cuando se vaya Massa”.

En la incógnita derivada de ese obstáculo se fundamenta el lanzamiento de la precandidatura de Daniel Scioli, quien con las obvias excepciones de Fernández, Cristina Kirchner y Massa es el único dirigente político del Frente de Todos que está instalado como una figura política nacional.

Scioli cuenta también a su favor con otro activo importante: su condición de embajador en Brasilia lo posiciona como la posible expresión simbólica de una alianza estratégica vital para la Argentina en un momento muy especial en que Lula impulsa un regreso de Brasil al escenario mundial, sintetizado gráficamente en consigna “Brasil está de vuelta” y reflejado en el protagonismo exhibido en su reciente viaje a China y su audaz iniciativa de mediación internacional en la guerra de Ucrania.

Lula plantea la necesidad de una modernización y relanzamiento del MERCOSUR para rescatarlo de su actual parálisis. A tal efecto, anunció que Brasil vuelve a adherir a los términos del acuerdo climático de París que fue  denunciado por Jair Bolsonaro  y se había trasformado en un impedimento adicional para la ratificación del tratado de libre comercio entre MERCOSUR y la Unión Europea, el único acuerdo relevante de apertura comercial con terceros países  suscripto hasta ahora por el bloque regional.

  Igualmente, Lula  impulsó el regreso de Brasil a la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC), de la que se había apartado durante el anterior gobierno y avanzó en la iniciativa de recreación de la Unión de Naciones del Sur (UNASUR). Al mismo tiempo, apoyó la incorporación de  la Argentina al grupo BRICS, la asociación integrada por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, cuya ampliación se discutirá en junio en una reunión de cancilleres en Ciudad del Cabo.

   La prioridad ineludible de la política exterior argentina, más importante aún que la relación con Estados Unidos y con China, pasa por la asociación con Brasil. En conjunto, Brasil y Argentina están en condiciones de erigirse, en una acción mancomunada, en protagonistas de una política global. El núcleo de esa alianza es conversión de América del Sur, con Brasil a la cabeza, en la mayor fuente mundial de producción de proteínas del siglo XXI y principal abastecedor de alimentos para los centenares de millones de consumidores de la nueva clase media en los países del continente asiático, empezando con China y la India, que sumados representan el 37% de la población mundial.

  Vale la pena aquí recordar la vigencia del memorable discurso de Perón en noviembre de 1953, hace setenta años, en la Escuela Superior de Guerra, cuando afirmó: “Ni Argentina, ni Brasil ni Chile aislados pueden soñar con la unidad económica indispensable para enfrentar su destino de grandeza Unidos forman, sin embargo, la más formidable unidad, a caballo de los dos océanos de la civilización moderna. De esa unidad, podría construirse hacia el norte la Confederación Sudamericana”.

Para salir al cruce de las objeciones prejuiciosas de quienes él bautizó como “nacionalistas de opereta”, enemigos del acercamiento a Brasil, en ese mismo discurso Perón puntualizó,  con irónico desparpajo: “nosotros no tenemos con ellos ningún problema, como no sea ese sueño de hegemonía, en el que estamos prontos a decirles: son ustedes más grandes, más lindos y mejores que nosotros”. Y explicó, con su implacable realismo, que “hay que tener la política de la fuerza que se posee o la fuerza que se necesita para sustentar una política. Nosotros no podemos tener lo segundo, tenemos que reducirnos a aceptar lo primero, pero dentro de esa situación podemos tener nuestras ideas y luchar por ellas”.

   En este contexto, corresponde destacar la importancia, absolutamente subestimada en los medios periodísticos, de la decisión política, ya puesta en marcha, de constituir un Estado Mayor Conjunto binacional para coordinar la acción de las Fuerzas Armadas argentinas y brasileñas, un avance que abre el camino para una articulación de la política de defensa nacional de los dos países.

La alianza estratégico argentino-brasileña fortalece el protagonismo de la región en un escenario mundial signado por la competencia entre Estados Unidos y China, la superpotencia ascendente, que se manifiesta con fuerte  intensidad en América Latina.

Esta competencia tiene una característica muy especial, derivada del escenario de la globalización, que establece una interdependencia  estructural entre las dos mayores economías del mundo.

El comercio bilateral entre Estados Unidos y China  ascendió en 2022 a US$ 692.000 millones, el equivalente a un producto bruto y medio de la Argentina, y a pesar del incremento de las tensiones bilaterales aumentó un 2,3% en relación al año anterior. Esto implica que una de las peores catástrofes que le podría suceder a la economía norteamericana sería un colapso de la economía china y, la inversa, una de las peores hipótesis para China sería una debacle de la economía estadounidense.

Si en la guerra fría la bomba atómica instauró el principio de la “destrucción mutua asegurada”, que impidió el estallido de un conflicto bélico entre Estados Unidos y la Unión Soviética y sostuvo el equilibro internacional durante más de cuarenta años., la interdependencia económica implica la validez de ese mismo axioma en la relación entre Estados Unidos y China. La coexistencia entre la competencia por la supremacía y la cooperación recíproca, en un escenario de recurrentes conflictos y negociaciones, es el signo que vincula y enfrenta hoy a las dos superpotencias.

Así como en la guerra fría la inserción internacional de cada país podía definirse a partir del tipo de relaciones que mantenía con Estados Unidos y la Unión Soviética, y en la pasada fase de la unipolaridad norteamericana a partir de la relación de cada país con Estados Unidos, en el mundo de hoy la participación de cada nación en el escenario global puede medirse en función de la naturaleza de los vínculos que mantiene con Estados Unidos y con China.

En este nuevo contexto, pierden sentido práctico las ideas de alineamiento automático en cualquier dirección. Lo que en realidad importa es la calidad y el grado de integración de cada país en el sistema mundial.

Esta aseveración obliga a desechar las propuestas ideologistas de cualquier signo, ya sea el vetusto antimperialismo de la izquierda, que hoy visualiza en el FMI la causa de todos los males, o el occidentalismo” ingenuo de quienes piensan que el mundo termina en Miami. Esta comprensión es todavía más acuciante para un país como la Argentina, que conjuga su condición de integrante del “Extremo Occidente”, como el historiador francés Alain Rouquier, ubicó acertadamente el posicionamiento de América Latina, con la de integrante del llamado “Sur Global”, que es la tendencia estructural central del mundo en el siglo XXI, un fenómeno que incluye el triple y simultáneo desplazamiento desde Norte hacia el Sur, desde el Occidente hacía el  Oriente y desde Océano Atlántico hacia el Pacífico.

En la década del 60, en la etapa de ascenso del Movimiento de Países No alineados, cuyos  principales líderes eran Mao en China, Nerhu en la India y el mariscal Tito en Yugoeslavia, solía contraponerse el “tercerismo” de Mao, que pretendía estar lo más lejos posible de Estados Unidos y de la Unión Soviética, y el “tercerismo” de Tito, que buscaba estar lo más cerca posible de ambas superpotencias. Hoy, la inmensa mayoría de los países están más cerca de la estrategia de inserción de Tito que de la visión de Mao, basada no en un “tercerismo confrontativo” sino en  un “tercerismo asociativo”. En esa línea de pensamiento, tres reconocidos diplomáticos y académicos chilenos, Jorge Heine, Carlos Ominami y Carlos Fortin, publicaron en 2021 un interesante estudio titulado “El no alineamiento activo: nueva doctrina para América Latina en el siglo XXI”, donde desarrollan esa visión.

Este tema adquiere mayor relevancia por la nueva política exterior de Brasil y su impacto en América Latina, que se refleja hoy en Brasilia con la entrevista de Lula  con Fernández y con Massa y las negociaciones para que el Banco Nacional de Desarrollo establezca una línea financiación para las exportaciones brasileñas a la Argentina, para – al igual que el acuerdo con China para la utilización de las reservas monetarias en yuanes –  amortiguar los efectos recesivos de la paralización de las importaciones producto del agotamiento de las divisas en el Banco Central.

La actual coyuntura internacional juega a favor de la Argentina. El gobierno de Biden, que recela de la política de Lula de acercamiento a China y teme un estallido social en la Argentina que podría llegar a desestabilizar a la región, respalda a Massa en la renegociación del acuerdo con el FMI. Este acompañamiento tiene un justificativo adicional, de carácter doméstico: para la administración demócrata, Milei es una versión argentina de Donald Trump, quien probablemente volverá a confrontar con Biden en la elección presidencial estadounidense de 2024. Esa apreciación hace que Milei no sea actualmente bien visto en la Casa Blanca y refuerza el apoyo a Massa en la renegociación del acuerdo con el FMI.  Es paradójico que Milei preocupe hoy en Washington más que Cristina Kirchner.

   En 1968, en su libro “La Hora de los Pueblos”, hace ya más de 65 años, cuando la palabra “globalización” no figuraba en el diccionario económico ni político mundial, Perón decía: “en el mundo de hoy, la política puramente nacional es una cosa casi de provincias. Lo único importante es la política internacional, que juega desaprensivamente por adentro y por afuera de los países”.

   Por ese motivo, y aún caminando al borde del abismo, con un trapecista haciendo equilibrio en una situación política de extrema fragilidad, una inflación anual de tres dígitos, un fuerte aumento del índice de pobreza  y en medio de un proceso electoral incierto, el escenario mundial ofrece a la Argentina una nueva oportunidad histórica, que puede sintetizarse en el aprovechamiento integral de nuestra gigantesca potencialidad productiva, básicamente centrada en el complejo  agroalimentario (uno de los tres más competitivos del mundo), la energía (en particular el gas de Vaca Muerta y la explotación “off shore” en la costa atlántica), la minería sustentable (en  especial el litio, esencial en el tránsito mundial hacia los automóviles eléctricos), y la industria del conocimiento, un rubro estratégico en que somos líderes en América Latina.

   Antonio Machado decía que “en política sólo triunfa el que pone la vela donde sopla el viento, jamás quien pretende que sople el viento donde pone la vela”. Hace falta poner la vela.

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